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Mostrando entradas de agosto, 2009

María Angélica Scotti

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Señales del cielo (fragmento) Al filo del mediodía, varios indios acuden de prisa a la casa del cabildo y, una vez allí, entran en callada hilera. El mayor de todos ellos abre la marcha y la plática. - Venimos a emprender una carta para el señor procurador. El mozo escribiente apresta un pliego y la pluma. - “Señor procurador –las palabras brotan con lentitud pero con firmeza-. Nosotros los indios del obraje Santa Cruz, de Quito, hacemos saber: Que nos aplicamos a las labores de paños sin holganzas mientras dura la luz del día. Que hay castigo para aquel que no cumple. Que nuestro amo no nos paga el salario como manda la ordenanza del Rey. Que los alimentos que nos da de paga poco nos alcanzan. Que los paños que nos llevamos de paga son flacos para el invierno. Y que no nos sana las enfermedades como manda la ley. Nuestro amo dice que no nos paga en moneda porque los indios no sabemos guardar ni gastar. Y tal vez así sea. Y dice que trabajamos muy mezquinamente y que por e

Ángel Brichs

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Castillos y leyendas Vagando un día por un bosque hallé un castillo. Las madreselvas y zarzales lo envestían de pleno y la piedra, casi destruida por los años pasados pictográficamente, la ceñían de un rojo violeta oscuro. Entré en el patio, el cual, lleno de escombros era donde se había derramado sangre de guerreros y mortales indefensos en saqueos y sitios. Pero ese castillo no; estaba conservado como si un vulgar fregón estuviese limpiándolo día y noche (pero sólo la parte de la antecámara). Candelabros había por todos lados, y no normales sino con una incrustación de marfil y bronce tallado a la piedra y en cuanto a las almenas, estaban cubiertas por una serie de nidos de aves que qué se yo cómo eran... Mirando el castillo se me hizo de noche y aún el ocaso solar ni había la luna alcanzado su cenit cuando una columna de murciélagos surcó el aire con impetuosa algarabía. Iba sólo y me había perdido. Naturalmente me refugié en la torre más alta; lo que me encontré era increíb

José Manuel Sanrodri

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La silueta a través de la ventana El tiempo se había detenido y sólo los grillos se dedicaban a canturrear los minutos de un silencio interrumpido por una voz que inquietó la tranquilidad de mi lectura de medianoche. En un primer momento pensé que podría ser una voz de uno de los lugareños a los que les cuesta susurrar por la noche para no despertar a los seres diurnos que aprovechan la caída del día para poder descansar sus cuerpos. De nuevo la voz cavernosa deshizo mis pensamientos abstractos, y desde a ventana se podía escuchar un jadeo fuerte que hizo que apagase de inmediato la luz del flexo, y reflejada por la tenue luz de la luna se apreciaba una silueta de enormes dimensiones, aquella sombra en mitad de la noche volvió a pronunciar una frase inteligible, terrorífica… como si aquella voz estuviese en el fondo de un pozo. Me acurruqué entre el edredón que había estado cubriendo mis piernas, el frío se había introducido en mis huesos, casi podía tocar aquella forma irreconocible

Pilar Adón

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Para que nada cambie Apenas hablaron durante el desayuno. Caterina, como de costumbre, eligió tres o cuatro piezas de fruta, mientras que Flavia se contentó con un vaso de café muy cargado. - Tenemos que ir a la ciudad –dijo Flavia como al azar, como si no se hubiera preparado previamente durante horas para pronunciar aquella breve frase. En realidad, las dos sabían que llevaba días considerando la idea de acercarse al mercado de la ciudad más cercana. Se estaban quedando poco a poco sin comida. - Ya… –murmuró Caterina, y se levantó para tirar algo a la basura. Caminaba con pasitos cortos, como danzando. - ¿Vendrás conmigo? - Claro. Un “claro” dicho con desprecio, porque Flavia no quería hacer nada sin que ella también interviniera. Porque no podía ir a la ciudad sin ella. Porque temía que al regresar a casa se hubiera marchado. Porque tenía miedo de que Caterina desapareciera. - ¿Cuándo quieres ir? - Cuando tú digas. - ¿El miércoles? ¿El miércoles por la tarde te parece bien? A Cateri

Elena Ortiz Muñiz

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EL ESCRITOR Tan sólo deseaba a través de sus letras ser inmortal...afamado....querido. Ponía el alma entera cada noche para hacer los más bellos versos que lo colocaran en un plano irreal. Flaco, desgarbado, con el pantalón zurcido y rezurcido y la misma camisa lavada y relavada caminaba ojeroso y cansado con sus obras bajo el brazo todas las mañanas hasta las oficinas de correo, pegaba los timbres correspondientes y las enviaba a las editoriales de costumbre. De regreso en casa, desayunaba pan duro y café más aguado que negro. Mientras sorbía pensaba que su vida podía cambiar en cualquier momento...y cuando fuera un escritor bien remunerado tomaría café con leche y pan recién hecho para el desayuno...mientras tanto, solo quedaba aguantar lo duro, lo aguado, lo negro, lo rezurcido y lo relavado. A veces, el cartero aparecía golpeando la puerta de su apartamento y sacudiendo sus emociones con la imagen de una esperanza envuelta en sobres de papel bond. Los abría con desesperación par

Carlos Cantuarias Lagunas

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FILUM Nadie es sola partícula, fragmento del habla, mónada. Más allá de su borde, de su extremo deslinde, de su obsesa soledad, hilos invisibles le inclinan, destellos que hacia lo arcano se hunden. Desde el fondo de una calle, me consumen el mismo instinto; tras ese muro se frotan dos cuerpos. Latas ruidosas patea transeúnte. Los hilos, inclinando el deseo de los hombres, con el mito se enhebran. Prometeo, oculto de Zeus y su corte deseante, nos regala una flama de fuego. Hacia el fondo inescrutable, urdiendo destinos las Parcas. Son las 12 de otra noche de ciudad. Pocas naves transitan por sus calles. Suave llovizna brilla sobre el pavimento. Afiches de sitios lejanos. Desde Egipto desciende el hilo filigrana de un culto funerario. Los artesanos despiden a una bella. Sólo el que ignora lo sabe; sobre el ataúd el anillo gravado con la alianza. En ese funeral no estuvo Osiris ni sus descendientes. No más vértice divino entre fecundidad y muerte. No río de Thea Philopator de la

Carlos Almira Picazo

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El hábito Cuando murió mi padre me fui a vivir cerca de mi madre. Como hijo único, y hasta mimado en mis tiempos, creía que era mi obligación. Además, deseaba estar cerca de ella, y me gusta el barrio donde yo he pasado parte de mi infancia. Deber filial, apego y añoranza pueden parecer cosas pueriles y hasta tópicas, pero son reales. No obstante, he de aclarar que yo no sentía la clase de afecto intenso y agobiante que muchos hijos experimentan hacia sus padres, especialmente hacia la madre. Mi cariño era más bien moderado, suave, fruto de largos años, similar al que debe sentirse cuando se regresa del extranjero después de una estancia forzosa (o incluso voluntaria) y más o menos prolongada, y se ven las primeras casas, en el paisaje familiar que uno cree suyo. A fuerza de tratar a mis padres, mi única familia cercana, yo, que nunca pensé formar mi propia familia, llegué a sentir apego