Tomás Juárez Beltrán
LA ALCANCÍA DEL AMOR
Luego de cruzar las Altas Cumbres comencé a descender hacia Mina Clavero. El tráfico vehicular era lento, el calor insoportable. Después de un control policial de rutina doblé hacia a Nono y al llegar al pueblo detuve la marcha en una estación de servicio.
Como la fila de automóviles que esperaban para cargar combustible era interminable, bajé de la rural con la intención de estirar un poco las piernas y caminé hacia un quincho de paja. Allí, sobre improvisados escaparates, ofrecían todo tipo de baratijas: jarrones de dudoso diseño indígena, gauchos de madera, llaveros con escudos municipales, ocarinas sin sonido y otras naderías.
Cuando estaba a punto de regresar a la estación, sobre una tabla de algarrobo a pleno sol de la siesta, observé cuatro chanchitos de cerámica que enfilaban sus perfiles porcinos hacia el cerro Champaquí. Era curioso, parecían pertenecer a una misma familia. El más grande encabezaba la fila y tras él, de mayor a menor, se ubicaban los demás: todos con hocicos achatados y el precio escrito con tiza sobre sus lomos.
Nunca me gustaron las artesanías. Sin embargo, no pude abstraerme de esos animalitos de barro cocido porque eran chanchitos alcancías que me remontaban a mi niñez, cuando el dinero tenía valor, cuando ahorrar era una sana costumbre argentina y esos cerditos con hendijas en sus lomos eran una caja de seguridad para la ilusión de mucha gente.
Habían pasado unos cinco minutos cuando la fila de automóviles comenzó a avanzar con rapidez. Advirtiendo que el precio de los chanchitos estaba borroso, apresurado, pregunté a la criollita que oficiaba de vendedora cuánto valían.
–¡Cuarenta, treinta y veinte! –me contestó con rutinaria monotonía.
–Déme el más chico y, por favor, envuélvalo con diarios para que no se rompa.
Inmediatamente, con el porcino capitalista bajo el brazo, corrí hacia mi automóvil y continué camino a San Javier hasta llegar a la hostería donde, año tras año, se sucedían mis ermitañas vacaciones dedicadas al avistaje de aves, mi pasatiempo favorito.
De regreso a Córdoba, decidí visitar a mi mujer y mis hijas en el Cerro de las Rosas, barrio donde residían. Como pasar a saludarlas me quedaba de paso, estacioné la rural frente al coqueto chalet y toqué timbre. Luego de cruzar algunas palabras de cortesía con la mucama y enterarme de que estaban en el cine, seguí viaje hacia Cabana…
Mis primeros años de matrimonio habían sido desafortunados. Mi suegra, una persona rica acostumbrada a manipular a la gente con su dinero, nunca me quiso como yerno. Le parecía poca cosa para su hija, pero no le quedó más remedio que aceptar la situación cuando “apurados” decidimos casarnos. Yo intentaba terminar mi demorada carrera de agronomía y trabajaba como empleado en un vivero. A pesar de mis esfuerzos, la plata no alcanzaba y nuestras carencias familiares se resolvían con el dinero de mi suegra y la complicidad de mi mujer. El tormento finalizó cuando logré recibirme de ingeniero agrónomo y me ofrecieron hacerme cargo de una pequeña quinta, propiedad de unas tías solteras. Era una oportunidad que no dejaría pasar, para eso había estudiado tantos años. Así fue como decidí dar rienda suelta a mi flamante profesión.
–No hace falta que se vayan a vivir al campo, yo siempre voy a ayudarlos –llegó a decir mi suegra la noche anterior a nuestra partida mientras mi mujer hacía las valijas de mala gana.
Al principio mi familia me acompañó y el cambio de vida fue total, mis hijas estaban contentas y yo también. Sin embargo, con el tiempo, mi mujer decidió regresar a la casa de su madre. Las excusas fueron siempre las mismas: la distancia, la inseguridad, la falta de transporte, la tensión alta de mi suegra o la alta atención que mi mujer debía prestarle. Como era de esperar, no quise dar el brazo a torcer y ocurrió lo inevitable: la impensada separación se prolongó en el tiempo y terminó siendo definitiva. Así siguieron las cosas hasta el día de hoy: ellas en la ciudad y yo en el campo.
Mi mujer dice que estoy totalmente loco y así lo expresa a quien quiera escucharla. En realidad llevo una vida aislada, casi solitaria, pero estar mal de la cabeza es otra cosa…
Llegué a la quinta con cierto desánimo. Sin embargo, una vez más, me alegré de haberme establecido en ese puñado de hectáreas fértiles al pie de las Sierras Chicas. Allí había logrado recuperar mi autoestima y poner en marcha un criadero de chanchos, una huerta regada por acequias y una fábrica artesanal de dulces en almíbar cuya producción vendía en verdulerías y despensas de Unquillo.
Lo primero que hice fue estacionar la rural en un galponcito contiguo a los chiqueros. Como estaba cansado, dejé algunas cajas con las compras realizadas durante las vacaciones para bajarlas al día siguiente.
