Araceli Otamendi - La confesión



La confesión


Me pidió pista y lo dejé aterrizar. A Octavio.  Ya estaba un poco cansada del paternalismo, de los sabios e interesados consejos de Bruno. Tal vez por eso nunca entendió por qué me puse a trabajar como secretaria de una revista. ¿Con qué necesidad? había dicho. Con la mía, dije. Si lo tenés todo: casa, comida, auto, ropa, vacaciones, entretenimientos... Y algo de eso era cierto, pero no bastaba. No me alcanzaba para llenar los días, las horas vacías, sin  nada o casi. Bruno era productor de cine y yo nada más que una actriz en potencia. Tal vez por eso tuve tiempo, o tal vez la oportunidad, nunca supe cuál fue el motivo o el azar por el que me encontré con Octavio. Tal vez haya sido nada más que casualidad. Como si las casualidades  existieran, hubiera dicho Julio... Fue así que un día, sola, casi como siempre, porque Bruno se ausentaba días y días por negocios, o tal vez, no sé por qué, conocí a Octavio. Rubio, un metro ochenta de alto, joven, buen mozo. Dijo que traía un material para la revista, algo que quería difundir.
Yo no podía hacerlo pasar al escritorio del director, tenía que averiguar primero quién era, qué quería.
Fue entonces que me dejó su tarjeta y me dijo: - en un rato te llamo y me decís ¿sí? si me va a  recibir. Me guiñó un ojo sabiendo que tenía ganada la partida. Me costó convencer a Eduardo, el  director de la revista, para que lo recibiera: ¿quién es ese tipo? ¿por qué lo tengo que recibir yo? ¿por qué no filtrás un poco? ¿o no te pago acaso para que hagas eso? No, no me pagás para  eso, pensé, soy una simple secretaria, nada más.
Esa noche, cuando llegué a casa, desde la ventana del dormitorio me puse a contemplar la piscina, iluminada por los faroles del jardín, cómo las luces se reflejaban en el agua. Las sombras de los árboles se movían un poco. Cualquiera hubiera dicho que no podía ser que hiciera algo así ¿por qué trabajaba en una oficina si Bruno me podía mantener?
Es que me aburro, no tengo paz aquí adentro, quería contestar. Pero la gente, no lo entendía. Un día vino  mi hermana de visita. Hacía tanto tiempo que no nos veíamos. Me llamó por teléfono y dijo: che, ¿está el ogro en casa? El ogro era Bruno, quién podía dudarlo y con mi hermana Carol hacía varios años que no nos veíamos, sólo hablar por teléfono o algún mail, de vez en cuando.
¡Cómo cambiaste! dijo, cuando le abrí la puerta. Vos también, iba a decirle, pero me contuve. Quise saber cuál era su opinión, cómo me veía, parecíamos dos extrañas, en lugar de hermanas, ni siquiera dos amigas que hubieran dejado de verse después de tanto tiempo. La hice pasar al living, le serví café con unas galletas.
Detrás de la cabeza de Carol podía ver mi cara, mi cuerpo, tan distinto, me sentí vieja, a pesar de que apenas  pasaba los treinta y pico.  Carol estaba casi igual:
el pelo oscuro, lacio, brillante, delgada, casi no tenía arrugas, se notaba que no había sufrido. Preciosa, como siempre. Cruzó las piernas, se acomodó en el sillón y empezó a contarme algunas cosas mientras miraba los objetos, las cortinas, la alfombra nueva.

- ¿Hace calor aquí, no es cierto? - dije
- Sí - dijo Carol
- Vení, quiero mostrarte algo - dije, y la llevé hasta uno de los cuartos, desde ahí se veía el jardín con la piscina.

A ella pareció gustarle porque comentó:

- ¿El agua está fría?

- Sí, un poco ¿querés que vayamos?, propuse como si fuéramos chicas y todo fuera nada más que un juego.

- No, hoy no, tengo que irme, dijo.

