Ciudad de paso - Diego Rodríguez Reis

 

 

 

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Diego Rodríguez Reis








Me llegan noticias (por medio de una de mis tías) de que en Ingeniero Durand están construyendo una estación. Una estación ferroviaria o de colectivos, no especifica. Una terminal. Un doble punto de llegada y de partida. Qué raro, pienso yo. Hace escasos tres meses pasé por Ingeniero Durand y ni atisbos se veían de dicha estación. De dónde salió. Aparte, en qué espacio, lugar físico localizarla. Ingeniero Durand es chico: un mercadito de ramos generales, un surtidor de combustible y algunos locales de venta de artesanías agotan todas sus posibilidades urbanas.

Otra cosa. Nadie llega, como punto de destino final, a Ingeniero Durand; paralelamente, nadie sale de Ingeniero Durand, como punto de origen de su viaje. Es, apenas, una ciudad de paso. Para qué gastar recursos, gastarse en instalar una estación de nada en una ciudad destinada tan sólo a pasar.

Más factible (y hasta interesante) se me hace la idea de que la construcción de esa dichosa estación sea la punta de lanza, de avanzada, de un intento de instalar a Ingeniero Durand en un improbable mapa turístico provincial, anque nacional. Lo cual me lleva a reconsiderar algo que he notado desde siempre en Ingeniero Durand, ahí, a mitad de camino, yendo hacia las sierras o volviendo a la costa. Hay algo extraño, incómodo, excéntrico en el modo de comportarse de la gente de Ingeniero Durand, los lugareños. Artificial. Falso. Como si hubiesen iniciado recién, hace ínfimos segundos la acción desplegada ante los ojos del eventual recién llegado.

Pregunto: ¿y si no hubiese, en realidad, ningún verdadero poblador local en Ingeniero Durand? ¿Si todos fuesen actores, gente a sueldo que elabora simulacros de acción ante los visitantes? Ello explicaría su singular apatía, la enfática indiferencia que aplican a sus actos. Ya fuere circular en bicicleta, hacer un pozo o efectuar cualquier transacción monetaria, hay algo inquietante, una sensación de fugacidad que sobrevuela sus acciones, lo cual se explicaría si entendemos que el aparente poblador (el improbable puentecerense) acaba de manotear la pala apenas vio llegar el colectivo, que el niño bajará inmediatamente de la bicicleta e irá a tirarse a la sombra a descansar toda vez que hayamos abandonado el pueblo.

Lo que se es, se es sin esfuerzo. La mentira, la impostura cansa.

―Siempre la posibilidad más sencilla ―dice mi mujer, irónica, no sé si admirada o hastiada.

―Todas las posibilidades son complejas. No hay un discurrir simple, tranquilo de las cosas ―le digo―. Si por la medida de lo posible fuese, el mundo no habría avanzado un miserable milímetro.

―No entiendo lo que decís― pone los ojos en blanco.

Digo que el salto grande está entre el cero y el uno, una de mis frases de cabecera. Que si desde algún ministerio provincial o estatal quisiesen establecer (de forma geográfica y definitiva en el mapa) a un lugar tan materialmente muerto como Ingeniero Durand, la vía más efectiva (y la más barata, claro) sería, a mi humilde entender, contratar (¿cuántos?) un centenar, dos centenares de actores desempleados que se ocupen de instalar la idea (de antemano inaudita) de que en Ingeniero Durand vive gente de verdad, de que en un lugar así alguien (más inaudito aún) puede llegar a ser feliz algún día.

El segundo paso de ese oscuro y malévolo plan sería fomentar una falsa imagen de pujanza, de progreso. ¿Cómo? Construyendo, o mejor aparentando construír cosas (escuelas, hoteles, edificios públicos), efectuando múltiples y vistosas ampliaciones en el impostado e inútil municipio, y (enfatizo) inaugurando repentinas estaciones.

―¿Y para qué alguien haría algo así? ―pregunta mi mujer, intentando llevar el discurso definitivamente a un plano condicional, abstracto. La traigo de nuevo a la realidad, al mundo de los seres vivos, racionales, complejos.

―¿Cómo para qué? Para atraer inversiones, para marcar agenda, para crear discurso. Lo que se denomina comúnmente pura especulación. Nunca mejor utilizada esa palabra, en todo su esplendor etimológico ―Sentencio―: Ingeniero Durand es una ciudad especular.

