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Mostrando entradas de noviembre, 2009

Guillermo Bravo

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Carlos En un barrio de mi pueblo los ancianos jugaban campeonatos de memoria. Se sentaban todos juntos y uno gritaba una fecha muy alejada, a partir de esa fecha se ponían a recordar. Empezaban por los acontecimientos colectivos, que eran más fáciles, el derrocamiento de un general, una copa obtenida por el equipo favorito, Fangio ganando una carrera. Luego venía la parte que más nos gustaba a nosotros, la de los recuerdos particulares. Algunos ni siquiera podían recordar el nombre de su primera novia, pero otros eran capaces de narrar con detalle el primer encuentro, las manos, el color de pelo, los ojos celestes. Solía ir con mis amigos, comprábamos un helado y nos uníamos al grupo de espectadores. Carlos era nuestro favorito. Se acordaba todo mejor que los otros, se le notaba en la emoción que se colaba en su voz, en la profundidad de su mirada. A veces hacia un gesto, movía la mano como tocando cada una de las cosas de su memoria. Una tarde el hermano de un amigo contaba

Elena Ortiz Muñiz

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OCASO El atardecer empieza a morir. Al abrir la puerta, advierte las sombras que han comenzado a cubrirlo todo. Avanza con pasos lentos que arrastra al andar, observa su figura encorvada proyectada en la pared. Prende la luz y su imagen desaparece. ¡Qué triste! ¡Qué callada vida la suya! Y pensar que en su juventud fue un hombre de éxito, de empresas, de triunfos. Todos querían estar con él. Gente que salía de todas partes pidiendo favores, suplicando por un empleo, una recomendación, una ayuda. Ayuda...como la que necesitaba él ahora. Y sin embargo, cuando por azares del destino se encontraba en la calle con alguno de esos jóvenes, ahora hombres maduros a quienes había ayudado, a veces sin conocerlos del todo, algunos volteaban el rostro y continuaban su camino disimuladamente. Otros lo saludaban brevemente, con cortesía...y lástima. Si supieran que lo único que necesitaba era platicar con alguien de cualquier cosa, de lo que fuera.  Y qué  de

Leonor Pla Manzanares

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EL REGALO*       Érase una vez existía un palacio en el lejano Oriente el cual se encontraba en medio del desierto. Nadie sabía su ubicación exacta y para llegar a él había que seguir a una estrella que sólo se mostraba a los puros de corazón.       En el palacio vivían tres sabios llamados Melchor, Gaspar y Baltasar, que permanecían la mayor parte del año recibiendo peticiones de todos los habitantes del mundo, pues se decía que eran unos poderosos magos. Ellos se dedicaban a recogerlas y entre los tres decidían si esos deseos se concedían o no. Al comienzo del año siguiente partían de su palacio con un pequeño séquito y sus camellos llenos de regalos correspondientes a las peticiones atendidas.       Cierta tarde todos los habitantes del palacio se hallaban muy atareados preparando la marcha de sus señores ya que había llegado la hora del reparto de regalos. Los presentes se amontonaban nerviosos en una gran sala a la espera de ser colocados en los camellos de los magos. S

Victoria Lozano Díaz

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Antillanca* Antillanca significa en mi pueblo, perla del sol. Así me llamó mi abuela el día que mi madre dio a luz en medio de araucarias, junto a un pozón de aguas calientes, cuyo vapor termal me salvó de no morir de frio aquella tarde otoñal. Mi abuela Millaray asistió a mamá en el parto que según los cálculos estaba pronosticado para 20 salidas más del sol. Alejadas de casa e internadas en la profundidad del bosque las dos mujeres avanzaron extasiadas por la senda que el olor de los pinos y la tierra virgen les dictó como natural destino. Cuenta mi abuela que mamá quiso lavar sus pies cansados en la orilla de la poza calurosa y que el relajo fue tal que se recostó y  apoyó la cabeza en la arenilla húmeda que bordeaba las piedras. Sin premonición cerró los ojos, abrió las piernas y comenzó a pujar. Millaray alcanzó a estirar los brazos y sujetarme la cabeza que ahí mismo bendijo lanzando salpicones de agua tibia, mezcla del agua densa y purificada