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Mostrando entradas de abril, 2011

Magda Lago Russo

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Todo tiene su tiempo…                                                              “En este mundo todo tiene su hora, hay un momento para todo cuanto ocurre” Eclesiastés  (  3.1 – 12.8 )                                                                                 Cada paso que daba, dejaba una huella casi sin forma sobre la tierra húmeda, sabía que cada avance podía ser la promesa cumplida y la desdicha de la venganza. Su mente se había nublado no pensaba  nada, ni los ruegos de su mujer lo  hicieron desistir y totalmente obnubilado por el dolor, comenzó la caza del hombre. Trepaba por las piedras hiriendo sus tobillos y rasgando sus pantalones que mostraban los jirones de otras escaladas. El camino por momentos se tornaba angosto y sus pies aplastaban las yerbas sintiendo como se clavaban las espinas. No podía detenerse el tiempo se agotaba Faltaba el aire y su pecho se sofocaba reduciendo su carrera, el camino se tornaba difícil  la maleza le cerraba el paso y a fuerza de mach

Araceli Otamendi

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La Tortuga Cuando la luz se apagó, Ella me dio su calor, Y oró a los ángeles Para cubrirme del mal A la reina de los ángeles Para cubrirme de todo mal                               Edgar Allan Poe Hope is the thing with feathers – That perches in the soul And sings the tune whitout the words And never stops – at all And sweetest – in the Gale – is heard And sore must be the storm That could abash the little Bird That kept so many warm I´ve heard it in the chillest land And on the stangest Sea – Yet, never, in Extremity It asked a crumb – of Me.                                                        Emily Dickinson Por lo general, de noche, después de comer, Nicolle ordena los libros que leerá mientras Rafael se entretiene con sus juegos matemáticos. A veces Nicolle se pregunta cómo es que Rafael no resolvió la cuadratura del círculo. Pero eso solo pasa algunos segundos por su mente también ocupada en otras cosas. Esta noche no tiene por qué ser una noche distinta, todo p

Ricardo Iribarren

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El accidente Al cumplir dieciocho años, mis padres me permitieron ir al café de la esquina. Ansiaba amanecer bebiendo ginebra, sentado a una mesa de madera llena de arañazos y leyendas de otras épocas. La mesa por la que habrían pasado tantos solitarios. Aquel primer día leí con devoción las letras de tango escritas en las paredes y miré en detalle las fotos de los cafés más famosos de Buenos Aires . Así empezaron los años anteriores al accidente. El café me atraía, pero despreciaba a los viejos alcohólicos, blancos, gordos, como enormes peces muertos que jugaban al billar, bebiendo copa tras copa y ocultando sus vientres enormes debajo de camisas descoloridas. Yo me asomaba desafiante a la vida. A través del ventanal, esperaba el vuelo del gorrión en la vereda; escuchaba los pregones de los vendedores de periódicos; anticipaba los camiones de la basura y los policías que cambiaban de ronda. Solía deleitarme con imágenes de mi futuro. Aunque había abandonado tres carreras, ten

Cecilia Vetti

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                                                          La milonga de los jueves                                                                                                          Al entrar al salón de baile, ya puedo salirme de mí. Dejo de ser Segismundo para convertirme en Cacho. Soy ese otro que espera la tarde de los jueves para darse alas y hasta para ser, no siendo.      Un sitio vacío en el bar. Me quedo  sentado entre los hombres que fuman y conversan con la misma ansiedad, observando hacia el otro lado de la pista el andar de las mujeres. Acá las mujeres valen por su baile. Sólo por eso…      El cuerpo tembloroso, los ojos buscando otros ojos, esperando una afirmación. Un tango bordea el silencio y se hace cómplice del después. Es allí cuando se borra el trabajo, la familia, los problemas cotidianos, el sueldo que no alcanza… Todo vale en este juego de destreza y poder, sólo somos acordes moviéndonos en la locura del abrazo. Y mi jermu se cree que hago horas extras.

Juan Carlos Gómez

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Joaquín Torres García - Teatro  La pluma del oso Dicen que había una vez una niña a la que le gustaba escuchar cuentos, cada día su padre le contaba uno antes de dormir y los fines de semana cuando salían a pasear. Ella se divertía con cada narración pero había una que le parecía la más tierna y desopilante. Tenía sus dudas acerca de si se la había leído o se la había improvisado, como tantos juegos que hacían, como por ejemplo la niña le hablaba en catalán y el padre le respondía en portugués acerca de una palabra que escribía una vez cada uno en castellano, así se entretenían aprendiendo. Un día sábado cuando la niña esperaba a su padre, muy especial por cierto, ya que le había prometido un regalo. Abordó en Barcelona el bus ochenta y uno en la Plaza España, como era su costumbre iba leyendo en el camino unos cuentos cortos de Juan Arreola el mejicano y del tucumano Anderson Imbert, soñoliento en un estado de sopor se despertó en la última parada, lo había vencido el sueño, ba