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Mostrando entradas de febrero, 2013

Sofía Santaclara

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Lacrimatorio Hoy se ha roto el frasco de las lágrimas, hace algún tiempo decidí que algo que dolía tanto debía de ser valioso, dolor en esencia, y se me ocurrió coleccionar lágrimas, las vertía ahí, en un antiguo frasco de perfume, alargad o y transparente, ese cristal que tanto me gusta, el sistema era sencillo, sólo tenía que encajar mi ojo en su boca y arrastrarlo con cuidado, por mucho que me pareciese que había llorado, apenas aumentaba el volumen, deben de ser densas mis lágrimas. Era su castigo, hacerlas cautivas, como si de una pócima se tratase, me gustaba observarlas dolor en estado líquido. Hoy necesité usarlo y me escondí con él y me resbaló de las manos y se rompió y me quise morir de la rabia, o de la pena, todas por el suelo, derramadas por segunda vez, y quise llorar, y no pude llorar, pues no tenía donde guardarlas y las necesitaba con las otras, todas mezcladas, todas distintas, cada una de un sitio, porque las hay que duelen en el pecho, en la cabe

Diego Niño

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Desencuentro* Tropiezan en una encrucijada. Se presentan las preguntas y respuestas de protocolo y bajo este diálogo se escuchan las sombras arrastrando miradas, brisas apolilladas, pronombres empolvados, hasta llevarlos al presente que tiene algo de eternidad y de brevedad. Conservas los ojos de melancolía, dice él; los guardé para ti, responde ella, sonríen sabiendo que no hay más palabras ni más horizonte que este breve instante. Ella le da la mano y continúa su camino al tiempo que él ve que le ha quedado una brizna de esperanza aferrada a la palma de la mano… © Diego Niño  Diego Niño  (Bogotá, 1979) es matemático de profesión. Vive en Bogotá, Colombia *el microrrelato Desencuentro resultó finalista en el Primer concurso de microrrelatos organizado por la revista Archivos del Sur 

María Antonia Sassi

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María Antonia Sassi  JARDIN DE INFANTES Nº … Conduciendo  mi  pequeño automóvil blindaje enchapado que cubre el  ser tras las nubladas y ennegrecidas ventanillas, protección escasa  en  las calles  excesivamente transitadas del pueblo hoy convertido en ciudad,  trato de ser puntual con la hora de entrada del turno tarde del hermoso Jardín de Infantes al cual pertenezoc, pero el tránsito a veces me lo impide.                                                                                                                                                                                                                                   Formo parte  del personal docente del establecimiento, con veinte años de servicio frente a sala. En ciertos momentos mis recuerdos tienen la clarividencia de las directoras de mi residencia,  compañeras que pasaron por  la escuela, porteras y porteros.             La estructura edilicia del jardín  tiene las características de  principios del sigl

Beatriz Helena Ramos Amaral

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Beatriz Helena Ramos Amaral  Valladolid    Es temprano, pero ya preparo la fiesta, limando los rebordes. Atravieso el pasillo del departamento  y alcanzo  la primera puerta. Una más. Otra. Y otra. Son puertas con grietas que no reconocen límites. Yo sé que, en cualquier momento, entre los vacíos de un tejido ancestral, Valladolid vendrá, como siempre,  como un emblema o cimiento de una resonancia casi legible. Sé que se extenderá por  los patios y monasterios, diciendo septiembre, septiembre, con su tono de ayer y su timbre extraordinariamente grave. Abrigos de colores desvaídos  tejen ilusiones en mapas imprevistos. Navegaré  noches abiertas e ibéricas siempre hacia el  noroeste, cruzando los barrios, Vadillos, Delicias, San Isidro, Victoria, Parque Alameda, Paseo Zorrilla-Campo Grande.   ¿Por qué, Valladolid? ¿Sabré rehacer contornos de otro continente? ¿Podré fingir que ignoro contrastes y transparencias? ¿Por qué insistir en el tema de tus calles y tus costumbres

José Respaldiza Rojas

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                                            PASIÓN  Y  MUERTE                                             Era un domingo de otoño, era la tarde de un domingo de otoño, eran las tres y media de la tarde de un domingo de otoño, eran las tres y media de un aciago domingo de otoño.   Para comenzar diré que siempre me gustó más jugar fútbol que verlo jugar, no soy y no fui buen jugador, incluso una vez me puse un chimpún, pero no acertaba a patear, digo esto para que se comprenda porque fui tan pocas veces al Estadio Nacional y las pocas que fui las tengo grabadas en mi memoria.   Diré de paso que alcancé a ver el viejo Estadio Nacional de madera, regalo de la colonia inglesa al Centenario de nuestra independencia. Siempre me intrigó saber cómo pudo la madera soportar el paso de los cuaresmeros. Mi abuela materna me enseñó a poner un lavatorio con agua debajo del foco de la luz para que cayeran los cuaresmeros y se ahogaran.  Me es imposible pensar en la cantidad de gent

Claudio Simiz

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Claudio Simiz Un día perdido              La Blanca ve cómo el hombre, bajo y muy abrigado, cierra la puerta lateral del edificio de oficinas, atraviesa la calle, y con raudo paso inicia el cruce diagonal de la plaza. La media mañana ha despoblado de chicos los canteros, algunos jubilados los reemplazan en los bancos, rodeados de palomas solícitas. En el centro está el carrito, estratégicamente ubicado. La Blanca da una última vuelta a la garrapiñada en la olla de cobre, y con disimulado cuidado inyecta el líquido transparente en la brochette de frutillas bañadas en chocolate. Bolsita de celofán, justo a tiempo. - Fresquita la fruta, Maestro, recién hechita… El hombre no se detiene; con un gesto le indica que está atacado del hígado y redobla el paso. La Blanca sabe que es su golosina preferida, se encoge de hombros, se quita el delantal, guarda cuidadosamente la fruta envenenada en el bolsillo y parte, con paso casi tan rápido como el de él, pero en sentido c