Ahora sin árbitro - Jota Eme Salcedo Picón

 

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Jesús Manuel Salcedo Picón 

El señor Piero nunca supo cómo ni desde dónde se produjo el golpe que lo derribó, el primero de muchos. Venía muy cansado de su larga carrera, casi sin descanso, de un extremo a otro, como siempre. En un segundo, y aún escuchándose los terribles rugidos del león de la barra brava, insultando y jurando venganza, en el mismo segundo del primer puntapié, perdió el equilibrio y ambos talones se toparon con el breve brocal de la callejuela. La tanda le venía de todas partes, cayendo alevosamente. Eran varios sujetos sobre él, asesando un hálito terrible de alcohol y droga. Un alud de oscuras ofensas, ininteligibles para él, formaban para sus atacantes, formidables desahogos de ira incontenida desde aquel último silbato. Antes de detenerse su respiración, pudo impedir que sus recuerdos se quedasen en ese funesto día. Se fueron al día de su nervioso debut en las mayores, rugiendo su corazón al ritmo del momento. Y más allá aún. Ahogándose ya en su sangre y sin aire en sus pulmones, se fue a su última nostalgia y se vio cuando la federación a la que pertenecía lo había admitido al cargo.

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Esos hombres formaban parte de una violenta cofradía que existía desde hacía tiempo. Pandilleros a la sombra de la fuerza generada por la ausencia de acción de las autoridades, que nunca quisieron verla más allá de ser jóvenes inestables congregados alrededor de gritos de batalla, ruido ensordecedor y rondas nocturnas en bares y tugurios de última fama. Sí, con el tiempo degeneraron hasta llegar a ser un gran círculo – no eran pocos – de delincuentes con dinero, con patente de corso para las bestiales irrupciones que solían ejecutar en sus nichos. Salían a golpear a otros, palos, bastones de golf, bates en mano, sin sentir el menor remordimiento, sobre todo cuando se disponían al ritual de ingreso de algún nuevo integrante. O cuando uno de sus miembros pasaba de una jerarquía a otra dentro de la insana horda. Sus víctimas predilectas eran inmigrantes, musulmanes o negros, quienes, pasando el Mediterráneo, ilegales siempre, se adentraban de ciudad en ciudad hasta alcanzar el norte, donde aquellos bárbaros de fronteras adentro, los esperaban ansiosos. Pero esta vez los cofrades se cubrieron de gloria - decían – liquidando a quien vieron como causante de su gran derrota y humillación. Eso fue al término del partido, cuando el graderío devino en dos belicosos bandos, ciegos y vueltos hacia la más abyecta condición. Una humillación, allí, en su ciudad, en su sede, en su origen.

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El veterano árbitro había expulsado al guardameta del Liverpool, el apuesto y muy espigado Al Becheir, quien viendo en desventaja a su equipo, entró en desesperación y se le pudo ver en una actitud no del todo nueva y muy hostil hacia los contrarios. Se le vio así cuando éstos se aprestaban a disparar al arco, en la terrible tanda de penaltis. Becheir se acercó al arquero contrario, quien iba a ejecutar su disparo frente a la meta y entonces, en forma amenazadora, se agarró las pelotas con ambas manos.

No pudo ser peor. Las barras callaron por un instante, sólo para respirar y renovar sus escalofriantes chillidos. Y el árbitro, sin dudarlo, se aproximó y con un gesto enérgico e inapelable, sacó la roja. Faltó muy poco para que la turba derribara el estadio, tal era el ruido de mil pies pateando en el graderío. Una hecatombe. Los golpes contra el piso eran una serpiente que bajo la corteza terrestre se agitara rabiosa y desesperada, sintiéndose amenazada. De su escamoso lomo provenía aquel temblor inenarrable que parecía poner en duda todo cálculo de resistencia de materiales.

El escenario parecía fisurarse. El ruido servía de acicate a la furia, bajo tierra y sobre ella. Adictos a la violencia grupal, semejantes espectadores parecían en efecto, emergidos del averno, desde el manto de sial de ninguna parte, en llamaradas tras la presión del juego. Había sido demasiado esta vez.

La horda también era inapelable en sus ejecuciones. Apenas ni vieron finalizar los tiros al arco de su propio equipo. La tarjeta roja en la mano derecha del árbitro fue lo último que vieron los cien mil ojos inyectados de sangre, saltando fuera de sí. Según su venenosa visión, la tarjeta los condenaba a un funesto bicampeonato, vergonzoso, penoso… Es que la palabra penalti viene de pena, de castigo para quien contraviene la regla. Eso fue lo que vieron; así lo asumieron, así lo creyeron y lo hicieron verdad; su verdad. No vieron que su equipo erró dos disparos, lo que marcó el triunfo indudable del Manchester City. La serpiente no vio, sólo se agitó compulsa y emergió de cada uno. O de algunos.

Los bravos de las tribunas no se retirarían. Y seguían insultando, violentos entre ellos mismos, incluso. Tampoco los fanáticos del equipo visitante podían salir. No temían por sus vidas porque gozaban de su triunfo ante su eterno rival. Pero con su exacerbada celebración no hacían otra cosa que agregar ira a la barra derrotada.

Cuando las fuerzas del orden llegaron a empeorar la situación, siete de aquellos hooligans salieron. Su superior, un corpulento pelirrojo llamado Clarence Penn, hijo de escoceses, por cierto, no pasó por alto que todo aquello podía ser una ocasión inmejorable para probar al muy joven novicio del grupo, el impresentable Gaston, de apenas dieciséis años de edad, siempre ansioso de alguna oportunidad para ascender dentro del peligroso grupo.

- ¡Vayamos por aquí! – gritó Penn. Y los otros seis, incluido el tal Gaston, lo siguieron farragosamente, abriéndose paso entre el tumulto que casi los engulle.

Y lo alcanzaron en esa calle cercana al estadio. Una calle solitaria y sin fanaticada donde hubo de transcurrir aquello. Catorce pies, catorce shoots, mil penales. Los de ese día habían sido los últimos para él. Hecatombe. Viva el fútbol por siempre.

Aquellos hooligans habían dado muerte a Piero Collins, uno de los mejores árbitros del mundo, escogido por la FIFA para aquella ardiente y esperada final.

 

(c) Jota Eme Salcedo Picón

Mérida, mayo de 2025

Venezuela

Jota Eme Salcedo Picón (Jesús Manuel Salcedo Picón), Caracas, Venezuela, 1959.

Profesor jubilado de la Universidad de Los Andes, Mérida, Venezuela. Historiador y Doctor en Ciencias Sociales, especialidad en Criminología y maestría en Ciencias Políticas. Amplia experiencia de enseñanza en educación superior y en manejo de proyectos de investigación científica en sus áreas de especialidad. Enseñanza de redacción de textos científicos para publicación en revistas especializadas. Ha dirigido seminarios sobre penas alternativas a la prisión y sobre el delito en la literatura universal. Publicaciones en revistas especializadas del área y en revistas literarias electrónicas como Letralia y Letrarium. Tiene publicado El control social en perspectiva histórica, en dos ediciones. Creador y administrador del blog salkedus.com sobre literatura y música.

 

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