El cristo bebedor - Diego Rodríguez Reis


 


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Diego Rodríguez Reis 



“No reducirse a una obra; sólo hay que decir algo que pueda susurrarse al oído de un borracho o de un moribundo”

E. M. Cioran, Del inconveniente de haber nacido

 

Se despierta, ni tarde ni temprano, una luz mínima entrando a través de la persiana. Estira el brazo bajo la cama, manoteando en el vacío, encuentra la botella. Le queda menos de la mitad. Pega un trago largo, para despabilar. Piensa, intenta pensar, hasta que lo vuelve a ganar el cansancio, el aburrimiento. Se duerme con la botella entre los brazos.

Vuelve en sí algunas horas después. Ya decididamente de noche: la oscuridad y el silencio se inundan, se mezclan, son la misma cosa. Con los dientes, destapa la botella. La empina, apenas primero, del todo después, hasta agotarla. Habrá que levantarse nomás, piensa. Va, descalzo, hasta la cocina. Tantea de memoria en el bajo mesada, hasta que da con una botella solitaria. Aún una botella más, la última en toda la casa. La palpa, comprueba dos cosas: es de cerveza, está tibia. La destapa, golpeando el pico secamente contra el borde de la mesada de falso mármol. De un trago, limpio, le vacía un cuarto de contenido. Vuelve a la pieza despacio y se tira en el colchón. Todo esto a oscuras.

Se queda prontamente dormido. En el sueño, lo visitan voces antes que imágenes. La voz de la Chana, irrecuperable en la vigilia, revestida de una nitidez, una claridad intolerable. Levantate Rubén, le dice, ya llegaste Rubén, le pregunta. Y a dónde va y de dónde viene es algo que escapa a su conocimiento inmediato dentro del sueño. Se va y llega a la casa, supone, y la Chana hace la comida, eso seguro, se oyen los ruidos de ollas, platos, cubiertos. Después, todo eso es ahogado por los gritos de la revuelta, el paro, los tiros, las corridas. Vamos, corran carajo, y ahora qué Rubén, ahora a esperar, muchachos, hay que aguantar nomás.

Se despierta envuelto en sudor. Un sudor que en la turbia oscuridad de la madrugada refulge, lo hace fulgurar, un fulgor azulado. Se mira largamente las manos. Pega unos tragos, los últimos, y sigue mirando, adivinando, ahora el techo, las paredes, la ventana clausurada.

Con la primera luz, se oyen ya los primeros pasos. Se queda quieto, inerte, no quiere respirar. Tose, no puede contenerse.

―Rubén ―dice la voz afuera.

No responde.

―Rubén ―repite la voz. Su nombre le suena extraño de repente, ahora. Rubén: le suena a nada, a algo redondo, vacío, hueco.

―Los muchachos estamos donde el Turco Aladín, Rubén ―hay duda, miedo, tristeza, apretados en esas pocas palabras―. Lo mejor va a ser que estemos todos juntos, por si llegan a caer de vuelta los otros.

Algo en esa frase lo activa, sin embargo.

―Traé vino ―grita, acaso demasiado fuerte.

―¿Qué? ―pregunta el otro.

―Vino ―vuelve a quebrarse en una tos―. Tengo sed. Traéme vino.

Un silencio hondo. Los pasos van y vienen, dan vueltas. Después, se alejan. El Rubén se encerró, piensa. Se encerró el Rubén: así han de haber dicho, así han de estar diciendo ahora, así han de decir después.

Al rato, se escucha una carrerita, que corta el silencio de la mañana. Un chico, el pibe de Cansino, seguro. Deja algo en el suelo, toca la puerta y sale rajando. Él se acerca despacio, agachado, apoya la oreja contra la madera, escucha, huele. Nada.

Abre rápido, manotea la damajuana, la arrastra adentro y cierra la puerta. La damajuana está por la mitad, no se arriesgaron a mandarle una llena. Desesperado, sin levantarse, saca el corcho y la empina. El vino le salpica la cara, el pecho. Bebe largamente. Se acuesta en el piso, todavía algo fresco, todavía no aprieta la bruta calor de enero.

El día avanza lerdo, pero pesado, denso. No sabe qué hora es, pero es temprano todavía. Le queda de tiempo, al menos, lo que le queda de líquido a la damajuana. Después, más tarde o más temprano, habrá que salir.

