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Proyecto de la SADE: Tristeza e indignación

Estimadas amigas y amigos: los invito a leer este post sobre un Proyecto de la SADE y mi respuesta: http://revistaarchivosdelsur.blogspot.com/2011/12/proyecto-de-la-sade-tristeza-e.html cordialmente. Araceli Otamendi directora-editora

Edmundo Paz Soldán

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Edmundo Paz Soldán Volvo A Jorge Benavides A principios de los ochenta fui con mi curso en un viaje de promoción a Sucre y Tarija. Teníamos el propósito manifiesto de conocer más del país, chiquillos que vivíamos en el vacío creado por la campana de vidrio de la clase media cochabambina; todavía no se había puesto de moda eso de viajar a Bávaro o a otras playas caribeñas, pero seguro lo habríamos hecho si la espiral hiperinflacionaria de ese tiempo nos lo hubiera permitido. Conocer el país era apenas una excusa para encontrar un paisaje diferente a la hora del alcohol. Durante las vacaciones de invierno estuvimos tres días en Sucre y una semana en Tarija. En Sucre descubrimos que la Casa de la Libertad era mucho más pequeña de lo creíamos, pero lo más notable fue coincidir con la promoción del Uboldi de Santa Cruz. Con Conejo y Mauricio nos acercamos a tres chicas sentadas en un banco de la plaza tomando helado. Para nuestra felicidad, nos enteramos de que estarían al mismo tiempo que

Rubén Amaya

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Mafalda Muy pocos conocían su nombre, para todos era simplemente Mafalda. Un querubín sonrosado: todo su rostro era una sonrisa, entre angelical y traviesa; Sus diecisiete años estaban invadidos de ternura, picardía, responsabilidad. La responsabilidad se manifestaba en su preocupación por los estudios, su solidaridad y honestidad con sus amigos, y su constancia en la militancia. Esta, la militancia, tenía para ella, formas particulares. Tenía absoluta conciencia de la atracción que producía entre los jóvenes, militantes o no. Más allá de su rostro, verdaderamente hermoso: de su cuerpo, armonioso, detonante, sin llegar a la exuberancia: toda ella, su manera de andar, su mirada franca y penetrante, su risa, (una catarata de sonidos); su modo de demostrar afecto, entre inocente y perverso; todo, era una tentación difícil de ignorar. Usaba sus encantos, para sumar o asegurar militantes a su organización. En concreto, los enamoraba, los incorporaba y los dejaba. Eso sí, dulcemente, para qu

Nilza Amaral

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Nilza Amaral En la tienda del viejo inmigrante Cada sábado por la tarde el espectáculo acontece. El hombre monta un caballo al revés, aferrándose a la cola del animal, sale por las calles de la aldea, en una demostración gratuita para unos pocos transeúntes que se detienen para reírse un momento. Sin embargo, absortos en sus quehaceres retoman su camino, sin saber por qué aquel aldeano de alpargatas, bombacha de campo, y sobrero de paja atraviesa el pueblo todos los sábados por la tarde haciendo payasadas encima de esa yegua flaca. El punto de partida y de llegada de ese jinete es la tienda del viejo inmigrante lleno de nostalgia por su Venecia, las góndolas y el olor del mar de su tierra natal, de la cual se fuera debido a las inundaciones que casi se tragan a la isla en el año dieciocho. El viejo cobra caro los tragos de aguardiente que ofrece a los clientes del fin de semana, a los agricultores que compran mercaderías para ab

Fernando Clemot

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Los zapatos del mayoral “Los muertos gobiernan a los vivos” Auguste Comte, filósofo. El sol tunde en aquel mediodía la Meseta con su fusta de fuego. Nada queda al resguardo de la calima, de la sábana alazana que iguala y confunde todo, de la luz que reverbera en bancales y caminos como si se reflejara en una patena bruñida. Le deslumbraba ese mismo reflejo enjalbegado al novio al salir de la casa. Ciego se lleva la mano a la frente haciendo de visera y distingue al frente a su hermano Julián con la mirada clavada en la parte inferior de su traje. Tiene el rictus absolutamente desencajado. - ¿Cómo te has atrevido? ¡No han pasado ni dos semanas!... - le susurra entre dientes. El novio le hace un gesto como quitándole importancia, traga saliva, pero el otro insiste. - ¡Nos vas a buscar la ruina a todos! Más allá sus hermanas y unos pocos invitados se amontonan bajo el alero de una casa que les hace un poco de sombra; nadie parece haberse dado cuenta del reproche. Intenta afirmar el paso e

