Ángel Balzarino



El largo viaje de la  señorita Malbrán


         Habíamos ido a la estación media hora antes de la llegada del tren, como si por nada del mundo quisiéramos perderlo, prácticamente todos los habitantes del pueblo enterados de la partida de la señorita Malbrán.  Y algunos por cierto tímido afecto, otros por una encarnizada aversión, la mayoría por viva curiosidad, fuimos cubriendo los espacios del andén que poco a poco resultaron insuficientes para albergar a tantas personas.
         Ella había contribuido para que ocurriera así,  varias semanas antes, al encender una llama excitante cuando, con tono despectivo, dio el aviso una tarde en el almacén del turco Fazuli:
-Ésta será una de las últimas veces que compraré aquí.
-¿Por qué, señorita Malbrán? ¿Acaso no está conforme?
-No se trata de eso.  Es que debo viajar -la breve pausa pretendió incentivar la expectativa-. Me voy a la Capital.
Sobrevino un azorado silencio.  El dueño del negocio, detrás del mostrador, y las cuatro mujeres que estaban eligiendo mercaderías o hablando entre sí, volvieron la mirada hacia ella, en actitud de clara interrogación.  Demasiado insólita la noticia como para ser admitida llanamente.  Ella jamás había traspuesto el perímetro del pueblo y durante los últimos años ni siquiera abandonaba la deteriorada casa paterna, salvo para comprar alimentos o ir a la iglesia o asistir a algún velatorio, casi sin hablar con nadie y gobernada siempre por una inexplicable premura, al parecer sin el menor interés por otro objetivo que permanecer recluida en su austero confinamiento.  No contestó las premiosas preguntas -si había decidido efectuar un paseo, si tenía algún familiar enfermo, si pensaba mudarse del pueblo-, ni tampoco se preocupó en mirarlos. Ajena, cayendo en el árido mutismo que le era habitual, continuó la tarea de recoger los paquetes amontonados sobre el mostrador y ponerlos en su canasto de mimbre.  Después sacó un billete de la cartera y se lo tendió al hombre; sin agradecer recibió el vuelto, hierática, parsimoniosos los ademanes, sin duda perfectamente estudiados para tornar más enrarecida la atmósfera o divertirse con el juego fascinante de ser el foco central de la atención.  Por fin, llevando el canasto rebosante de mercaderías, se encaminó lentamente hacia la puerta de salida; antes de trasponer el umbral, volvió la cabeza hacia ellos -quietos, a la espera, desconcertados-  y entonces dijo a modo de saludo:
         -Voy  a la Capital para casarme.
Fue el punto de partida, la declaración de esa especie de fiebre que habría de propagarse por todos los rincones de La Florida, afectando a hombres y mujeres, en un ineludible contagio que provocaba estupor, un raudal de bromas hirientes o franco rechazo. Ella tuvo el cuidado de aseverar en diversos sitios su firme determinación, tal vez para desvirtuar los maliciosos rumores:  la tienda donde adquirió una nutrida gama de vestidos, blusas y medias; eligiendo con voluptuosa lentitud los anillos de compromiso en la joyería de Galarza,  mientras la risa inusual celebraba los comentarios sobre la boda; la peluquería en la que, el día anterior al establecido para el viaje, se hizo lavar, teñir y peinar el cabello de modo más suelto, sin la rigidez con que solía aplastarlo, dándole un leve acento juvenil.  Pero sin duda la nota más destacada fue dada por el brillante y descomunal cartel que la única inmobiliaria del pueblo, la de los Hermanos Cripasi, colocó frente a su casa para anunciar que estaba en venta.
        Y ya no quedaron dudas.  La novedad, que nos costó asimilar, tuvo la virtud no sólo de agitar la opaca rutina del pueblo, sino también confirmar otra cosa: el fin de una leyenda.  Sí.  La leyenda creada por la sempiterna soltería de Leticia Malbrán.  Porque ya era algo consentido de manera tácita, afianzado en toda la gente con el vigor de una poderosa raíz hundiéndose cada vez más en la profundidad de la tierra, que ella nunca iba a casarse. De las incontables causas que procuraban dar asidero a esa convicción, coincidíamos en una: el alejamiento de Héctor Arancibia.  El día en que partió hacia la Capital pareció iniciarse el derrumbe de ella.  No pudo aceptar la separación. Habían crecido juntos, felices de compartir el bullicio de los juegos, asistiendo a la escuela en el mismo grado.  Con el correr de los años llegó a tener una evidencia casi transparente el hecho de que entre ellos prevalecía algo más que el afecto de hermanos o de simples amigos.  La costumbre de verlos sentados en la plaza absorbidos por diálogos confidentes, tomando helados o yendo al cine una vez por semana, sirvió para despertar una corriente de simpatía, gratificados por saberlos tan dichosos, seguros de que la única meta para ellos era el matrimonio.

