Araceli Otamendi
Elsa
¿Había un gato encerrado? Seguramente sí. Aunque nadie podía asegurarlo. Miré por la ventana, la inundación había llegado a los autos y el auto estaba casi flotando. Me acerqué al vidrio y lo vi, estaba en la luneta trasera: el gato estaba en el auto, maullaba como un condenado. ¿Cómo no me había dado cuenta antes?
El silencio de la noche no se había interrumpido hasta ese momento. Llamé entonces a mi vecina, Elsa quien se ofreció a acompañarme a rescatar el gato. Elsa era la única persona a la que yo conocía en ese edificio al que me había mudado hacía unos pocos días. Fue la única vecina que asomó la cara cuando llegué ahí y se presentó.
Elsa era una mujer que había pasado por muchas cosas en su vida, buenas y malas, comentaba, y siempre estaba dispuesta a dar una mano a los demás, porque entonces, claro, los demás le podrían dar una mano a ella, cuando lo necesitara. Porque en la gran ciudad, es así, decía. Nadie se conoce con nadie. Nadie sabe quién sos vos ni vos sabés quién es el otro.
Elsa tenía en su haber varios hijos, varios maridos, varios novios, varios amantes, varios divorcios, había probado fortuna en muchas cosas distintas y le había ido bien y mal, mal y bien, decía. Pero había vivido, aseguraba. Y eso era su mayor mérito, se sentía orgullosa.
Salimos las dos a la calle con botas de lluvia, impermeable, paraguas, pero era tarde: el auto se iba flotando como un bote, como una canoa en la inundación y nosotras desesperadas corríamos detrás de él, caminábamos por el agua hasta llegar a la zona más alta de la calle. Era de noche y las luces de la calle iluminaban el agua y todo parecía un espectáculo programado por algún loco. Entonces Elsa me dijo que lo mejor era ir en el auto de ella y correr hasta alcanzar el auto y rescatar el gato. ¿Cómo lo logramos? Sería para hacer el guión de una película de aventuras. Elsa manejaba bastante mal. Cuando el auto quedó varado en una esquina, nos detuvimos ahí, rompimos el vidrio y rescatamos al animal. En ese momento vi el miedo y la desolación asomarse a los ojos del gato. Volvimos a casa, ya era de día. El gato se acurrucó en un sillón y se durmió. Pero entonces Elsa se cobró todo lo que le parecía que debía cobrarse: varios cafés con leche y galletitas, un atado de cigarrillos rubios, una botella de agua mineral con gas, dos whiskys con hielo, una novela de Raymond Chandler y no sé qué otra cosa. Era poco por la hazaña de haber rescatado al gato. Le agradecí nuevamente la ayuda. Elsa volvió a su casa y yo me quedé en la mía. Y cerré los ojos, creía dormir. Pero no pude hacerlo por mucho tiempo. Los gritos de una mujer y un hombre discutiendo me despertaron. Decidí salir a ver qué pasaba. Los gritos provenían del piso de arriba, subí la escalera. La mujer gritaba y el hombre también, la discusión iba subiendo de tono. Cuando llegué a la altura del piso me asomé más. La puerta de uno de los departamentos estaba abierta. El hombre salió primero y se quedó de pie en la puerta, estaba en camisa, desarreglado, casi como descansando. La mujer salió entonces, empuñaba un revolver y el hombre dijo:
- ¡No, no! ¿qué hacés?
Ella apuntó el revólver a la cara del hombre y disparó una, dos, tres, cuatro, cinco veces. El hombre se desplomó.
Me quedé inmóvil hasta que reaccioné. Me llevé la mano a la boca, no podía creer lo que estaba viendo. Iba a llamar a la policía cuando la pareja se echó a reír a las carcajadas. Y en eso Elsa abrió la puerta del departamento y dijo: ¿otra vez ensayando?
- Sí – dijo el hombre, el estreno es dentro de dos días.
- Estamos un poco nerviosos – dijo ella.
Otra mujer se asomó detrás de esta mujer joven que todavía empuñaba el arma y saludó. La presentaron como Tita, directora de teatro. Creía recordarla de algún lugar, tal vez...
La miré a Elsa, esa mujer sabía todo lo que pasaba en el edificio y yo era nueva, hacía tan poco me había mudado…
Elsa me presentó a esa pareja de actores vocacionales que pretendían hacerse profesionales. Es escritora, dijo Elsa al presentarme, escribe novelas, policiales. El hombre y la mujer se miraron. Yo también los miré y sonreí. Me despedí nuevamente de Elsa y de los actores y de Tita y volví a mi casa. El gato dormía y ya había sol en el living, las plantas en el balcón estaban refulgentes, verdes, como una pequeña selva.
