Carolina Pérez
Garganta del diablo - (c) de la fotografía Araceli Otamendi |
El viaje de Isabella*
El diablo enfurecido hace gárgaras con las piedras y expulsa su aliento fresco en forma de vapor.
El agua estalla contra las rocas y brama. En el horizonte, el cielo descarga relámpagos sobre el Iguazú.
Entrar en la Garganta del diablo con el farol de la luna llena, tiene el vértigo de la alucinación.
“El calor es inmenso. Hace meses que no llueve,” dijo la mujer y dejó un juego de toallas. La más nueva, todavía conservaba los hilos que dibujaban “Hotel Buen Día”.
Me acosté vencida por el sopor del mediodía. El último pensamiento que recuerdo, antes de abandonar la vigilia, fue “no sé cómo será Macondo, pero seguramente debe tener algo de este lugar... más allá de la soledad, claro”.
El sonido del viejo teléfono a disco me despertó. “Tiene una llamada desde Buenos Aires señora, es de parte de Carlos. Bueno señora, sí señora, le digo eso. No, el ventilador funciona, lo que pasa es que se cortó la luz. Disculpe señora”.
En busca de algo que produzca una sensación aunque sea parecida a la frescura, fui al parque y me zambullí en la pileta. Sentí que me hundía en una ciénaga de lodo tibio.
“Para ir a la ciudad se toma el micro amarillo que pasa por la ruta”.
“Dos con cincuenta”, me indicó el hombre con una camisa celeste, y cortó una tira de papel. Cuando arrancó, una nube de polvo inundó el ambiente.
“Disculpe, el centro dónde queda”. “Ya lo pasamos” dijo el señor, y me miró por el espejo.
Me bajé entonces en una calle desierta y caminé por sus veredas angostas. En una esquina leí FOTOCOPIADORA Y CONFITE ÍA. TENEMOS AIRE ACOND. Increíble, el lugar soñado se había materializado.
Entré y respiré profundo esa frescura que en Buenos Aires me secaba la garganta y los lagrimales, y se convertía así en objeto de rechazo. Qué extraña se puede volver la sensación del frío en una atmósfera que arde. Por momentos, parece que hasta la piel se olvida ese registro.
Pedí una cerveza y me acomodé en la silla como para quedarme un tiempo bastante prolongado. Cuando vi sobre la mesa el vaso biselado por el hielo, me apuré a probarla. Y sí, por fin ella estaba fría, o mejor dicho, en ese contexto, estaba helada. Ya entiendo la revolución que provocó la llegada del hielo a Macondo.
Recorrí como con pinceladas, una y otra vez, aquellas paredes verdes, las caras de los lugareños y la mesa donde dos viejos desplegaban un mapa. Las voces hablaban del clima, de la vida después de la represa, dos juegos doble faz, esto no es normal y una canción, decía cómo ganarse el primer millón, vaya consejos. Mientras tanto, terminé de a poco la cerveza. No quiero ser reiterativa, pero hasta la espuma estaba fría.
Pegado en el mostrador, descubrí un afiche “Visite cataratas en luna llena”, me gustaron esos dos sustantivos juntos. Buena combinación, pensé. Saqué la libreta, infaltable en el bolso de un periodista, y anoté el teléfono.
Con la luna alta y radiante, fui hasta la ruta y esperé el colectivo que iba “a cataratas”.
Una vez en el parque, me sumé al grupo que caminaba hasta la estación Central. El tren que nos internaría en la selva parecía el de una montaña rusa, y las indicaciones también, “no se puede sacar los pies ni las manos, arrojar objetos,” etcétera, etcétera.
Mientras tanto, una pareja de españoles me preguntaba por los indígenas y sus leyendas. En realidad, poco sabía de ese tema pero, hablando de historia, al menos podía mencionar a un coterráneo suyo.
- “En el circuito de las cataratas, hay una placa que recuerda el paso de Álvar Núñez Cabeza de Vaca ¿La vieron?”
- “¿Que recuerda a quién?”
Bueno, el olvido es un camino sin atardecer.
Cuando sonó el silbato, los vagones quedaron a oscuras y empezaron a moverse. La vegetación formaba un túnel que nos irradiaba humedad y frescura. Las luciérnagas eran los únicos puntos de luz intensa.
