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Guillermo Tedio

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Tras el antifaz hay un aroma* Mis relaciones con Susana caían inevitablemente al piso. Era un final sin el alboroto de las recriminaciones gritadas y quizás por eso mismo doloroso, porque un escándalo de maldiciones y golpes como el zafarrancho que a diario vivían nuestros vecinos de piso —el gordo Cepeda y su mujer—, quebrándose platos en la cabeza, arañándose la cara y mandándose al infierno, daba la posibilidad de enmascarar con el ruido los remordimientos y esa molesta y doble percepción de sentirse agresor y agredido pero en cambio, aquel naufragio silencioso —la cobarde fuga de nuestras caras— hacía más duro el porrazo de la caída. Unas veces era el hombre —otras la mujer— quien metía a la carrera varias mudas de ropa en la maleta y salía del apartamento, tirando la puerta y gritando que se largaba para siempre jamás. Y al día siguiente ya estaba el muchacho del Jardín Americano trayendo el proverbial ramo de gladiolos con una tarjeta en la que el gordo arrepentido pedía perdón y...