Araceli Otamendi











Flores rojas para Sebastián




"Soy, en gran medida, la misma prosa que escribo. Me desarrollo en fragmentos y párrafos, me convierto en puntuaciones y, en la distribución desencadenada de las imágenes, me visto, como los niños, de rey con papel de diario, o, en el modo como creo el ritmo de una serie de palabras me corono, como los locos, de flores secas que siguen vivas en mis sueños".

"Jamás desembarcamos de nosotros. Nunca arribamos a otro, a no ser convirtiéndonos en otros a través de la imaginación sensible de nosotros mismos".

Fernando Pessoa



Flores rojas para Sebastián. Lindo título para un cuento pero ¿quién es Sebastián? ¿por qué flores rojas?. La cara de Almodóvar viene a la memoria. Tal vez una película, un guión, no sé. Y para colmo no conozco a ningún Sebastián. El nombre me gusta. Ahora, ¿cómo unir el nombre, a Sebastián, el barco donde estoy y el director de cine? Navego a la deriva, me dejo llevar por la corriente más profunda, más impetuosa, donde sopla más viento. Las luces reflejándose en el agua como soles diminutos, son tan perfectas...
Hay pájaros alrededor y cualquiera se preguntaría qué hago escribiendo a altas horas de la madrugada ¿debería decir de la noche?, en esta Buenos Aires, casi desierta, las ventanas del edificio de enfrente apagadas, es feriado largo, tres días, son muchos. Son pocos. Me gusta compartir mi vida con los de enfrente. Yo miro lo que hacen ellos, son jóvenes, estudian, reciben amigos, se divierten y bailan. Ellos mirarán lo que hago yo, me verán escribir o leer rodeada de libros apilados en el suelo, por todas partes, hablar por teléfono, conversar con los míos.
Almodóvar podría escribir una linda historia con este título, por lo menos un guión. Y yo, aquí, tecleando en la computadora, deseando que Sebastián aparezca, adivino sus facciones, el color de su pelo tan oscuro, su cara de casi niño, se parece a un amigo, lejano en el tiempo y en la distancia...Tu ausencia tan profunda...
Estabas lejos Sebastián, voy a llamarte así, esa noche, de aquél fin de año. Cuando decidí esperar el año nuevo en un barco. Todos, absolutamente todos, estábamos lejos. Hasta vos, Sebastián que ahora sólo sos un recuerdo, débil, impreciso, que se va dibujando mientras escribo. Eramos pocos en esa fiesta, al principio. Luego fueron llegando más. Jamás sabré por qué me invitaste, jamás te perdonaré que me hayas invitado. También, ahora recuerdo, estábamos cerca de año nuevo, hace mucho, hace años. Mala fecha para mí Sebastián, porque acostumbro hacer balance. Después de un tiempo, cuando todos habían bebido bastante, te acercaste para decirme algo, hablar de un poema. ¿Spicer? ¿Creeler? Casi no lo recuerdo. Me mantenía distante, apenas te conocía, no era mi hábitat. Insististe tanto en que fuera, conocería a tus amigos, a tu gente, tu casa, y finalmente fui. Había tanta gente importante ahí. Sebastián, estabas orgulloso de eso, tal vez algo de eso te conmovía y es cierto: eran importantes seguramente más para vos que para mí.
Seguiste hablando de poemas, con mi infinita curiosidad quise saber algo más del libro, del autor y me llevaste hasta la biblioteca. Me mostraste tus libros, estaban subrayadas algunas líneas. No podía adivinar la intención, las intenciones no se adivinan: se conocen, se confiesan, se comprueban. Quise leer entrelíneas. Me habías tocado con los ojos. Fue una noche de sobreentendidos. Al salir olvidé un libro que había comprado para mí: ya no recuerdo si era de Rimbaud o de Henri Miller. El libro quedó en una bolsa, colgado de un perchero, seguramente hamacándose . Quise recuperarlo al día siguiente. Pero era feriado, después fin de año, venían las vacaciones y no volvimos a vernos hasta mucho tiempo después.
