La vida es un milagro* - Fabián Ramella

Fabián Ramella

 


*El cuento La vida es un milagro del escritor argentino Fabián Ramella resultó finalista en el Tercer Concurso de cuento de tema libre "20 años de la revista Archivos del Sur"

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La vida es un milagro

Franco revisaba sobre el escritorio fotos viejas que su madre le trajo esa mañana.  Había encontrado una de cuando era muy pequeño, y se sorprendió ¡Cuanto se parecía a  Marquitos! Entonces sintió deseos de abrazarlo, hacía varios días que no lo veía, y lo  extrañaba tanto. La siguiente foto era más cercana, del año pasado. Estaban en una reunión  familiar, también estaba Iván. En aquel entonces aún se veía sano, fuerte y jovial. Sonreía,  y rebosaba de alegre juventud. Acarició la foto con sus dedos débiles y huesudos, luego se  tocó la cara demacrada, y en el espejo que colgaba de la pared, miró su aspecto sombrío.  Aunque lo intentó, no pudo contener las lágrimas. “¿Cómo pudo suceder?” se preguntó. De  pronto, volvió a surgir la molestia al costado derecho del abdomen. Se llevó la mano y  cerró los ojos. Respiró hondo. Segundos después, la molestia pasó. No dolió tanto esta vez. En ese momento se abrió la puerta de la habitación, era su madre. Le avisó que Iván  acababa de llegar. Franco miró con disimulo hacia la pared, y le hizo señas para que lo deje  entrar. Mientras ordenaba el escritorio, alcanzó a oír al otro lado de la puerta cuando su  madre le susurró a Iván que “hoy se sentía mejor”. Iván entró en la habitación, y Franco,  ayudándose con el bastón, se levantó de la silla y fue a abrazarlo. ¡Iván, amigo, qué bueno  verte! Hoy nos espera un gran paseo ¿eh? ¿Hace cuánto no vamos al río? ¿un año? ¿dos?  Seguro debe estar igual que siempre. En verdad estaba ansioso por que llegarás. Mientras  Franco hablaba entusiasmado, se sentó en su silla de ruedas. Iván lo llevó hasta el auto, y  antes de salir le avisaron a la madre que regresarían al anochecer.

Durante el viaje, Franco contemplaba el paisaje de la ciudad con la frente apoyada  en la ventanilla. Edificios. Árboles. Transeúntes. Puentes. Todo lo miraba con alegre  nostalgia. Desde hacía meses no salía más que para visitar médicos, y aquello era como  descubrir el mundo otra vez.

Cuando llegaron a la zona costera, Iván se internó entre las calles hasta estacionar  en uno de los parques que salían al río. Bajó del auto, ayudó a Franco a subirse a la silla de  ruedas y lentamente se acercaron a la orilla. El inmenso Río de la Plata se abría frente a

ellos. Sus aguas, como siempre, estaban calmas. Al horizonte, una línea recta dividía el  paisaje entre el río y el cielo. Un barco pasaba navegando por la zona. Durante largo rato  permanecieron sólo contemplando el río. Escuchando su murmullo. Su silencio. De a  momentos, surgían recuerdos de la infancia. Pero el río, el de entonces, ya no era el mismo.  Ellos tampoco.

—Hace tiempo no visitaba este lugar. —dijo Iván, rompiendo el silencio—. Me trae  tantos recuerdos.

—A mí también… —dijo Franco, aletargado—. Es curioso, últimamente paso gran  parte del día recordando mi infancia, o al dormir sueño con imágenes de la niñez.

Luego de una pausa, Iván preguntó:

—¿Cómo fue la visita de ayer con el médico?

—No hay mucho para decir. —respondió Franco, tras pensar unos segundos—. El médico nos mostró los últimos resultados de la biopsia. El tumor creció desde la última vez.  Ya no son dos años sino uno. Pero por sus gestos y el tono dubitativo de sus palabras,  deduzco que el tiempo es menos.

Iván cerró los ojos. Respiró hondo. Se mordió los labios.

—En verdad lo lamento, amigo… 

—No te preocupes. Estoy bien. Estaré bien. Dos años, un año ¿qué diferencia hay?  Trataré al menos de llegar a tu cumpleaños —dijo Franco en tono gracioso. Iván  permaneció serio.

