Reinaldo Edmundo Marchant - La mesa del escritor
La mesa del escritor
La mesa del escritor es de madera rústica.
Está ubicada hacia un rincón del cuarto. En la cubierta hay manchas de café, anotaciones crepusculares, un par de pensamientos, esa caja de cartón con manuscritos, y lápices, abundantes lápices de distintos colores.
El entorno se halla rodeado de libros, enciclopedias, Biblia de distintos credos, y una fotografía pegada al marco, imagen del creador junto a dos hermanitos, en demostración de una niñez pobre, en aquel campamento de ranchas y banderas chilenas, donde sobresalía un letrero instalado con decisión sobre la tierra, pregonando un mensaje henchido de coraje: "Los de aquí no se rinden".
Al centro de ese universo, cual sol esplendente asomando en medio de la bruma, luce la máquina manual de pulsar. Es de color incoloro. De cinta minúscula y teclado cuyas letras están gastadas por los dos dedos que diariamente la acarician.
Nadie como esa máquina lo conoce más. Sabe de sus pesquisas elevadas, llantos, sufrimientos y aquellas esporádicas alegrías que él desprende cuando nace un párrafo con un material que antes ignoraba.
Sin noción de la tarea del día, se ubica al frente de aquel millonario arsenal.
Se acoda en el revestimiento. Medita, con la vista en otra latitud.
La silla de mimbre cruje. Afuera cantan unos pájaros. La mañana cae silente. Sus pensamientos salen a revolotear por el firmamento. Viajan a través de todo lo conjeturado. De pronto, cae una palabra. Luego otra (no se da cuenta). Sabe que en ese oficio nadie lo ayudará. Está desarrollando la labor más deshabitada del firmamento.
A nadie podrá contar siquiera un segundo detalles de ese viaje; pocos lo entenderán, lo tomarán por humorista, irresponsable, un ocioso que evita ser funcionario público.
El mundo avanza por otros cauces y él ahí, en un rincón clandestino, entrometido en un paraíso recóndito donde no llega la policía ni los acreedores. Se sabe una especie de delincuente, misántropo, un parasito de la sociedad combatiendo contra las caudalosas oportunidades de un planeta que se describe lleno de oportunidades.
El anafe no calienta la habitación. El frío cala los huesos. Se restriega inconsciente los pies. Inserto en otra región, su hábitat natural deja de existir. Lo envuelve otra temperatura. Un universo que ignora revolotea en su corazón. Se sumerge en abstracción. Es criatura muerta por un breve intervalo. Debe ser así, transportarse. Ha caído en dulcísimos ensueños. Lo inmediato no importa. Ahí dejó de ser un ciudadano común, inscrito en los registros estatales. Con derecho a sufragar y a pagar impuestos.
No se acuerda de sí mismo.
Pierde noción de su nombre, de su familia, de todo.
Ha penetrado al escenario de la creación. Donde no hay trampas ni malhechores. Por donde caminan duendes y sueños imposibles. Descendió a la verdadera democracia literaria. Abandonó a un tal Gumersindo Cáceres, su nombre de pila. Ahora comparte destino con seres de carne y huesos que pinceló sin saber por qué y para qué.
En esos mundos a veces se encuentra con la persona que añora y con una cosmografía que lo acoge en su imperfección.
El viaje es difícil pero no largo. Es bello aunque instantáneo. Puede durar apenas unas horas. Enseguida viene el duro despertar. Todo quedó retratado en un par de párrafos. O líneas.
Al despertar, no puede entender quién escribió en su ausencia. Alguien tecleó sin duda su máquina, dirigió su vida, agitó las manos y dejó caer en su mente la coordinación de párrafos.
Suda. El corazón palpita como si viniera de una sufrida carrera por los jardines de la montaña.
Piensa: no existe otra fantasía más fascinante que aquel viaje por los frondosos senderos de la imaginación. ¡Si uno viviera adherido a esa extensión infinita!
Hasta que aparece el hambre, la sed, las ganas de un estimulante; llegó el frío que no pudo enmascarar con la llamita del anafe. Queda sin fuerzas acodado frente a la máquina de escribir. Deberá aguardar otra nueva jornada. Lo peor: ahora hay que salir al mundo. Ese que apresuradamente avanza a contrapelo, con señales satelitales y comunicación virtual.
Observa por la ventana los acelerados pasos de transeúntes que tienen ojos y no ven, tienen oídos y no escuchan; tintinea el ruido de los vehículos. Sospecha que es un pájaro cazado.
A lo lejos un perro ladra al viento, ¡qué bella música!
Lentamente ordena hojas, quita el aroma y la naturaleza de los otros escenarios que pernoctó. Tarea inútil como ineficaz: ¡se nota en apariencia que pertenece a rincones inaccesibles!
Aprendió, en su sencillo taller de jornalero, que sólo basta tener un lápiz y unas carillas para describir lo que antes ningún ser humano había sembrado.
Con esas herramientas elementales, más un corazón dispuesto, puede entregar lo que quizás ansiosamente buscan sus sentimientos: ¡compañía!
(c) Reinaldo Edmundo Marchant
Santiago de Chile
El cuento La mesa del escritor ha sido publicada con la autorización del autor y de la editorial Amanuense
Comentarios
Abel Espil
Enver joseph