Recuerdo un episodio (en apariencia ingenuo,aislado) y que en su momento me pareció tonto, insulso, meramente incómodo. Bajo del auto a estirar las piernas, clásica y única actividad que uno suele realizar de paso por Ingeniero Durand. Una pelota cae cerca mío. Se la devuelvo al evidente dueño, un nene de unos siete, ocho años. Muy limpio, demasiado.

―¿Cómo te llamás?

No me responde.

―¿A qué estás jugando?

Me mira como quien miraría a un marciano. Un marciano que bajó de un auto a estirar las piernas.

―No estoy jugando.

Entonces (o después) pensé esto: que en una ciudad de paso nadie tiene nombre, no importan los nombres. Los nombres ubican, localizan, definen. ¿Qué pueden importar los nombres en un lugar donde todo es fugaz? Lo definido quedó atrás, o está allá adelante.

―No estoy jugando.

Ahora le creo.

Me viene a la memoria ese cuento de Cortázar donde un tipo dice: “Nadie huye de los pueblos, y por eso los pueblos triunfan”. Pienso en esos pueblos imposibles, donde la gente del lugar no se va y, además, llegan constantemente nuevos pobladores inmigrantes. Si Ingeniero Durand es (pretende ser) la postulación ideal de semejante caso, Aguada del Manso (nuestra ciudad) es el caso exactamente inverso: todos huyen, nadie llega para compensar esa ausencia. Esto es, sencilla y exclusivamente, un punto de origen.  Cuántos mansenses desparramados por el país, el mundo acaso. Ninguno vuelve.

De repente, desde esa perspectiva, no se me hace tan mala, tan triste, la imagen de Ingeniero Durand. Al menos, hay movimiento allá, en su futuro, no del todo afectado. En un par de años (¿diez, quince?) las inversiones deseadas llegarán al fin, más tarde o más temprano, las construcciones especulares se trocarán oportunamente en edificios contantes y sonantes. Y los actores actuales serán gradualmente reemplazados por verdaderos y flamantes pobladores de Ingeniero Durand.

Mi mujer va levantando la mesa. Me quedo un rato con la copa de vino en la mano, demorando el trago final.

―¿Llamó Ernestito hoy? Me pareció que hoy a la siesta hablabas con alguien.

La respuesta demora unos segundos más de lo estrictamente necesario.

―No, cielo. Creo que la última vez fue en la Navidad. Pobre, estudia tanto...

Apuro el último sorbo de cabernet. Me levanto y voy a pararme frente a la biblioteca (serán unos cinco mil volúmenes), esperando encontrar algo nuevo, o algo que haya leído hace tanto tiempo que me parezca otra vez nuevo.

Cansado de antemano, agarro un libro al azar. Cuánto silencio hay de repente en la casa. No sé si esto último lo pienso o lo digo en voz alta.

No estoy tan seguro de que Ingeniero Durand no pueda llegar a ser (en un futuro acaso no demasiado remoto) un lugar lindo para vivir.

 

Diego Rodríguez Reis. Escritor, Profesor en Lengua y Literatura, y Especialista en Ciencias Sociales con Mención en Lectura, Escritura y Educación. Desde 2010, eligió como lugar de residencia la ciudad de Villa La Angostura. Ha publicado nueve libros de narrativa y poesía. Textos suyos han integrado publicaciones de Argentina, Chile, Brasil, Colombia, México, Estados Unidos, España y Alemania. Ha participado, como autor, co–autor, corrector o editor, en la publicación de más de setenta obras de ficción y no ficción. Se ha desempeñado como jurado en diversos concursos, tales como las convocatorias del Fondo Editorial Rionegrino, la Editora Municipal Bariloche, la Editora Cultural Tierra del Fuego y el Premio Internacional Itaú de Cuento Digital. Formó parte del Centro Editor Municipal de San Martín de los Andes e integró el Consejo Directivo del Fondo Editorial Neuquino. Dicta Talleres de Escritura Creativa. Co-dirige el sitio La zona (crítica y ficción).

(c) Diego Rodríguez Reis

Villa La Angostura

Provincia del Neuquén

Argentina  

“Ciudad de paso” integra el volumen Argentinos a las cosas, de Diego Rodríguez Reis. El libro obtuvo la Mención Especial del Jurado, integrado por Esther Cross, Silvia Hopenhayn y Federico Jeanmaire, en la edición 2024 del Concurso Nacional de Cuento y Poesía “Adolfo Bioy Casares”, organizado por la Municipalidad de Las Flores a través de la Secretaría de Educación.

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