Nuestras pupilas se dilataron y se acostumbraron a un escenario de sombras y contornos. El movimiento alerta de los ojos y el despertar de los demás sentidos, reproducían, en algún punto, primitivas escenas que nos parecen enterradas, hasta que vuelven a emerger.
La española soltó por primera vez la mochila y envolvió con los brazos su panza en cuarto creciente. El hombre le cubrió la espalda a la mujer y escondió la linterna apagada entre las piernas como quien resguarda un arma.
Dicen que la adrenalina se puede oler, y es posible que de ser así, haya quedado flotando en el aire estancado de la noche. Y también es posible, que un animal que estaba al costado del camino, haya percibido este olor que me imagino picante e intenso.
¿A qué se le teme en la noche? ¿Qué es amenazante en ese lugar? ¿Cómo son los sonidos en la oscuridad? ¿Qué tan intenso es el quiebre de una rama en la penumbra?¿A qué huele el aire de la selva? ¿Cómo es al tacto, la piel humedecida con el rocío?¿Qué sentido toman los músculos en esta naturaleza? ¿Cómo se ven los ojos del otro en un escenario desconocido? ¿Qué valor tiene la luz? ¿Qué historias se habrán inventado en estas tierras para disipar los temblores?
Nos bajamos del tren y empezamos a transitar en fila por los senderos. Lejos, sobre un horizonte negro, se levantaba una nube iluminada por la luna.
Aceleramos los pasos en la dirección de esa boca que rugía. Caminamos hasta desembocar en una especie de balcón que nos ubicó en el epicentro del sonido.
Ella estaba ahí, intensa, poderosa, brutal. El sonido ensordecedor, nos decía que en esa garganta ya no había nudos.
¿Quién bautizó a esta criatura como Garganta del diablo? Quién logró nombrarla con tan sólo tres palabras. El diablo es un hombre, pero la garganta y las cataratas tienen la fuerza de una mujer furiosa que expulsa la espuma de la rabia.
Regresamos a la estación Central en silencio. Al bajar del tren, un camino de antorchas nos marcaron el sendero hasta una mesa vestida de blanco. “Felíz año nuevo”, dijo un señor con la tonada dulce de los misioneros. “Salud”, respondió un español, y chocamos las copas. Bienvenidos nuevamente al 2006.
En el trayecto de vuelta, cuando el colectivo salió a la ruta, el chofer abrió la puerta con la intención que circulara el aire. Sentimos que el viento que nos pegaba en la cara traía el olor de la tierra mojada. Un hombre con borceguíes, tradujo la sensación en un augurio.
En el hotel, me acosté y fijé la vista en el techo, ante tantos estímulos, necesitaba una pantalla en blanco donde descansar los sentidos.
Al día siguiente, me despertó un trueno que hizo vibrar la lámpara. Fui hasta el comedor y vi a través de las ventanas que la gente se reía y levantaba los brazos.
Salí al parque descalza y sentí la humedad del pasto. Levanté la cabeza, cerré los ojos y dejé que las gotas me mojaran la cara. “Es una bendición”, decía la mujer de la recepción, “una bendición”. Noté, por primera vez, que las chicharras habían dejado de gritar.
Al entrar a la sala, nos repartieron tohallones blancos que enseguida se tiñeron de rojo, con el barro de los pies. Me acerqué a un hombre que intentaba encender un cigarrillo y le pregunté si sabía cómo llegar a la frontera.
- “La verdad es que no sé ¿Un cigarrillo?”
- “Bueno, gracias”. Hacía años que no sentía el sabor incomparable del tabaco.
-“Señora, tiene una llamada desde Buenos Aires, es de parte de Carlos”.
Miré la lluvia que golpeaba contra el cristal, mi mano que sostenía el cigarrillo largo y fino y, en segundo plano, los pies descalzos del hombre.
- “Dígale que ya no estoy en este lugar”.
(c) Carolina Pérez
La Plata
Provincia de Buenos Aires
*El viaje de Isabella - autora: Carolina Pérez (1978) resultó finalista en el Concurso Leyendas de mi lugar, mi pueblo, mi gente - Segunda Edición (2010), organizado por la revista Archivos del Sur.
Jurados: Irene Meyer (Argentina-Francia), Gloria Dávila Espinoza (Perú) y Araceli Otamendi (Argentina)
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