Óscar Osorio




























foto: Óscar Osorio

Lejos de ella



Estar contigo o no estar contigo es la medida de mi tiempo.

(Borges, El amenazado)


Le pido a mi esposa que deje la cámara conectada. Sonríe, bosteza con la boca muy abierta, se envuelve en la sábana azul y se duerme. La observo un rato, concentrado en el ritmo cadencioso de su respiración, ansioso de abrazarla, de sentir la tibieza de su piel y dejarla dormirse en mi regazo. Ese es uno de nuestros ritos de nocturnidad, una de nuestras pequeñas magias inútiles: nos acostamos, la atraigo hacia mí, ella reclina su cabeza en mi pecho y juguetea con sus dedos en mi torso mientras conversamos de cualquier cosa o esperamos en silencio los dulces aleteos de Morfeo. Sé que está dormida cuando su mano se detiene. La muevo hacia su lado y me levanto a leer. Ahora es diferente. Ella se ha quedado dormida a cientos de kilómetros de distancia, con la mano abandonada sobre la sábana fría, y yo me resigno a verla en el rectángulo iluminado de la pantalla.
Me sirvo una copa de vino y pongo en mi laptop la película Away From Her, escrita y dirigida por Sarah Polley, a partir de una historia de Alice Munro. Me enternece la imagen de dos ancianos que se desplazan en sus esquíes sobre la nieve y se detienen bajo un cobertizo de madera a observar el hermoso crepúsculo. Siguen algunas escenas de la vida cotidiana de la pareja: la preparación de la comida, la cena romántica, la lectura en voz alta, el placer erótico.
Una escena resulta muy conmovedora. Fiona y Grant cenan con un par de viejos amigos. Fiona se levanta y toma una botella de vino, pero se queda parada al lado de la mesa, con la botella en la mano. No sabe qué hacer. Mientras habla de su situación, aparece un plano de ella deslizándose sobre la nieve. Se detiene desconcertada. Mira el camino trazado por los esquíes, las dos líneas paralelas que se prolongan al fondo del paisaje hasta una casa, con el techo acobardado por el peso del hielo. No logra reconocer la casa ni el camino. No sabe qué hacer. Está allí, en medio de la nieve, desorientada y sola, con los bastones en las manos. La enfermedad de Alzheimer no le permite la evocación del hogar. No recuerda que esa es su casa, que allá la espera el hombre con el que ha vivido cuarenta años. Su memoria es una nuez que una ardilla roe. La ardilla se come el recuerdo de ese camino, se engulle glotona la memoria de ese amor, devora su pasado. Ella lo sabe. “Creo que estoy empezando a desaparecer”, dice mientras mira la botella de vino que tiene en la mano.
Imagino la angustia de ese desvanecimiento, la agobiante experiencia de confirmar en cada momento que algo de nosotros se deshace en las brumas de la memoria y que al final no vamos a poder reconocernos en el espejo. En cada desorientación, en cada equivocación, en cada olvido Fiona constata que se está borrando del mundo. Habita la angustia del tiempo. “Con cierta parte de nuestro ser vivimos todos fuera del tiempo”, dice Kundera. No es cierto para Fiona. Ella vive en un insomnio sostenido, se balancea en el vórtice del tiempo, tiene conciencia plena y permanente de su desvanecimiento, levanta la roca con la mirada puesta en la alucinada boca del cráter. Fiona es Sísifo y es la roca, y su camino son las fauces hambrientas de la nada que le come su cerebro.