Sigo navegando Sebastián, porque Almodóvar lo haría mejor que yo, las olas me llevan hacia un folletín sin salida ¿es que hay alguna? No quisiera dejar esto así. Con mi costumbre de adivinar cómo vive la gente con sólo ver los colores de su casa, pasé por tu cuarto. Y en el baño había plantas, muchas, frescas y lindas. Me pregunté si ahí exactamente habías instalado tu vida: en el baño, porque los demás lugares me parecieron muertos. Sí, Sebastián, muertos. Como me confesaste un día tantas cosas tuyas, meses después, cuando nos arriesgamos a seguir viéndonos y yo pensé que no había nada que decirnos, que muertos también estaban tus ideales, si es que alguna vez existieron: muertos y por el piso, del sofisticado bar de Buenos Aires donde conversábamos. Te serví de psicoanalista, Sebastián, porque me comentaste todo, absolutamente todo lo que iba pasando por tu mente. Te escuchaba paciente, pero al salir a la calle, mi cara se heló por el viento envistiéndome, intranquilizándome, dejándome perpleja: llegué a mi casa sin saber exactamente qué había estado haciendo en ese bar durante dos horas o más.
Seguramente Almodóvar lo habría hecho mejor, habría inventado algo gracioso, humorístico, una camarera arrojándonos una bebida fuerte a la cara , y un personaje que gritara. ¡Qué pocas cosas se me ocurren decirte ahora Sebastián! Tal vez debería haberte dicho todo junto, creo que te dije muchas cosas, esa noche, la primera, la última, no sé, alguna de esas veces en que conversamos tanto. Pero vos estás tan lejos y yo también Sebastián, es tan difícil acortar distancias... llenar ausencias... Tu ausencia... Saber que no estás.
El río me lleva por lugares inesperados, la primera estrella de la noche me indica el camino. No queda más que seguir el relato, la navegación, dejarse llevar por las olas, tan altas, pensar en el mar adonde desembocaremos en algunas horas, días, qué más da, Sebastián.
Al principio del cuento pensé en una frase: una mujer espera a Sebastián, ha puesto flores rojas en un vaso. A lo largo del cuento las flores han aparecido en el vaso, quietas, indiferentes, cortadas y frescas sólo para verlas mientras escribo.
Parece mentira que un recuerdo tan muerto como el de Sebastián haya resucitado ahora, justamente ahora que todos se han ido, en que las luces del departamento de enfrente, siempre poblado de estudiantes y jóvenes están apagadas. En que la radio y la televisión han cesado, en que las voces de los niños no se escuchan. En que los juegos ya no existen, por lo menos durante algunas horas y el silencio nocturno se adueña de la casa interrumpido solamente por el goteo de una canilla.
Veo las flores en mi imaginación y las tomo de sus tallos para arrojarlas al agua desde este débil bote en que ahora se ha transformado mi barco donde navegaré hasta que se deshaga.
Parece mentira que la imaginación me haya dado nada más que para esto. Las palabras se acaban como todo en la vida, Sebastián. Hasta que alguien ¿quién? las rescata, las rescribe y renacen.
Almodóvar lo habría hecho mejor, muchísimo mejor. Habría hecho un película con nosotros. Es una historia, que sólo vos y yo conocemos. Detrás de todo, o exactamente debajo, hay una novela y varios poemas cruzándose, malditos poemas, queridos poemas.
No quiero recordarlos. Este relato cumple la teoría de Hemingway, la del iceberg: es sólo un octavo de la totalidad de la historia. El resto está sumergido, a mucha profundidad.


(c) Araceli Otamendi


Flores rojas para Sebastián pertenece a la serie de cuentos El Día de San Valentín, de la autora.

Comentarios

ADÁN DE MARÍASS ha dicho que…
Es un relato que me ha dejado pensando, el impacto de su interesante prosa seduce, y a Sebastián algunas veces lo he visto leyendo atentamente los escritos de Araceli Otamendi.
Araceli Otamendi ha dicho que…
te agradezco el comentario, y también el humor!!!
saludos cordiales,

Araceli

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