No había pegado un ojo, casi, en toda la noche. Cuando quise dormir sonó el timbre. Era Elsa. Se había olvidado las llaves del auto en mi casa. Qué rico olor a café, elogió. La cafetera eléctrica estaba encendida. Acordamos tomar un café y después seguir cada una en lo suyo. Elsa me hablaba, me comentaba acerca de esta parejita de actores jóvenes, no daban en la tecla con ninguna obra. Necesitaban un éxito de taquilla. No saben elegir, decía Elsa, tal vez vos podrías contarle algún argumento, hablar con ellos.
- Sin embargo son convincentes – dije. - Mirá que ví la escena y les creí, creí que efectivamente estaba frente a un asesinato.
- Porque lo estaban haciendo en su casa, que es donde ensayan. Hay que ver si convencen en el teatro, dijo Elsa. Tendré que ir a verlos, dije.
Después de tomar el café, Elsa volvió a su casa . No había cerrado la puerta cuando escuché ruidos en el pasillo. Arrastraban algunos muebles. Me asomé: seguramente se trataba de una mudanza. ¿Quién podía saber lo que estaba ocurriendo? No había duda. Marqué el número de Elsa. Se estaban mudando pero no eran nuevos en el edificio. Antes habían vivido en otro departamento, más grande. ¿Y por qué ahora, venían a vivir a uno más chico? No sé, dijo Elsa. Pero puedo averiguarlo.
Elsa los conocía desde hacía muchos años. Son una gente muy prolija, dijo Elsa, ponen fundas en los sillones y carpetitas en los muebles, así los definió.
Habrían pasado dos o tres horas, dormité en el sillón del living cuando me despertó el teléfono. La voz de Elsa dijo: convendría que los conocieras, nunca está de más conocer gente, son tus nuevos vecinos. Si querés a eso de las cinco, te aviso y vamos las dos, de paso conocés el departamento.
Está bien, contesté. A las cinco y cinco Elsa y yo estábamos frente a la puerta de los nuevos vecinos. No hizo falta tocar el timbre, la puerta estaba entreabierta, nos estaban esperando.
La casa parecía el galpón de trastos de una película antigua: sillones viejos enfundados con fundas aún más viejas y polvorientas cosidas a mano, cuadros que parecían de El Greco cubiertos de polvo y manchas, cajas de cartón con lámparas y pantallas abolladas. Nos hicieron pasar a Elsa y a mi pero no había donde sentarse: no hacía falta que hubiera un letrero prohibiéndolo. Una mujer mayor y una joven, seguramente la hija, componían el cuadro.
- Estamos aquí por unos días, no más – dijo la mujer mayor.
- Nos vamos enseguida, asintió la mujer joven.
Hablaban con acento que podía ser un castellano antiguo, o tal vez centroamericano, o tal vez sudamericano pero no argentino, no rioplatense, no parecían de aquí. Entonces les pregunté de dónde eran.
Me respondió la voz de un hombre, estaba ahí desde que habíamos llegado pero recién entonces se asomó: no somos de ningún lugar, dijo. Viajamos por el mundo, tenemos negocios, dijo.
- ¿Negocios? – pregunté.
- Sí, negocios, una cadena de restaurants, aclaró, en varios países.
- ¡Ah! – exclamé mirándola a Elsa.
- Me imagino que habrán venido unos días para descansar – dijo Elsa.
El hombre asintió con la cabeza, luego deslizó la mano por uno de los cuadros con un gesto que pretendía quitar la tierra acumulada.
- Usted sabe que en este tipo de negocios no se descansa – dijo el hombre. ¿Cuándo van a venir a conocer el nuevo lugar? abrimos el otro día – dijo el hombre.
- Me parece una gran idea – dijo Elsa. La acompañé con un gesto, una sonrisa de compromiso, y me disculpé. Deseaba irme de ese museo desde que entré. No había dormido en toda la noche. Abrí la puerta del departamento. El gato maulló al escuchar las llaves. ¿Podría dormir alguna vez? A esa hora ya no, la luz del sol atravesaba la persiana y formaba una escalera de luz en la pared.
Al lado de la cafetera brillaba algo rojo, de plástico. Era una agenda. La abrí, en la primera página, en letra de imprenta y tinta dorada decía: Elsa. Escuché entonces la chicharra del teléfono. Me senté en la computadora y empecé a teclear:
¿Había un gato encerrado? Seguramente sí. Aunque nadie podía asegurarlo. Miré por la ventana, la inundación había llegado a los autos y el auto estaba casi flotando. Me acerqué al vidrio y lo ví, estaba en la luneta trasera: el gato estaba en el auto, maullaba como un condenado.
© Araceli Otamendi - 2010
imagen;
Mimmo Paladino
Piccolo animale della notte, 1984
ó leo sobre tela y madera
cm 178x120
Colección Guntis Brands, Suiza
(de la muestra en la Fundación Proa)
imagen;
Mimmo Paladino
Piccolo animale della notte, 1984
ó leo sobre tela y madera
cm 178x120
Colección Guntis Brands, Suiza
(de la muestra en la Fundación Proa)
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