Durante la noche un inesperado alboroto sobresaltó mi sueño; era un extraño golpeteo de chapas interrumpido por sollozos entrecortados. Acostumbrado al silencio, no pude menos que levantarme de la cama y, con las alpargatas calzadas a modo de chancletas, salir de la casa en busca de lo que había provocado mi desvelo.
Sigilosamente me acerqué al galponcito y una vez más escuché el barullo; sin dudas, provenía de la parte trasera de la rural. “Un gato montés, un zorrito”, pensé. Tomé un palo de escoba, abrí la compuerta de la rural y con el cabo intenté escudriñar entre las cajas.
–¡No me pegue, señor! –escuché decir con voz tenue.
Asustado, salté hacia atrás y amagando descargar un golpe, pregunté casi gritando:
–¡¿Quién anda ahí?!
Por unos minutos me mantuve en silencio en espera de alguna respuesta. Especulé que podía haber dejado la radio prendida o ser objeto de la broma de un vecino; pero no. Nada se movía, sólo acechaban la oscuridad y el temor a ser sorprendido por algo inexplicable. “Será cierto que estoy loco”, pensé por un instante…
Cuando logré tranquilizarme, recordé que dentro de las cajas de cartón estaban el chanchito de barro comprado en Nono y varios frascos con frutas en almíbar traídos con la intención de comparar su calidad con los que yo producía. Finalmente encendí la luz del galpón y, de manera cautelosa, volví a revisar el contenido de las cajas. Allí estaba la sorpresa: entre bollos de diarios destrozados, con una de sus patitas hacia afuera, el chanchito intentaba escapar de su acartonada prisión. Se lo veía asustado. Por el fuerte olor que salía del baúl, me di cuenta de que había hecho sus necesidades y su cuerpo apestaba.
–¡¿Qué hacés ahí, chanchito?! –dije sorprendido, sin reparar en la ingenuidad de mi pregunta.
–¡No me pegue, señor! Hace horas que estoy encerrado. Sólo he comido frutas en almíbar. Extraño a mi familia –expresó con chillidos sollozantes.
Refregué mis ojos y una vez más miré adentro del baúl. No había dudas: era el mismo chanchito comprado en Nono, del mismo color, con una hendija para monedas en su lomo, meneándose de manera ridícula.
Era curioso, sus ojitos brillaban en la oscuridad con la lividez propia de los que sienten tristeza. Yo lo sabía bien porque me pasaba a menudo; sobre todo en las mañanas crudas de invierno cuando, frente al espejo del baño, la soledad me hacía sentir todo su peso.
Pasado el susto inicial, observé que los movimientos del chanchito eran agraciados. Daba pequeños saltos y su colita parecía un sacacorchos de alambre que movía agitadamente.
La situación me causó gracia, a punto tal que no pude evitar reírme; fue allí cuando él comenzó a llorar de manera desconsolada.
Apenado, con cierta culpa, lo tomé entre mis brazos y, como si fuera un bebito, intenté sumergirlo en un tacho de agua con intenciones de bañarlo.
–¡No, por favor! ¿No ve que soy de barro? ¡Si me moja quedaré “piel y hueso”! –dijo secándose las lagrimas con sus pezuñas.
–Está bien. No llorés más, chanchito. Esta noche te quedarás en el chiquero y mañana hablaremos.
Luego de meterlo en el corral, le dejé una ración de maíz en uno de los comederos.
–¡¡No!! ¡¡Sólo me alimento con monedas!! ¿No vio lo mal que me hicieron las frutas en almíbar? –reclamó malhumorado.
Molesto por su actitud, pensé en pegarle un chirlo por malcriado pero preferí no alterarme. Finalmente, busqué en los bolsillos una par de monedas y se las introduje por el lomo. Agradecido, el chanchito sacó su lengua blanquecina, se relamió la trompa y pegando un salto se colgó de mis hombros para darme un beso. Fue algo inesperado. Confieso que en ese momento dejé de sentirme solo.
Así transcurrieron años de amistad y comprensión. Los domingos escuchábamos fútbol por la radio y jamás peleábamos. Tuvimos suerte: los dos éramos de Talleres. En invierno solíamos dormir juntos. Yo siempre lo abrazaba para que no tuviese frío y mantuviera su cuerpo caliente. Al principio me preocupé mucho por él, sobre todo cuando tenía que salir a vender productos de la quinta y debía dejarlo en el chiquero. En realidad, era un verdadero problema: los cerdos del corral lo rechazaban, no querían jugar con él, jamás le dirigían la palabra. Sentían celos porque, antes de ubicarlo en su rincón, yo acariciaba su lomo y le daba un beso en agradecimiento a sus invalorables servicios de ahorro y amistad.
Lamentablemente, las cosas buenas duran poco. El chanchito me dejó durante la crisis del 2001 cuando ya no tuve monedas para darle.
Provincia de Córdoba
Argentina
Tomás Juárez Beltrán nació en Córdoba, Argentina, en el año 1948. Sus cuentos, de apariencia simple y pueblerina, desnudan la condición humana en una sociedad conservadora y pacata que, a pesar de la modernidad, resiste los cambios y mantiene intacto su engreimiento doctoral. Obras completas en: www.secretosinsolentes.com
Comentarios