Ciudad de paso - Diego Rodríguez Reis
imagen generada por IA |
Diego Rodríguez Reis |
Otra cosa. Nadie llega,
como punto de destino final, a Ingeniero Durand; paralelamente, nadie sale de
Ingeniero Durand, como punto de origen de su viaje. Es, apenas, una ciudad de
paso. Para qué gastar recursos, gastarse en instalar una estación de nada en
una ciudad destinada tan sólo a pasar.
Más factible (y hasta
interesante) se me hace la idea de que la construcción de esa dichosa estación
sea la punta de lanza, de avanzada, de un intento de instalar a Ingeniero
Durand en un improbable mapa turístico provincial, anque nacional. Lo cual me
lleva a reconsiderar algo que he notado desde siempre en Ingeniero Durand, ahí,
a mitad de camino, yendo hacia las sierras o volviendo a la costa. Hay algo
extraño, incómodo, excéntrico en el modo de comportarse de la gente de
Ingeniero Durand, los lugareños. Artificial. Falso. Como si hubiesen iniciado
recién, hace ínfimos segundos la acción desplegada ante los ojos del eventual
recién llegado.
Pregunto: ¿y si no
hubiese, en realidad, ningún verdadero poblador local en Ingeniero Durand? ¿Si
todos fuesen actores, gente a sueldo que elabora simulacros de acción ante los
visitantes? Ello explicaría su singular apatía, la enfática indiferencia que
aplican a sus actos. Ya fuere circular en bicicleta, hacer un pozo o efectuar
cualquier transacción monetaria, hay algo inquietante, una sensación de
fugacidad que sobrevuela sus acciones, lo cual se explicaría si entendemos que
el aparente poblador (el improbable puentecerense) acaba de manotear la pala
apenas vio llegar el colectivo, que el niño bajará inmediatamente de la
bicicleta e irá a tirarse a la sombra a descansar toda vez que hayamos
abandonado el pueblo.
Lo que se es, se es sin
esfuerzo. La mentira, la impostura cansa.
―Siempre la posibilidad
más sencilla ―dice mi mujer, irónica, no sé si admirada o hastiada.
―Todas las posibilidades
son complejas. No hay un discurrir simple, tranquilo de las cosas ―le digo―. Si
por la medida de lo posible fuese, el mundo no habría avanzado un miserable
milímetro.
―No entiendo lo que
decís― pone los ojos en blanco.
Digo que el salto grande
está entre el cero y el uno, una de mis frases de cabecera. Que si desde algún
ministerio provincial o estatal quisiesen establecer (de forma geográfica y
definitiva en el mapa) a un lugar tan materialmente muerto como Ingeniero
Durand, la vía más efectiva (y la más barata, claro) sería, a mi humilde
entender, contratar (¿cuántos?) un centenar, dos centenares de actores
desempleados que se ocupen de instalar la idea (de antemano inaudita) de que en
Ingeniero Durand vive gente de verdad, de que en un lugar así alguien (más
inaudito aún) puede llegar a ser feliz algún día.
El segundo paso de ese
oscuro y malévolo plan sería fomentar una falsa imagen de pujanza, de progreso.
¿Cómo? Construyendo, o mejor aparentando construír cosas (escuelas, hoteles,
edificios públicos), efectuando múltiples y vistosas ampliaciones en el
impostado e inútil municipio, y (enfatizo) inaugurando repentinas estaciones.
―¿Y para qué alguien
haría algo así? ―pregunta mi mujer, intentando llevar el discurso
definitivamente a un plano condicional, abstracto. La traigo de nuevo a la
realidad, al mundo de los seres vivos, racionales, complejos.
―¿Cómo para qué? Para atraer
inversiones, para marcar agenda, para crear discurso. Lo que se denomina
comúnmente pura especulación. Nunca mejor utilizada esa palabra, en todo su
esplendor etimológico ―Sentencio―: Ingeniero Durand es una ciudad especular.
Recuerdo un episodio (en
apariencia ingenuo,aislado) y que en su momento me pareció tonto, insulso,
meramente incómodo. Bajo del auto a estirar las piernas, clásica y única
actividad que uno suele realizar de paso por Ingeniero Durand. Una pelota cae
cerca mío. Se la devuelvo al evidente dueño, un nene de unos siete, ocho años.
