Rafael Ángel Valladares Ríos

Joan Massanet, Visión surreal

Rafael Ángel Valladares Ríos


El sobresaltado amanecer de la Señora Nuila*



Poco a poco despuntaba el día, y pasmosamente todo aparecía transfigurado por la tenue luz del alba. El horizonte comenzaba a alumbrarse, en su lejanía mística e inalcanzable, con tintes de anaranjado añejo; tonos evocadores del fuego en redención. La brisa soplaba tímidamente, sin estorbar, cargada de hálitos agradables y perfumes que encontraban su nacimiento en las entrañas de las húmedas y cercanas cordilleras, en las diáfanas aguas de los ríos cantores, o del más lejano y ansiado mar. Se escuchaban rumores apacibles, bullicios de numerosos insectos que anunciaban el fin de sus himnos farfulladores y la hora póstuma de la noche. Absolutamente todo abrazaba nuevamente la vida que viajaba, desde el cosmos oscuro y vacío, hasta el nuevo sol ardiente de aquella mañana profusa.

En la más grande y extensa hacienda del pueblo de San Francisco de Yojoa, nadie despertaba aún. En las tibias alcobas, la claridad se filtraba delicadamente por las cortinas, adulaba tenuemente las sábanas coloridas y calentaba las lozas del piso sesgado, al tiempo que tanteaba atrevidamente las gavetas a medio abrir y atiborradas de atuendos y cachivaches, y calentaba los serenos párpados de los que todavía yacían extendidos en inertes y cómodas posiciones de sueño. El General Nuila fue el primero en largar un prolongado bostezo de restitución que amenazó con tragarse el recinto entero con todo y los muebles de maderas importadas. Lo siguió, elegante y elástica en su gesto, la Señora Nuila, envuelta hasta los pies en su túnica de seda oriental, sonriendo perdidamente a un punto incierto del techo.



 Ambos se incorporaron sincrónicamente; estiraron primero los brazos, y los flexionaron y animaron hasta agilizar correctamente la circulación y las junturas atascadas, a la vez que alargaban los cuellos descansados y los hacían balancear cómicamente sobre sus hombros y lisas espaldas; y finalmente, con la más rara especie de placer infinito, sacudieron con una violencia desprovista de peligros, sus torsos de limites perfectamente definidos de hombre y mujer afinadamente mundanos.

Cacareaba un gallo muy cerca del gran ventanal de la habitación marital. Su canto era pausado, refinado, esmerado en cada nota para que se le escuchase bien y con atención, ya que ese fanfarrón orgulloso no deseaba ser ignorado por los amos y señores de aquellas heredades, al confundir su inusual opereta matutina, con diversos y fallidos intentos histriónicos de otros presumidos imitadores; sus incorregibles camaradas y rivales de corral.

Él era un gallo galante y triunfador, maestro inconfundible de las técnicas de la trova avícola y don Juan sagaz sin par. De repente, emprendió un afanado aleteo, no con el propósito de alzar un largo vuelo, puesto que se sabia incapaz para realizar tal proeza, y contradecir así los designios de la naturaleza, sino para atraer altaneramente las hostiles miradas de las gallinas coquetas que jugueteaban por allí cerca. Todas soltaron risitas burlescas, alborotos sarcásticos: se miraban las unas a las otras con una complicidad desconcertante, mientras que cuchicheaban que aquel gallo revoltoso era un presumido de primera; pero con justificación irrevocable.




La Señora Nuila lo escuchó absorta, todavía enroscada en su lecho de dueña de la belleza matinal, profundizando su concentración en cada agudo y bajo de aquella melodía desordenada y entrecortada; e irremediablemente admitió, sin temor a dudas y contradicciones, que aquel matasiete marrón era el preferido en su corral de dos mil aves ruidosas y desprovistas de talento. Llegó al convencimiento, no sin sentirse algo defraudada, que aquella ave singular utilizaba virilmente su dote artística para conquistar a sus parejas incautas; a las que convencía a seguirlo por la anchura de los campos adyacentes y lustrosos bajo el sol inclemente de los trópicos, dando disimuladamente saltos distraídos, picando el suelo aquí y allá en busca de bichos, granos y solaz, para desaparecer después detrás de los matorrales dónde retozaba eróticamente y sin pudor hasta las lánguidas horas del atardecer.