Cristina Rivera Garza

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Cristina Rivera Garza Simple placer, puro placer Lo recordaría todo de improviso y en detalle. Vería el anillo de jade alrededor del dedo anular y, de inmediato, vería el otro anillo de jade. Abriría los ojos desmesuradamente y, sin saber por qué, callaría. No preguntaría nada más. Diría: sí, muy hermoso. Lo es. Y pasaría las yemas de sus dedos sobre la delicada figura de las serpientes. Una caricia. El asomo de una caricia. Una mano inmóvil, abajo. Una mano de alabastro. Cruzaba la ciudad al amanecer, en el asiento posterior de un taxi. Iba entre adormilada y tensa, su bolsa de mano apretada contra el pecho. En el aeropuerto la aguardaba el inicio de un largo viaje. Lo sabía y saberlo sólo le producía desasosiego. No tenía idea de cuando había aparecido su disgusto por los viajes, esa renuencia a emprenderlos, su forma de resignarse, no sin amargura, ante ellos. Con frecuencia tenía pesadillas antes de partir y, ya en las escalinatas del avión, presentía cosas terribles. Una muerte sú

Fidel Santa Cruz

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La Virgilia La Virgilia fue aquella viejita que le llamábamos la Gila. Además de vieja, era medio ciega y su condición social miserable, la hundía en la más profunda fealdad. Hasta los más pobres, la veíamos como la comparación social y física más baja, más despectiva. “¡El que se quede es hijo de la Gila!" – Y salíamos corriendo como venados, porque nadie quería aceptar el calificativo. Yo era gordito y chaparro y no corría tan veloz, más de alguna vez, le pegué a Pedro mi hermano, porque me ganaba en las carreras. La Virgilia era la mujer de Juan Chacuate, aunque Chacuate tenía un nombre y apellido muy elegante. Juan Cortés. Pero nadie le llamaba ni siquiera por su nombre. Él era simplemente Chacuate. Su cara era delgada y tenía una mandíbula bastante larga y casi puntiaguda. De ahí la comparación con los chacuates. Pero había algo muy cierto, era un hombrecito que a nadie ofendía, ni siquiera con una mala mirada. Su condición física, en estatura no difería con la de muchas pers

María Alicia del Rosario Gómez de Balbuena

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Ranitas Humanas Correteaban por el piso desmayado de mayólicas olvidadas…Eran “ranitas humanas” en un día de lluvia pertinaz que las impulsaba a jugar dándole algo de brillo a ese momento —especialmente gris de sus vidas- ¡Juancito echó el barco en el charco! Y mientras sus piernitas se mojaban y el papel se empapaba haciendo que la nave perdiera equilibrio, el niño…preguntó por su papá: “Un largo tiempo de cárceles” que hoy lo miraba desde la ventanilla enrejada de un móvil policial, en el que se trasladaba a todo “reo peligroso. Juancito lo buscaba desde sus 4 años, con una mirada vacía de ilusiones, pero reclamándolo a viva voz. María…Su hermana y “madrecita” también había venido, con sus apenas cinco años lo cuidaba, pero de a ratos se zambullía en la aventura de ese juego que le proponía la lluvia… En tanto…Los empleados de aquel juzgado procuraban mantenerlos alejados de la cruda realidad no dejándolos entrar en la “Sala de Audiencias”…¡Como si un “no” fuera importante en esa coy

María Alicia del Rosario Gómez de Balbuena

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Infancia La lluvia calaba pertinaz, y amenazaba seguir -según juguetonas tala lunas que adornaban el patio -unas más saltarinas que otras- cuando Elisa hurgó en sus nostalgias y recordó “aquella siesta”. Había atravesado la galería de la “Casa del Niño” donde vivía –antes de que llegara el padre Antonio—y metió “sus patitas” en el charco… De niña, Elisa gustaba de jugar descalza. Le agradaba ver que el agua "se le trepaba" cuando apoyaba los piececitos en los patios anegados, como buscando ser alzada. ¡Así solía hacer ella cuando pasaba Raquel, la única que por aquel entonces le demostraba cariño! Cuando llovía, en aquella casona se pasaba "chapaleando" al patio general, y las marcas se notaban en cualquier calzado después... Los piececitos de Elisa, desnudos, no las mostraban…Su humanidad entera tenía otras marcas, aunque la mayoría de ellas no se advertían a simple vista. Paja y barro haciendo de ladrillos, aunque desgastados, que se pegaban a una "pared"