Araceli Otamendi





La noche de John Cage



Como siempre, se preguntaba Lucy, si  Paul  vendría esa noche a buscarla. Le había prometido acompañarla al concierto de John Cage aunque ella sabía que a Paul no le gustaban los conciertos. Tampoco la música, ni siquiera el teatro. Pero Paul era tan buen mozo, tan buen deportista, tan buen jugador de tenis, Paul, Paul... Pronunció el nombre en voz baja mientras se maquillaba frente al espejo. ¿Por qué debía maquillarse así? Paul  se lo reprochaba siempre: Con menos maquillaje estarías mejor, te verías natural. Sin embargo, Lucy pensaba que Paul  exageraba. El maquillaje no era demasiado complicado: base color casi rosado, azul-verde en las sombras para párpados, rimmel negro, kohol —porque así había visto cómo se pintaban los ojos las mujeres de origen árabe—, rubor rosa casi fucsia, el mismo color en los labios.  El maquillaje era todo un ritual que Lucy había aprendido viendo maquillarse a su madre y a su tía. El maquillaje era un ritual que se oficiaba a toda hora en la casa en que ella se había criado. A toda hora es un decir, el maquillaje era necesario como una vestimenta. Parpadeó durante algunos segundos mientras miraba la imagen de esa mujer joven que la miraba a su vez desde el fondo de aquel cuadro y la observó lentamente: el vestido seleccionado para esa noche estaba colgado de una percha, en la puerta del armario. La luz de la habitación se reflejaba también en la escena y algunas luces de los carteles de la calle hacían lo mismo enmarcando la cara de Lucy en el rectángulo del espejo, reflejaban en el pálido retrato algunas sombras de color verde azulado. 

Había trabajado todo el día en esa maldita oficina, había llevado carpetas de un lado al otro, había estado escribiendo a máquina y le dolía la espalda, había soñado muchas veces durante el día —todo el día— con asistir a ese concierto con Paul.

Lucy se puso un pañuelo sobre la cabeza tapándose la cara, para no manchar  el vestido que deslizó sobre los hombros y luego estiró hacia abajo. El teléfono empezó a sonar en el living. Era un pequeño living en un viejo edificio de departamentos. El sonido de la campanilla se detuvo ni bien Lucy pisó la alfombra casi tropezándose. ¿Sería Paul  para avisarle que saldría más tarde del trabajo? No lo sabía. Tampoco sabía mucho acerca de Paul, a pesar de conocerlo desde hacía años. ¿Es que se podía saber algo acerca del otro?, pensaba. ¿Sabía él algo acerca de ella? Había acumulado tantas dudas durante los meses en que salía con Paul  como hojas secas se acumulaban durante  el otoño en las calles.
Lucy se detuvo de nuevo frente al espejo antes de dar media vuelta, apagar la luz y cerrar con llave la puerta del departamento. "Nos acecha el cristal", podría haber pensado si hubiera recordado los versos de Borges. Lo único que acechaba ahora era el mal tiempo, algunas nubes en el cielo gris anticipaban una tormenta y el cielo desplomándose en cualquier momento. Detuvo un taxi en la esquina y le indicó el camino al conductor. Tenía veinte minutos para llegar al auditorio y tal vez Paul  estuviera ahí, en la puerta, esperándola...
En la calle había muchos autos, se escuchaban bocinas, motores, rugidos,  alguna ambulancia,  todo tenía un ritmo febril. Los ojos de Lucy se detenían en las caras de los transeúntes: algunos tenían semblantes afligidos, casi todos iban cansados,  se levantaban las solapas de los abrigos,  había empezado a soplar un viento seco y fuerte.  Las luces encendidas de las vidrieras, los reflejos de los carteles luminosos en el asfalto, era lo que más le atraía a Lucy en esa ciudad que aún no era de ella. Esa gran ciudad nunca le pertenecería como ella tampoco pertenecería nunca a esa gran ciudad. Y sin embargo iba a escuchar esa noche el concierto de John Cage, se dijo a sí misma para cobrar fuerzas. Aunque Paul  no hubiera venido a buscarla ni tampoco estuviera ahí en la escalinata del teatro. La luz de un relámpago y el sonido de un trueno algunos segundos después recibieron a Lucy cuando bajó del auto y se dispuso a entrar al auditorio abriéndose paso entre los que aguardaban ahí, en la escalera. Si Paul hubiera llegado antes lo hubiera visto, pensaba mientras buscaba en el interior de la cartera la entrada para el concierto. Se felicitó a sí misma de ser una mujer tan moderna y tener tanta autonomía: no necesitó a Paul  para sentarse ahí en esa butaca. Mientras, miraba a los que estaban ahí como ella esperando que el concierto empezara. Había un hombre sentado en la fila anterior demasiado alto para que se pudiera ver bien el escenario. En cambio, en la misma fila en que estaba sentada Lucy, había otro hombre seguido de una mujer comiendo caramelos y luego arrojaban el papel celofán al piso. Lo hicieron tres, cuatro o más veces. Lucy pensaba que no era posible hacer algo así antes de un concierto y estuvo a punto de decírselo pero se contuvo. No quería pasar por maleducada. No quería ser como esa vecina de su madre que se la pasaba fumando cuando venía de visita y comiendo caramelos de menta para la tos y arrojaba el papel celofán en el cenicero.  Tampoco le gustaba la gente que se parecía a esa mujer. Pero ella no podía cambiar el mundo ni a la gente, se dijo.  El teatro se iba llenando y los zapatos de Lucy se comprimían alrededor de los pies cansados de andar durante el día. Recordaba en ese momento las veces en que tuvo que rehacer el informe para su jefe. Nada lo satisfacía al pequeño hombrecito cruel y descascarado como un árbol seco y Lucy llegó a preguntarse ese mismo día si ese hombre que era su jefe estuvo satisfecho alguna vez de algo. O si la madre en lugar de darle leche en el biberón lo  había criado con  vinagre. Tal vez ese hombre había crecido así, a base de puntapiés y vinagre. No era indulgente consigo misma, pensaba, porque no debería estar pensando esas cosas sino disfrutando del concierto esa noche. 
El sonido de la sala se había tornado algo infernal: la tos de algunos le había hecho perder algo, pensó Lucy. O tal vez sólo fue el papel celofán de los caramelos de la pareja sentada a su lado. O las personas moviéndose en las butacas. Algo había pasado entonces, algo se había perdido. Porque Lucy veía que los espectadores se incorporaban y se iban hacia la salida. Y los acomodadores vestidos con uniforme le indicaban ahora que el concierto había terminado. Había que salir de ahí cuanto antes, tomar un taxi y llegar a casa rápido. 