Muy limpio, demasiado.
―¿Cómo te llamás?
No me responde.
―¿A qué estás jugando?
Me mira como quien
miraría a un marciano. Un marciano que bajó de un auto a estirar las piernas.
―No estoy jugando.
Entonces (o después)
pensé esto: que en una ciudad de paso nadie tiene nombre, no importan los
nombres. Los nombres ubican, localizan, definen. ¿Qué pueden importar los
nombres en un lugar donde todo es fugaz? Lo definido quedó atrás, o está allá
adelante.
―No estoy jugando.
Ahora le creo.
Me viene a la memoria
ese cuento de Cortázar donde un tipo dice: “Nadie huye de los pueblos, y por
eso los pueblos triunfan”. Pienso en esos pueblos imposibles, donde la gente
del lugar no se va y, además, llegan constantemente nuevos pobladores
inmigrantes. Si Ingeniero Durand es (pretende ser) la postulación ideal de
semejante caso, Aguada del Manso (nuestra ciudad) es el caso exactamente
inverso: todos huyen, nadie llega para compensar esa ausencia. Esto es,
sencilla y exclusivamente, un punto de origen.
Cuántos mansenses desparramados por el país, el mundo acaso. Ninguno
vuelve.
De repente, desde esa
perspectiva, no se me hace tan mala, tan triste, la imagen de Ingeniero Durand.
Al menos, hay movimiento allá, en su futuro, no del todo afectado. En un par de
años (¿diez, quince?) las inversiones deseadas llegarán al fin, más tarde o más
temprano, las construcciones especulares se trocarán oportunamente en edificios
contantes y sonantes. Y los actores actuales serán gradualmente reemplazados
por verdaderos y flamantes pobladores de Ingeniero Durand.
Mi mujer va levantando
la mesa. Me quedo un rato con la copa de vino en la mano, demorando el trago
final.
―¿Llamó Ernestito hoy?
Me pareció que hoy a la siesta hablabas con alguien.
La respuesta demora unos
segundos más de lo estrictamente necesario.
―No, cielo. Creo que la
última vez fue en la Navidad. Pobre, estudia tanto...
Apuro el último sorbo de
cabernet. Me levanto y voy a pararme frente a la biblioteca (serán unos cinco
mil volúmenes), esperando encontrar algo nuevo, o algo que haya leído hace
tanto tiempo que me parezca otra vez nuevo.
Cansado de antemano,
agarro un libro al azar. Cuánto silencio hay de repente en la casa. No sé si
esto último lo pienso o lo digo en voz alta.
No estoy tan seguro de
que Ingeniero Durand no pueda llegar a ser (en un futuro acaso no demasiado
remoto) un lugar lindo para vivir.
Diego Rodríguez Reis. Escritor, Profesor en Lengua y Literatura, y
Especialista en Ciencias Sociales con Mención en Lectura, Escritura y
Educación. Desde 2010, eligió como lugar de residencia la ciudad de Villa La
Angostura. Ha publicado nueve libros de narrativa y poesía. Textos suyos han
integrado publicaciones de Argentina, Chile, Brasil, Colombia, México, Estados
Unidos, España y Alemania. Ha participado, como autor, co–autor, corrector o
editor, en la publicación de más de setenta obras de ficción y no ficción. Se
ha desempeñado como jurado en diversos concursos, tales como las convocatorias
del Fondo Editorial Rionegrino, la Editora Municipal Bariloche, la Editora
Cultural Tierra del Fuego y el Premio Internacional Itaú de Cuento Digital.
Formó parte del Centro Editor Municipal de San Martín de los Andes e integró el
Consejo Directivo del Fondo Editorial Neuquino. Dicta Talleres de Escritura
Creativa. Co-dirige el sitio La zona (crítica y ficción).
(c) Diego Rodríguez Reis
Villa La Angostura
Provincia del Neuquén
Argentina
“Ciudad de paso” integra
el volumen Argentinos a las cosas, de Diego Rodríguez Reis. El libro
obtuvo la Mención Especial del Jurado, integrado por Esther Cross, Silvia
Hopenhayn y Federico Jeanmaire, en la edición 2024 del Concurso Nacional de
Cuento y Poesía “Adolfo Bioy Casares”, organizado por la Municipalidad de Las
Flores a través de la Secretaría de Educación.
Comentarios