No quiere pensar en eso. Se serena pensando en la Chana: la Chana rezaba, razonaba, rumiaba. Él no: el determinismo, el instinto arremetedor. En seis fugaces diapositivas ve la sequía, la ida, la vuelta, las lluvias, la fiebre, el entierro de la Chana.

Y después esto: las nuevas costumbres, los días obstinados, la rabia, el insomnio.

Casi se duerme. No puede, no siente ya más sueño en el cuerpo, todo es ese suave sopor insoportable, la duermevela del despierto de prepo. Sigue tomando, ahora con ímpetu. De eso lo distrae de vuelta la voz.

―Los muchachos están cansados de esperar, Rubén. Hay que hacer algo, rápido.

Putea, bajito.

―¿Hoy qué somos? ―pregunta, en voz demasiado alta.

―Sábado.

Se rasca la cabeza, frenético.

―Entonces deciles que yo dije que se tomen el día ―grita, pasa el dedo por el pico de la damajuana y lo chupa―. Que nos vemos el lunes en el laburo, deciles.

―No jodas, Rubén ―un golpe duro, aturdidor, contra la puerta―. El aserradero cerró, lo cerraron ―pausa, más miedo, más tristeza, más duda―. Se están yendo, se están llevando todo ―y el deber, estricto―: Hay que pararlos.

Otra puteada, más fuerte, más prolija.

El otro no espera, las cosas no esperan.

―El negro Sifuentes está organizando a la gente, armando a la gente. Ya está todo.

Casi todo.

―Te estamos esperando a vos, Rubén.

Se escucha un roce, la mano acariciando, royendo la puerta. Enseguida, el peso del hombre contra la madera. Después, esa presión afloja, los pasos se alejan, se pierden.

¿Será el mediodía? Hay mucho sol ya, demasiado, pasa a través de los postigos tapiados desde adentro, lanza unas tiras de luz contra el suelo, divide, define el espacio.

Tendría que haberse ido en la noche, cuando había tiempo. Irse a cualquier lugar, a ningún lugar. Agarrar esos pesos que le ofrecieron y perderse lejos. Ahora ya es tarde. Otro día no van a aguantar éstos. Y él tiene que ir con ellos, tiene que ir adelante de todos.

La piedra que pega en la puerta lo hace volver en sí. La segunda, que rompe el vidrio de la ventana, le dice que la cosa va en serio.

Se decide. Liquida de un trago todo el vino de la damajuana y se levanta. Abre la puerta y sale. El sol cae vertical, geométrico, cartesiano. Se queda unos segundos en el umbral, la mano haciendo un cono de sombra sobre la frente. Después, avanza, tambalea, da unos pasos.

Ahí nomás, la multitud informe, sin rostro, aguardando esa respuesta que él acaso no sabrá dar.

 (c) Diego Rodríguez Reis

Villa La Angostura

Provincia del Neuquén 

 

Diego Rodríguez Reis. Escritor, Profesor en Lengua y Literatura, y Especialista en Ciencias Sociales con Mención en Lectura, Escritura y Educación. Desde 2010, eligió como lugar de residencia la ciudad de Villa La Angostura. Ha publicado nueve libros de narrativa y poesía. Textos suyos han integrado publicaciones de Argentina, Chile, Brasil, Colombia, México, Estados Unidos, España y Alemania. Ha participado, como autor, co–autor, corrector o editor, en la publicación de más de setenta obras de ficción y no ficción. Se ha desempeñado como jurado en diversos concursos, tales como las convocatorias del Fondo Editorial Rionegrino, la Editora Municipal Bariloche, la Editora Cultural Tierra del Fuego y el Premio Internacional Itaú de Cuento Digital. Formó parte del Centro Editor Municipal de San Martín de los Andes e integró el Consejo Directivo del Fondo Editorial Neuquino. Dicta Talleres de Escritura Creativa. Co-dirige el sitio La zona (crítica y ficción).

 

“El cristo bebedor” integra el volumen Argentinos a las cosas, de Diego Rodríguez Reis. El libro obtuvo la Mención Especial del Jurado, integrado por Esther Cross, Silvia Hopenhayn y Federico Jeanmaire, en la edición 2024 del Concurso Nacional de Cuento y Poesía “Adolfo Bioy Casares”, organizado por la Municipalidad de Las Flores a través de la Secretaría de Educación.

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