Andrés Bonvin

A la par Cada mañana se dirige Ana a la elegida rutina, desde la mortecina soledad de su monoambiente hacia la luminosidad de su trabajo, excesivamente iluminado por los innúmeros “cascos” voltaicos que cuelgan como inmensas gotas de agua petrificada, conducida por el vibrante minibús que exhala su viciada combustión, tiñendo el aire con grisáceo polvo que se expande caprichoso. A su lado, legañoso y en silencio, va su marido. El tráfico, como para no perder la costumbre, se atora estúpidamente y se detiene, avanza unos metros y se detiene, como retando a los aún apacibles conductores a perder el sosiego y ganar la locura. Cubre una inmensa esponja de nubes aliadas el cielo que, acústico, devuelve cada insulto, cada grito y cada bocinazo que brota desde la tierra. Ana vio siempre esta imagen, que cíclicamente se repetía sin importar la estación, como cualquier atractivo paisaje que, aunque no conocía más que el de la ciudad, podría humano contemplar. Y cada día sonreía a la mañana, div...