El General Nuila lo percibió entre sus pensamientos trastocados; todavía la pesadez y el sopor del sueño lo mantenían meciéndose en la irrealidad. Siempre sucedía lo mismo. Le era fatigoso abandonar el simulacro de la muerte para incorporarse a la verticalidad de la vida. Sintió ganas de ver a la valiente ave celestial, de acariciarla con su triste y profunda mirada de hombre derrotado por la inminente vejez de sus huesos quebrados y por las innumerables guerras y montoneras en las que había participado; anhelaba reconocerla y registrarla una vez más en su borrosa memoria tempranera.

Superado el desvanecimiento del sueño, se dirigió, ya con pasos firmes, hacia la gran ventana asegurada por dentro contra el gélido viento de las noches del campo salvaje y soberano. Apartó bruscamente las cortinas bordadas, y el fulgor solar le hirió sorpresivamente la vista. Retrocedió sobresaltado por la natural confusión y masculló un sermón y una injuria mientras abría de par en par los ventanales que lloriquearon de
desazón. Adentró su ahora escasa cabellera a la ondulante infinidad verde del ejido, esperando ubicar, con el corazón en vilo y los sentidos alterados mas allá de todo ensueño, al  pillo estrella de la propiedad.

 Y allá lo divisó, envuelto en su delicada bruma de ángel recién pulido, en su viso de constelación lejana, en su castaña túnica de santo animal. Perseguía entusiastamente a una pobre gallinita blanca -como casi todas-, vestida de nube agitada, que protegía ansiosa una desbandada de sus polluelos. ¡Pícaro hideputa! –exclamo sonriendo el General-, ¡este gallo no se cansa de tanto perturbar la castidad de las desdichas gallinas!

Al escuchar aquella expresión profana, la Señora Nuila, decidió extender su larga melena azabache y fundirla con el viento sobre el follaje del terruño. Sus ojos azorados abarcaron el espectáculo de la molotera y el correteo avícola provocado por el gallo, y ella no pudo contener también una risotada cómplice.

Primero fueron leves dejos de humor, respiración pronta y descontrolada por la nariz y la garganta, pero luego, en escala ascendente de ruidos y contorsiones extrañas, las carcajadas atronadoras y espeluznantes que se escapaban sin control de su pescuezo agitado, manifestaron una repentina demencia.

La Señora Nuila jadeaba, se ahogaba en sus propios respiros y líquidos salivares; el aire ya no suplía el arrebato insólito de risa repentina. Sin remedio ni vergüenza, la patrona irrefutable de aquella casona, y defensora de los buenos modales y costumbres de hombres y animales por igual, finalmente se derrumbó, extenuada y sofocada; cayó moribunda dentro del recinto nupcial, ahora con expresión espectral y con los ojos volteados como los

de una muñeca puesta a  reposar.  Y dramatizando más aun aquella inusitada escena, su boca adoptó una mueca retorcida y espumosa.

El General, al principio, no aparentó verse afectado por el percance; solamente se le tensionaron sus rellenos cachetes, exteriorizando un gesto entre la incredulidad y la excitación. Levantó entre sus brazos, como a un objeto adorado y lánguido, a la Señora Nuila, y la depositó cuidadosamente sobre la cama, que todavía guardaba el ardor que su  cuerpo había irradiado, lenta y sensualmente, la pasada madrugada.

 Y así la contempló en toda su belleza crepuscular; el General contrariado y angustiado, arrimado y exaltado a su lado, acariciándola y colocando en su lugar celosamente cada uno de sus cabellos alborotados por el arrebato del momento de enajenación súbita de su mujer; hasta dejar toda su cabellera explayada sobre la almohada mullida. Le palpó la cara, delimitó con la yema de sus dedos cada ángulo y perfil, siguió su recorrido hasta llegar al cuello, dónde tentó, con una temible incertidumbre, y titubeando de deseo, sus venas y arterias vagamente pulsantes. Vacilante de esperanza, de miedo y estupor, prolongó su mano hasta encerrar en un éxtasis paradisíaco un seno firme y provocador que muchas veces, antes, había amado. La felicidad desbordó su espíritu y se sintió levitar de nuevo sobre antiguos momentos de pasión.

Pero imprevistamente surgió la aprensión, lo zarandeo un temblor que ascendió desde los más arcanos abismos de la tierra, para desembocar con redobles de tambor, en sus sienes. El corazón de su amada no saltaba, ya no se abatía entre sus abundantes pechos, entre esos cerros de amor aun erectos y llenos de vigor y de miel; ya no percibía en su carnal avidez, convulsión alguna.