Por eso la ruptura tuvo un efecto tan demoledor.  Sin explicación razonable.  Una burla o golpe traicionero para todo el pueblo que parecía haber estado involucrado en la perfecta y armónica relación de los dos.  Surgieron múltiples conjeturas. ¿Era la consecuencia de una pelea? ¿El viaje de él representaba la búsqueda de mejores posibilidades para construir un futuro sólido y beneficioso? ¿Tenían planeado reunirse muy pronto?  Inútil.  No llegamos a descifrar el verdadero motivo.  Pero poco a poco se impuso una artera revelación: que él había roto para siempre con Leticia Malbrán. Y pasivamente nos convertimos en testigos del progresivo desmoronamiento de ella.  Sin querer o poder evadirse, como si desde entonces -perdido el sostén, la gozosa compañía de él- no estuviera en condiciones de llevar a cabo ningún esfuerzo o tímida protesta y simplemente se limitara a vegetar en un estado de apatía y resignación. Aunque andaba por los veintisiete años, un tenaz envejecimiento pareció desgastarla día a día;  también el carácter,  jovial y propenso  a la risa fácil, sufrió un cambio, se hizo adusto y aun hostil en las cada vez más raras ocasiones en que hablaba con alguien o visitaba algún negocio.
         -A esa muchacha le pasa una sola cosa: no puede reponerse del primer fracaso de amor -comentaba con frecuencia Cayetano Ulloa, en rueda de amigos o ante los clientes que iban a su comercio-.  Necesita alguien que le brinde amparo.  Un hombre fuerte y seguro.  Como yo.
         Jactancioso, casi disfrutando de antemano el inefable sabor del triunfo, poco a poco se dedicó a conquistarla gobernado por una dosis de constancia y entusiasmo similar a la que lo asaltaba cuando alguna operación comercial le prometía sabrosos dividendos.  Sin duda hacía mucho tiempo que era atraído por ella; pero la cercana presencia de Héctor Arancibia la transformó no sólo en una figura remota, desalentando sus afanes, sino tal vez más codiciada, embriagadora, que avivaba el deseo y los sueños por poseerla.  Por fin, al quedar el camino libre de obstáculos, él creyó tener la alentadora oportunidad de efectuar un promisorio y decisivo ataque.
Comenzó a visitarla.  Quizá tuvo el apoyo o la velada complicidad de los padres de ella.  Eran viejos amigos de Ulloa y por apego o más bien admiración hacia ese hombre maduro, de honorable conducta, dueño de una de las rentas más ostensibles del pueblo, llegaron a considerarlo el mejor candidato para su hija. Así, todas las noches, por espacio de dos o tres horas,  todos sabíamos   donde  encontrarlo: su reluciente   Mercury permanecía   detenido  frente a la casa de los Malbrán.  Y aparte de saber que iba allí para cenar y  también   hablar  con  inocultable orgullo de sus cualidades morales   ventajosa   posición  económica,   no   tanto    por convencer a los padres sino tratando de deslumbrar a ella, todo lo  demás quedaba en el terreno de vagas suposiciones. Las  cosas  marchan   bien, pero lentamente, apenas decía él como escueta referencia. No  obstante, el paso del tiempo pareció demostrar que  alcanzaría  su  propósito, pues iba adquiriendo el carácter de sombra protectora de Leticia Malbrán.  Tal vez la muerte de los padres contribuyó a ubicarlo en tan destacado  lugar, por ser la persona que ella tuvo más cerca para refugiarse del dolor   el desamparo.  Y si bien en los diversos sitios donde se los veía  juntos  ella siempre denotaba un aire retraído, casi olvidada de  él,  todos arribamos a la certidumbre de que se casarían muy pronto.
         Nos equivocamos.  El final surgió sorpresivo y contundente.  Fue Gonzalo Barcia quien, al pasar una noche delante de la casa de los Malbrán, se convirtió en casual testigo de lo ocurrido: los dos enfrentados, profiriendo a gritos mutuos insultos y recriminaciones, hasta que ella penetró en la casa con un portazo y él se alejó a pasos rápidos y un murmullo de agrias palabras.  El hecho, el desarrollo de la disputa, se expandió por el pueblo. El propio Ulloa lo ratificó, sin  duda por impulso del inesperado fracaso, con la amargura y resquemor de haber sido rechazado por esa mujer a la que no vacilaba en considerar presa de un grave delirio, incapaz de razonar, trastornada por el abandono de Héctor Arancibia.  No exageraba. Reflejó cierto desequilibrio en el modo incierto de marchar por las calles, desdeñosa de cuanto pasaba a su alrededor, rehuyendo el acercamiento con cualquier persona.  Después de pelearse con Ulloa, ya ningún hombre quiso correr el riesgo de conquistarla.  Y por elegir la soledad, austera y cada vez más lacerante, poco a poco tuvimos la seguridad de que estaba condenada a una soltería irremediable.
         Hasta que, de improviso, un día algo nos hizo presentir un  cambio: el  regreso de Héctor Arancibia.
         Aunque obedecía a un suceso familiar -la muerte de la madre-, casi nadie dejó de relacionar su nombre con el de Leticia Malbrán.  Los ocho años de ausencia no consiguieron borrar el  jubiloso tiempo que habían vivido juntos y enseguida creció la expectativa por el reencuentro.  No supimos si pudo concretarse. Las sospechas y comentarios sirvieron para crear un clima de rara perturbación,  como si todo lo vinculado con ellos ejerciera una desusada influencia sobre los habitantes del pueblo y ninguno podía permanecer indiferente.  Después que él volviera a la Capital, ella se encargó de revelar  la incógnita. Impetuosa, sin la menor inhibición, con el alborozo habitual de muchos años atrás, pregonó abiertamente la noticia: que se habían encontrado y hablado largamente y se iban a casar dentro de un mes.  Nos costó admitirlo.  Sin embargo, en el curso de los días, varios hechos parecieron desvanecer todo rastro de duda e incredulidad: el semanal envío de  una carta para él: la puesta  en venta de su casa; la adquisición de ropa y objetos personales.   con la ferviente esperanza de que al fin todo quedara esclarecido, nos encontramos de modo tumultuoso en la estación el día fijado para la partida de ella.