Un viento cálido soplaba a su alrededor. Algunas gaviotas volaban en bandadas. La  bocina del barco atravesó el silencio para volver a ahogarse en la lejanía. Franco continuó:

—Es increíble como la vida te puede cambiar de repente. En mi caso, hice “todo lo  que había que hacer”: terminé la carrera, monté mi propia bicicletería, me enamoré de

Clara, nos casamos, tuvimos un hijo y ahora esperamos otro. Todo parecía marchar bien.  Pero un día te levantás, te sentís extraño y vas al médico. Preocupado, te manda a hacer  estudios, y al ver los resultados horas más tarde, te diagnostican cáncer. A partir de ese  momento, aunque estés en shock, aunque te cueste creerlo, ya nada vuelve a ser igual. Por  supuesto que desde el principio había esperanzas, siempre las hay. En mi caso busqué todos  los tratamientos que estaban a mi alcance, creía que yo podría entrar dentro de ese pequeño  porcentaje que logra salvarse. Pero el tiempo fue pasando, el dolor fue aumentando, y todo  lo que había construido en mi vida comenzó a desmoronarse. La bicicletería, los proyectos  de familia… los sueños, todo abandonado. Mi cuerpo se fue deteriorando y con treinta años  comencé a necesitar de un bastón. ¡Treinta años! —repitió, incrédulo—. No lo quería ver,  pero a medida que pasaba el tiempo la vida me iba mostrando su verdadera cara: mis días  estaban contados. Entonces: el temor, la duda. La desesperación. Ni si quiera pude  acompañar a clara durante el embarazo. Para qué te voy a mentir, la verdad es que… más  de una vez pensé en la idea de terminar antes con todo esto. Sin embargo —dijo, con  melancólica sonrisa— fue gracias a Marquitos, a Clara, a mi madre, a vos amigo, que  encontré un verdadero consuelo. La compañía de todos me reconfortó y me devolvió las  ganas de seguir viviendo.

En ese, momento Franco se detuvo. La molestia otra vez. Se llevó la mano a la  cintura haciendo una mueca de dolor. Iván le preguntó que sucedía, “es sólo una molestia”  respondió, haciendo un gesto despreocupado, pero el dolor aumentaba. Respiraba agitado.  Se inclinaba con disimulo. Gemía. Así estuvo durante unos minutos mientras Iván le  palmeaba la espalda. Poco a poco el dolor empezó a disminuir, hasta que logró recuperarse.  Franco le hizo un gesto de agradecimiento y continuó:

—Hace unos días, Marquitos quiso subirse sobre mí para jugar. Yo en ese momento  estaba débil y no podía sostenerlo, así que lo aparté. Entonces rompió a llorar. Traté de  abrazarlo, pero él me golpeó, y sin medir mi reacción lo empujé y él cayó al suelo. Al  instante me arrepentí, quise levantarlo, pero ya era tarde. Llorando asustado, huyó.  Pobrecito, él sólo quería jugar. Quería darme amor, y yo lo maltraté ¿entendés? ¡Lo  maltraté!

Ya sin poder continuar, Franco rompió en llanto. Iván, como pudo, intentó  consolarlo. Lo abrazó, frotó su espalda, y en tono de consuelo le dijo que no se preocupara,  que todo iba a estar bien, que Marquitos se asustó porque es chico, pero en el fondo  entiende. Franco se tranquilizó al sentir su contención.

—Gracias… —le dijo Franco—. Que suerte tenerte como amigo. Con vos siempre  puedo expresarme libremente. Con Clara… se ha vuelto un poco difícil. Al principio ella se  ocupaba de todo, era siempre cariñosa conmigo, me sentía realmente acompañado. Fue en  los últimos meses que nos distanciamos un poco. Hablamos casi todos los días, pero no  compartimos intimidad. Desde que me mudé el mes pasado a la casa de mi madre, los veo  sólo una o dos veces por semana. Lo sé, no había alternativa. Ella está de ocho meses, tiene  que hacerse controles casi todos los días hasta que el bebé nazca, necesita descansar y  ocuparse de Marquitos. Pero ¿Cómo no extrañarlos? Es tan difícil. Además, mi aspecto…  —se lamentaba, mirándose las manos—, la entiendo, ya no soy el mismo de antes. La  verdad es que siento vergüenza. Quisiera pedirle perdón por esto que me pasó, por dejarla  sola estando embarazada, por no poder envejecer junto a ella, como nos prometimos.

Iván le dijo que entendía su dolor, y le preguntó por qué no intentaba hablar con  ella. Peguntarle cómo se siente, hablar más sobre su embarazo, expresarle sus sentimientos.  Más allá de la enfermedad y la distancia, seguían siendo una pareja, un matrimonio, ambos  están viviendo cosas difíciles, y cada uno necesita afecto del otro. Lo más probable es que  ella también se sienta distanciada y necesite cariño y compañía. Si no hablan, no podrán  entenderse.

Franco escuchaba atento sus palabras. Cuando Iván terminó de hablar, Franco se  mantuvo callado y asintió para sí mismo esbozando una sonrisa.