¡Se murió mi mujer! – fue la primera resolución de su mente-. ¡Se escapó  su esencia hacia otros campos de topacio! –reforzó su convicción-, y todavía acariciando el rígido busto, ya desprovisto de malicia sensual, y al borde del desmayo, con la vista nublada y la acidez de su abultado estomago regurgitando en su boca; cuando ya estaba por desplomarse dentro del cataclismo de la inesperada muerte por hilaridad de su gran amor, la Señora Nuila compuso la mirada desorbitada, emitió un rugido de resurrección mayor y demandó pronta información a su marido aturdido; datos sobre su ubicación y rango sobre aquella cama casi mortuoria. Felizmente el General comprendió que su pollita había regresado de su fugaz visita al más allá desconocido, y que los estertores que había experimentado no habían sido mas que una leve manifestación de una demencia latente y poco previsible, a aquellas alturas de la existencia, en su amable mujer.

La Señora Nuila retomó la compostura acomodándose el ajuar noctívago abierto y la boca contorsionada, y se disculpó solemnemente con su esposo por haberlo asustado tanto, y le juró además, haciendo la señal de la cruz -trenzando sus dedos de porcelana-, que nunca volvería a carcajearse recién amanecida. Ahora lo comprendía; le hacia daño al mecanismo de su cuerpo y mente, y le provocaba un vertiginoso cambio de carácter que daba como resultado el irremediable desvanecimiento de sus finos sentidos.

El General Nuila la envolvió en sus brazos y le susurró palabras de amor incondicional y eterna devoción, y finalmente, la guió de nuevo hacia el mirador; le preparó el camino con sus propios pasos, como abriéndole la vía de una nueva y renovada existencia. Le besó tiernamente la mejilla derecha, y entonces, cayó vencido dentro de la certidumbre de que nunca seria alguien sin ella; su vida, sin la compañía de aquella mujer de milagro, perdería el sentido y los ejes de la motivación.

Divisaron desde la ventana -ya más tranquilos y animados-, al Gallo Tenor, encargado de raspar la tierra mojada en busca de bichos y herbajes. Entonces, con absoluta resolución de soldado en tiempos de guerra o revolución guerrillera, el ilustre General Nuila, con el aplomo de antiguas aventuras sediciosas, dictó una irrevocable sentencia: ¡hoy mismo te degüello, gallo jodido!

Desde aquel fatídico día de delirio, en aquel pueblo olvidado por el tiempo, entre las montañas nubladas de Yojoa, y a las inmediaciones del único lago navegable del país, se decapitaron sin piedad, todos los gallos que por bendición de los dioses y la naturaleza, fueran capaces de entonar los inequívocos cánticos del amor.
 (c) Rafael Ángel Valladares Ríos
Tegucigalpa - Honduras

*cuento ganador del Concurso Leyendas de mi lugar, mi pueblo, mi gente - Segunda edición organizado por la Revista Archivos del Sur - Jurados: Irene Meyer, Gloria Dávila Espinoza y Araceli Otamendi

Acerca del autor:

Rafael Ángel Valladares Ríos
Carrera de Derecho Internacional, de la Universidad Nacional Autónoma de Honduras. 4to año.


Polivalente J.H. Leclerc, Québec, Canada. Diplome d’Etudes Secondaires. Diplomado en Inglés Y Francés. 1988.

Es Instructor de Lenguas Extranjeras en la Academia Europea de Lenguas. Tegucigalpa, Honduras.

Por su labor literaria, ha recibido las siguientes distinciones:

“Mención de Honor”  del Premio Juan Ramón Molina, en la Rama de Poesía, en el Primer Concurso Inter.-

Universitario Literario Nacional, RAFAEL HELIODORO VALLE –1891-1991.  Tegucigalpa, Honduras.

Premio Único en Narrativa (Cuento) Educación Inter.-universitaria, en el CERTAMEN LITERARIO

BICENTENARIO MORAZANICO. 1992. UNIVERSIDAD PEDAGÓGICA NACIONAL “FRANCISCO MORAZAN”

Primer lugar de la Tercera Feria Estudiantil “Conozcamos a Honduras” (Cuento). 1993. UNIVERSIDAD NACIONAL 

AUTONOMA DE HONDURAS.

Segundo lugar de la Tercera Feria Estudiantil “Conozcamos a Honduras”. (Poesía). 1993. Universidad Nacional 

Autónoma de Honduras





Comentarios

ALBIN ha dicho que…
muy bueno el argumento, y excelentemente redactado, con vuelo poético. Adhiero al fallo del jurado, felicitaciones amigo

Entradas populares de este blog

Lamento por Manuel Araya* - Reinaldo Edmundo Marchant

La vida es un milagro* - Fabián Ramella

Desarme - Araceli Otamendi