Ángel Brichs
Castillos y leyendas
Vagando un día por un bosque hallé un castillo. Las madreselvas y zarzales lo envestían de pleno y la piedra, casi destruida por los años pasados pictográficamente, la ceñían de un rojo violeta oscuro.
Entré en el patio, el cual, lleno de escombros era donde se había derramado sangre de guerreros y mortales indefensos en saqueos y sitios. Pero ese castillo no; estaba conservado como si un vulgar fregón estuviese limpiándolo día y noche (pero sólo la parte de la antecámara). Candelabros había por todos lados, y no normales sino con una incrustación de marfil y bronce tallado a la piedra y en cuanto a las almenas, estaban cubiertas por una serie de nidos de aves que qué se yo cómo eran...
Mirando el castillo se me hizo de noche y aún el ocaso solar ni había la luna alcanzado su cenit cuando una columna de murciélagos surcó el aire con impetuosa algarabía. Iba sólo y me había perdido. Naturalmente me refugié en la torre más alta; lo que me encontré era increíble, una mesa de tallado barroco y copas de fino coral; de manjar, ¿qué sé yo?, viandas, tocinos y corderos asados; en definitiva, mi boca era agua y mis dientes felinos.
Miré atrás y sin levantar la más mínima sospecha me encontré en la mesa dos hombres; uno vestía con sedas de oriente y el otro, extravagante en exceso, vestía ropa dorada y cuyas miradas, con sonrisas enigmáticas, encantaban.
El de la derecha debía ser el paladín y el otro un rey.
Mis ojos de fríos pasaron a cálidos, no podía ni con apenas una subjetividad engañosa comprender lo que me ocurría, me levanté y me encontré en mitad del camino que me conducía a mi pueblo. Yo expliqué la historia y me miraron como un excéntrico hipócrita.
(c) Ángel Brichs
Cataluña - España
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Este relato forma parte del libro“CUENTOS DEL LIMBO”.
imagen: Roberto Rossi, Mesa exhuberante, muestra en el Museo de Arte Hispanoamericano Isaac Fernández Blanco, Buenos Aires.
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