Luego quiso cambiar el tema de la conversación, y empezaron a recordar anécdotas  de la infancia. El tono se volvió más alegre. Ambos reían, hablaban entusiasmados, y lo  hacían con tal sentimiento, que sus palabras resonaban en el aire como la melodía de un  violín. Así pasaron el resto de la tarde conversando de esas y otras cosas, y ya al caer el sol,  en un momento dado, callaron. Sólo se oía el murmullo calmo del río bajo el crepúsculo.

Algunas gaviotas volaban en bandadas. El contorno umbroso del barco fundía su sombra en  el horizonte.

—¿Sabés por qué te pedí venir a este lugar? —preguntó Franco, y sin esperar  respuesta, respondió— Porque me recuerda a un sueño que tuve ayer por la noche…

Iván le preguntó qué sucedía, y Franco, con la mirada aletargada, comenzó a relatar:

—El sueño transcurría en un inmenso mar. Yo navegaba en un bote, sabía que debía  llegar hasta una orilla, pero desconocía el camino. Estaba perdido, a la deriva. Alrededor  mío había otras personas navegando en botes similares al mío. Yo los saludaba y les  preguntaba el camino. Cada uno me indicaba un camino diferente, algunos iban en  caravana, otros estaban a la deriva como yo, pero la sensación era que nadie conocía el  camino verdadero. En un momento, noté entre la multitud un bote donde viajaba un  anciano. Se veía sereno mientras navegaba, y su imagen inspiraba sabiduría. Pensé que  quizá podría conocer el camino, asique le pregunte. “Debes seguir la estrella polar” me  respondió. Entonces miré hacia el cielo, pero allí estaba oscuro, no brillaba ninguna  estrella. Cuando volví la vista para preguntarle cómo podía encontrarla, el anciano ya no  estaba. Seguí avanzando en mi viaje sin saber hacia dónde ir. De pronto se levantó una  tempestad: debía atravesarla o moriría. Me aferré a mi bote, luche, resistí, hasta que la  tormenta pasó. Luego vino otra tempestad, y luego otra, y otra. Aunque estaba perdido, las  palabras del anciano resonaban en mi mente, “debes seguir la Estrella Polar”. Tenía fe,  sentía que debía continuar. Poco después, todo se calmó. El mar quieto, brillaba en azul  profundo. Miré mi reflejo en el agua, y mi aspecto era el de antes de enfermarme. Esto me  alegró. De pronto, sobre el reflejo apareció una estrella, luego otra y otra. El mar entero se  fue iluminando de millones de estrellas, el universo estaba reflejado allí. Yo miraba aquel  espectáculo asombrado, nunca había visto algo tan maravilloso. Entonces, noté una estrella  que brillaba por sobre las demás. Su luz resplandecía reflejada en el agua, parecía brillar  para mí, era la Estrella Polar. La seguí durante un largo viaje. El paisaje era hermoso, y  todo estaba inundado de una serenidad similar a la que transmitía el anciano. En un  momento del viaje, comenzó a llover. Cerré los ojos bajo la lluvia, y lo que vino luego ya  no fue una tormenta, sino una briza estival que acariciaba mi cara y mecía mi bote. Cuando

abrí los ojos, había llegado a la orilla. Allí otras personas me recibían con alegría. Se veían  felices, vestían bien, sonreían. Al bajar del bote, todos quedaron en silencio. Una niña se  acercó con un papel y leyó un poema que mi padre solía leerme cuando era adolescente…

Entonces Franco se detuvo. Titubeó, y antes de continuar extrajo de su bolsillo un  papel doblado y lo abrió. Con una expresión de arrobamiento, comenzó a leer despacio, en  voz alta:

… Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros

cantando;

y se quedará mi huerto, con su verde árbol,

y con su pozo blanco.

Todas las tardes, el cielo será azul y plácido;

y tocarán, como esta tarde están tocando,

las campanas del campanario.

Se morirán aquellos que me amaron;

y el pueblo se hará nuevo cada año;

y en el rincón aquel de mi huerto florido y encalado,

mi espíritu errará nostáljico…

Y yo me iré; y estaré solo, sin hogar, sin árbol

verde, sin pozo blanco,

sin cielo azul y plácido…

Y se quedarán los pájaros cantando.

Al terminar, todo estaba en penumbras. Franco apoyó el papel sobre el césped, un  viento sopló, y lo llevó volando como una hoja amarilla en otoño. Al levantar la vista, la  sombra del barco ya se había desvanecido.