Una mujer distinta.  Sorprendente, casi desconocida.  Así la consideramos cuando, apenas cinco minutos antes de salir el tren,  la vimos aparecer.  Se levantó una exclamación en la que se confundían la perplejidad, el alivio, la súbita admiración.  Sin ninguna huella de la figura gris y desvalida que habíamos observado durante los últimos años.  Luciendo un espléndido vestido claro, el cabello arreglado con esmero y buen gusto, un vivo color rosado realzando la belleza del rostro.  Y presurosamente, la sonrisa convertida de pronto en extraña nota de fortaleza, cruzó entre las personas y subió al tren sin mirar a nadie en especial, sino más bien deslizando los ojos sobre el conglomerado de manera altiva, displicente, plena de la soberbia de quien se siente superior o victorioso. Y eso nos cohibió: la certidumbre de ser ferozmente menospreciados por ella. Abochornados, nos limitamos a mover las manos o pronunciar alguna simple palabra a modo de saludo, mientras el tren se alejaba y ella permanecía en el recuadro de la ventanilla, orgullosa de exhibirse en una especie de pilar inaccesible, ya ajena de todos nosotros.
         Y esa escena fue el medio que desde entonces sirvió para evocar o referirse a la señorita Malbrán. Mucho más que todo lo conocido sobre ella durante los treinta y cinco años que vivió en el pueblo.  No por el señorial porte físico, sino por la actitud desafiante, plena de aire vengativo.  Sin duda feliz por tener al fin la oportunidad de relegar para siempre el cúmulo de bromas y vituperios que debió soportar por su casi invencible soltería.
         Todo quedó develado bruscamente.  Al cabo de dos meses.  Comprobamos la engañosa trampa que nos había tendido, la burla obtenida por el plan urdido con morosa dedicación, durante días y noches de vigilia, llena de resentimiento.
         Aquella tarde en que llegó al pueblo Héctor Arancibia para concluir los trámites por la herencia de la madre. Lo acompañaba una mujer, joven y desconocida, a la que presentó como su esposa.

© Ángel Balzarino

Rafaela, Provincia de Santa Fe
Argentina

imagen: Rosemarie Trockel,S/T , 1996  fotografía tipo C (de la muestra en la Fundación Proa)

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