Pauso la película y me levanto por otra copa de vino. Me asomo a la ventana. El viento levanta la textura blanca del invierno, teje vagas cortinas de volantes vanos. Hay nieve sobre la calle y los coches, en los tejados de las casas y en las ramas de los pinos. Una hora antes recorrí esas calles heladas, con las manos tibias en los bolsillos del abrigo y el corazón aterido. Ahora las veo a través de la ventana, desde la tibieza de mi estudio en Queens. Mi imagen se refleja tenuemente en el vidrio, sobre el telón oscuro de la noche. Así imagino a Grant, un fantasma que se diluye, con el corazón aterido, en la oscuridad insondable del olvido.
Vuelvo al computador. Abro la ventana donde duerme mi esposa. La cobija se ha deslizado, revelando, bajo la blusa del pijama, la turgencia de su seno derecho. Ella duerme, indiferente al deseo que me nace en el cuerpo. Mejor vuelvo a la película, maximizo la ventana y le doy play.
Fiona está en casa. Sonríe. Es una mujer madura, pero la edad no ha destruido su belleza. Ella podría hacer con dignidad juvenil el gesto que le dio nacimiento a Agnes en la imaginación de Kundera. Fiona sonríe para calmar a Grant. La ardilla no se ha comido aún todos los recuerdos. Todavía quedan unas sobras y esas sobras le bastan para compadecerse por él, para reconocer el inmenso sufrimiento que le espera a su esposo cuando las tinieblas del olvido le arranquen del cerebro la última imagen de su amor. En su mente, el amor se desvanece, como si alguien levantara la pantalla de plástico de un tablero mágico. Cuando la pantalla esté arriba, la imagen de Grant se habrá deshecho y desaparecerá para siempre su inmenso amor por él. Con esa angustia, enfrentan la bruma de los últimos días. Ella lo ve paralizado por el miedo y le sonríe, le regala ese bálsamo maravilloso para asegurarle una fugaz tranquilidad. Grant se fortalece en ella, como un niño a quien la madre toma de la mano y lo saca de la oscuridad. Pero sabe que esa sonrisa que entra en la oscuridad para liberarlo será borrada para siempre en poco tiempo, que Fiona ya no podrá tomarlo de la mano.
Minimizo la ventana y recupero la imagen de mi bella durmiente. Sigue en la misma posición, a la espera de su príncipe azul, que soy yo, que la he besado muchas veces. Ella se mueve muy poco cuando duerme. No la molesta ni la luz, ni el ruido, ni el movimiento. Dice que soy su somnífero, que mi presencia le da una tranquilidad tal que se va del mundo sin temores. Incluso ahora, a la distancia, nuestra conversación cibernética le ha dado esta ficción de cercanía y ella se ha abandonado a mí en un sueño sin perturbaciones. Aun en los abismos del sueño, la memoria le traduce la experiencia del amor, la deja abandonarse. Cuando la conocí, me enamoré de inmediato. No sé qué recuerdos se cruzaron en mi memoria para regalarme esa primera ilusión. Me atrajo su físico, por supuesto. Todavía me encanta. Pero algo muy íntimo se movilizó en mí cuando la conocí, cuando la escuché, cuando estrechamos las manos y me regaló con el prodigio de su sonrisa. Algo del pasado me hizo saber que sería muy grato envejecer a su lado y esa seguridad se ha mantenido todos estos años. Sé que mi frágil memoria me otorgó ese regalo y ahí está, alimentándose de recuerdos gratos. Me viene a la mente el poema de Quevedo, esa joya que ha vencido el tiempo. Lo declamo. Las palabras se deslizan como sandías breves de mi boca:


Cerrar podrá mis ojos la postrera
sombra que me llevare el blanco día,
y podrá desatar esta alma mía
hora a su afán ansioso lisonjera;

mas no, de esotra parte, en la ribera,
dejará la memoria, en donde ardía:
nadar sabe mi llama la agua fría,
y perder el respeto a ley severa.

Alma a quien todo un dios prisión ha sido,
venas que humor a tanto fuego han dado,
medulas que han gloriosamente ardido,

su cuerpo dejará no su cuidado;
serán ceniza, mas tendrá sentido;
polvo serán, mas polvo enamorado.

Repito el verso que consagra esa ilusión de inmortalidad: “Polvo seré, mas polvo enamorado”. Lo hago con un placer repetido durante siglos. Me gusta esa imagen del amor triunfante sobre los despojos de la muerte. Sé que es una vana ilusión, pero cómo alivia la pesada carga de la existencia. La memoria nos da la experiencia del tiempo y nos da también la experiencia del amor, que nos salva de la angustia del tiempo. Su persistencia, como en el cuadro de Dalí, ablanda los relojes.
A Fiona, en cambio, el amor, que es memoria, se le deshace como un helado en la furia del verano. Los recuerdos salen lentos de su mente, como el líquido de una bolsa pinchada por un alfiler. Ella es ese fluir hacia la nada. Esos recuerdos que los mantienen unidos se filtran por el agujero hecho por el alfiler y ellos tienen tiempo para saber que en algún momento la bolsa se vaciará por completo. La bolsa de su cerebro comido por la ardilla será un hueco oscuro en el que ella se abandonará para siempre y dejará a Grant en soledad. Ellos saben eso y están abrumados, pero Fiona sonríe y él se apoya en ese bastón y la acompaña a la clínica donde ella vivirá lejos de él. Allí la deja y allí Fiona, sin la imagen del amor de Grant en su memoria desnutrida, se enamora de otro hombre. Es alguien recuperado por un viejo recuerdo de la infancia, un recuerdo que no se ha comido la ardilla. Es un hombre que le coqueteó cincuenta años atrás, en ese tiempo que para ella el Alzheimer ha convertido en un ayer inmediato. El tiempo vence y es vencido. Fiona se entrega a esa nueva ilusión. Grant los observa. Impotente para recuperar su amor, ayuda a Fiona a seguir en ese amor, que ya no es el suyo, para que ella, que es su amor único, tenga esa ilusión de inmortalidad, esa última felicidad. Grant se hace héroe en ese gesto. Es un héroe del amor.
Busco en mi pasado un gesto heroico de entrega. No encuentro nada. No hay hechos heroicos en este matrimonio de veinte años. Sólo la persistencia del amor, que nos ha salvado de la miseria del tiempo. La película corre créditos. Tengo la copa de vino en la mano. Afuera ha vuelto a nevar. Mi esposa sigue inalterada en el rectángulo de luz. Te amo, le digo. No contesta. Te amo, insisto. Pongo la almohada cerca de la pantalla y me acuesto a su lado. Contemplo agradecido su rostro. No soy un héroe de amor, lo sé. No quiero serlo. Sólo soy el hombre que no quiere vivir lejos de ella.

(c)Óscar Osorio


Colombia


Acerca del autor:


Óscar Osorio. La Tulia, Valle, Colombia, 1965. Es profesor Titular de la Universidad del Valle y es candidato a Doctor en el Ph.D. in Hispanic and Luso-Brazilian Literatures, del Graduate Center (CUNY), New York. Ha publicado los libros: La balada del sicario y otros infaustos (2002), Historia de una pájara sin alas (2003); La mirada de los condenados (2003); Poliafonía (2004); Violencia y marginalidad en la literatura hispanoamericana (2005); Hechicerías (2008); El cronista y el espejo (2008), que obtuvo el XXXII Premio Cáceres de Novela Corta, España 2007; Una porfía forzosa (2012). Hace parte de las antologías Encuentro 10 poetas latinoamericanos en USA (2003); Cali-grafías la ciudad literaria (2008); Voces y diferencias. Poesía (2009); Voces y diferencias. Relatos (2010). Es coautor de los libros Nueva novela colombiana (2004) y Yo hablo, tú escuchas, ella lee, nosotros escribimos, una pedagogía compartida (2007). También ha publicado ensayos, crónicas y poemas en revistas como Poligramas de la Universidad del Valle, Hybrido de New York, Con-textos de la Universidad de Medellín, Ciberayllu adscrita a la Universidad de Missouri (USA), Letras Hispanas adscrita a la Universidad de las Vegas (Nevada, USA), Revista Cronopio, Letralia, Aurora Boreal.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Lamento por Manuel Araya* - Reinaldo Edmundo Marchant

La vida es un milagro* - Fabián Ramella

Desarme - Araceli Otamendi