La miré con curiosidad, no quise preguntarle y ella no me dio explicaciones. Después se fue y me quedé sola de nuevo.
Los ruidos de la casa, el motor de la heladera, el tic tac del reloj, el canto de una paloma: uhhh uhhh, todo parecía  conjurar alguna presencia. Pero yo estaba sola, era la verdad. No estaba conmigo Bruno, ni Eduardo ni Octavio ni nadie.
Me pregunté si mi destino era la soledad. ¿Por qué Bruno se iba tantos días de viaje? Según él tenía que viajar por negocios y no podía llevarme. ¿Por qué Eduardo, en su rol de jefe, de casi amigo, tampoco me acompañaba? ¿Por qué Octavio, recién conocido e interesado en mí...? ¿Yo era sólo un pretexto, una puerta para llegar a Eduardo? Pero no tuve tiempo para seguir pensando más...sonó la alarma del celular y ví el mensaje de texto: era Octavio, quería verme, si era posible hoy, a la tarde, a la noche. El recuerdo de Octavio me había dado vueltas en la cabeza durante varios días.
¿Le importaba a alguien? Tal vez, o no, o solamente a mí. Empecé a arreglarme antes de contestar el mensaje. La imagen de mi hermana, el gesto que hacía cuando me miraba, como juzgándome, todo eso me decidió a contestar que sí, que iba a verlo,  esta misma noche.

Octavio me había pedido pista y yo lo dejé aterrizar, ¿cuánto iba a durarme? ¿una aventura? ¿y quién pedía otra cosa? ¿no era suficiente con Bruno en casa y con Eduardo en el trabajo para tener un ogro más en mi vida? Yo no era una amargada como Giselle, la secretaria de otra oficina que se había retirado a cuarteles de invierno. No, yo todavía creía en la magia, o tal vez en algunas mentiras parecidas. O quería creer en el amor o algo parecido. Dejé hablar a Octavio, ¿total? o ¿tenía algo mejor que hacer? Me quedé conversando con Octavio en un bar hasta las dos, comimos algo. Por hoy está bien, dije. Le di pista y lo dejé aterrizar pero iba demasiado rápido. Intuí que quería llegar enseguida a Eduardo y yo quería hacerlo desear. Me despedí de Octavio con las palabras dulces y mentirosas en mis oídos, salí a la calle y tomé enseguida un taxi. Sabía que estaba desconcertado. Me envió un mensaje de texto al celular, lo apagué. No quería contestarle. Y mientras el taxi tomaba por una avenida ancha y yo con las ventanillas bajas respiraba el aire nocturno, y el viento fresco me hacía volar el pelo despejándome la cara, empecé a pensar en Bruno: ¿y si hubiera vuelto? ¿y si estuviera en casa esperándome? ¿Mi vida iba a ser siempre así? Hasta mi hermana Carol, esa maldita de siempre se burlaba de mi, de él: el ogro, había dicho, tenía razón. Me sentía en una cárcel, la había podido cambiar por otra, nada más que unas horas, encerrándome con Eduardo en una oficina, diez horas por día. ¿Y después? Cuando el taxi se detuvo pagué y antes de bajar miré hacia arriba, la luz del primer piso estaba encendida. Seguramente era Bruno, había vuelto. Me quité los zapatos antes de entrar, tal vez estuviera durmiendo. Cuando entré en el living, vi la puerta cerrada del dormitorio. Decidí no entrar. En el living estaba la valija sin abrir y empecé a revolverla  un poco. En la cámara digital había algunas fotos: la fotografía de un hotel de playa, y una chica joven sentada en un asiento con gesto de estar abrigándose. Bruno sonriendo, parecía más joven. La chica corriendo por la playa. Casi no podía pensar, los celos, el odio, me cegaban. Era necesario acabar con todo esta misma noche. ¿Irme, dejarlo todo? ¿por qué no? Podía vivir  en cualquier parte, tal vez en una pensión. ¿Y todos esos años pasados con él? ¿Por qué dejarle todo a una extraña como la de las fotografías? Tal vez había llegado el momento, todo parecía una locura. Busqué el  revólver en un armario. Haría algunos ruidos. Busqué el interruptor, corté la luz. Bruno se levantaría para ver  qué pasaba. En la cocina, tiré algunas cacerolas al piso  y escuché los pasos. ¿Adriana? ¿Adriana, estás ahí? Se iba acercando, faltaba poco. La puerta de la cocina se abrió en forma brusca, sentí enseguida el olor a transpiración, mezclado tal vez con el perfume de una mujer, típico de Bruno cuando volvía de viaje  y disparé.

© Araceli Otamendi

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