Esa misma noche, ya de madrugada, Franco escribió en su Diario:

Hoy me sentí mucho mejor. Fuimos al río con Iván, y como siempre, hablamos de tantas cosas. Es un gran amigo. Y el paisaje era tan inmenso. Todo era silencio. Calma. El viento otoñal rosaba mi cara y podía sentir el aroma del río flotando en el aire. El sol, como un disco de fuego, descendía detrás nuestro dejando su estela violácea al horizonte.  La tarde fue corta ¡Pero ¡qué bien lo pasamos! Durante el viaje de regreso, pensaba en la  idea de que la vida de cada persona es similar a un barco que navega por el inmenso mar  de la vida, gritando para intentar hacerse escuchar, y buscando en el cielo la estrella que  lo guiará, por un horizonte incierto, hacia su destino.

Más tarde, en la casa de mi madre, me encontré con una sorpresa: Clara y  Marquitos habían venido a visitarme. Al cruzar el umbral de la habitación, Marquitos  corrió hacia mí mientras gritaba “¡papi, papi!” y me abrazaba con ternura. Clara estaba  sentaba en el escritorio, apenas iluminado por el velador. Sus ojos castaños, su cara  blanca, su pelo negro ondulado, su perfume, todo en ella parecía desprender un brillo  especial. Mágico. Me acerqué temblando de la emoción, y nos abrazamos con fuerza. Ella  también temblaba. Ninguno de los dos pudo contener el llanto, y aunque intentamos  disimularlo, Marquitos lo notó; él es muy astuto y entiende todo lo que sucede. Clara dijo  que no soportaban estar sin verme, que una vez por semana era muy poco y necesitaban  estar cerca mío. Luego me preguntó cómo estaba; entonces la tomé de la mano y le dije  que la amaba. Le dije lo mucho que me costaba estar lejos de ellos y le pedí perdón por no  poder acompañarlos. “Siempre nos estás acompañando con el corazón” dijo mientras me  acariciaba la mejilla. Luego me besó en los labios. ¡Qué momentos dichosos!

Como ya era de noche, Marquitos se quedó acurrucado bajo mi brazo durante mucho  tiempo. Esta vez pareció entender que yo no podía jugar con él y no insistió. Luego se  durmió. Cuando llegó la hora de marchar, entre mi madre y Clara lo llevaron hasta el  auto. ¿Existe algo más puro que el amor de un hijo? Jamás imaginé que podría recibir  tanto cariño de un cuerpo tan pequeño. Aun recuerdo esas pequeñas manos, su carita de  ángel, su cuerpito respirando. Clara prometió volver pronto, en un día o dos. Hubiese  dado lo que fuera porque se quedasen conmigo, pero lo entiendo… Pobre Clara, ella es  quien más sufre. Madre de un niño, en espera de otro, y yo… Pero tengo fe en ella, es una  gran mujer, fuerte, con un gran carácter y voluntad; podrá salir adelante y rehacer su vida. Si pudiese pedirle algo a Dios, sólo le pediría que Clara encuentre alguien que en  verdad la ame y la cuide como se merece.

Dios… Es curioso, en este último tiempo pensé bastante en Dios. Creo que, de algún  modo, buscaba una respuesta, una explicación… un rastro de su mística existencia en mi  vida. Y lo curioso, es que lo encontré, no en una imagen, o en la oración, sino en el amor y  la compañía de mis seres queridos.

Ahora, mientras escribo en la profundidad de esta noche, todo está en silencio, solo me ilumina la luz de una luna color miel. Veo las nubes pasar sobre la luna, y pienso en la  fugacidad de la vida, tan breve, como esas nubes que el viento trae, pasan y se disuelven, y  tan mística, como el cielo azul que siempre late por detrás.

Cierro los ojos, y veo surgir en mi memoria recuerdos de los momentos dichosos de  mi vida junto a mis seres queridos. Están junto a mí, puedo escuchar sus voces, sentir el  calor de sus cuerpos, sus manos tibias acariciándome. ¡Qué felicidad! Me aferro a  aquellas imágenes, tal vez esta sea la última noche y quiero permanecer despierto  recordándolas. Agradezco a la vida por todo lo que me ha dado, que es tanto, tanto…  Suspiro, y para mi sorpresa, el dolor ya no está. Sólo existe un sentimiento de dicha que  invade todo mi cuerpo, y entonces lo sé, puedo sentirlo en mi alma: la vida es un milagro.

© Fabián Ramella

Ciudad Autónoma de Buenos Aires

Fabián Luis Ramella (34), reside en Buenos Aires, Argentina, en el barrio de Caballito. Es escritor aficionado de cuentos y poesías. Algunas de sus obras fueron publicadas en antologías. Cursó Letras en la UBA, participó en diversos talleres de escritura y colabora en el proyecto cultural "Literatura para Vivir".

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