Le costó una media hora conseguir un taxi para volver a casa. Algunas mujeres corrían subidas a las plataformas de los zapatos, parecían torcerse como tallos empujados por algún viento fuerte, mientras la lluvia caía casi impiadosamente sobre el asfalto. Ese maldito asfalto. Lucy se había refugiado debajo del techo de un edificio de departamentos.  Un taxi se detuvo y bajó de él un hombre, parecía apurado porque el conductor se quedó con el vuelto en la mano.  Lucy le indicó el camino al conductor y se recostó en el asiento: Mañana sería otro día igual, pensó. O tal vez no, se dijo. Era raro lo que había pasado esa noche ahí, en el teatro. Abrió la cartera y sacó el programa del concierto: 

0´0´´  John Cage, decía, entre otras cosas. 

Ya en casa no podía dormir, el teléfono no sonaba, ni siquiera una breve carta debajo de la puerta como a veces acostumbraba hacer Paul. 
Marcó el número de teléfono una vez, y otra, y otra, pero la voz de Paul diciendo: —Hola,  no aparecía. Eran las dos de la mañana y a las siete tenía que estar en pie de nuevo. Se quitó el maquillaje o los restos de la máscara y se lavó la cara. Dejó correr el agua durante algunos segundos... Por la ventana del baño también se podía ver el agua; las gotas, deslizándose por el cristal, parecían aferrarse por momentos a la superficie transparente hasta seguir su curso. Cerró la canilla y fue hasta la habitación. Antes de dormir estuvo durante algunos minutos, mirando las luces de la calle. No le gustaban las cortinas, así que las había corrido para mirar el reflejo de los últimos vestigios de ese espectáculo llamado noche. Quería recordar alguna canción que  hablara del mar...Y el sonido de la lluvia se interponía en sus pensamientos como un ritmo agitado. Era el agua que caía en el patio interior del edificio y que podía escucharse cuando dejaba la ventana del living abierta. Era un ritmo parecido al que podía hacer alguien o varios con un instrumento de percusión: toc toc, toc, pmpmpmpm, tectectectec... y luego se repetía: toc toc, toc, pmpmpmpm, eso sí que era algo más que el sonido de las teclas de la máquina al escribir. 

El sonido del teléfono interrumpió sus pensamientos, ¿sería Paul?, ¿tal vez equivocado? Se incorporó y caminó rápido hasta el living. Levantó el tubo del teléfono y dijo: ¿Hola? ¿Hola?, pero nadie respondió.  Seguramente a esa hora, eran más de las dos de la mañana, sería equivocado, pensaba.

Volvió a la habitación y se acostó. Pensó que tal vez había hecho mal en colgar el teléfono. Si hubiera sido Paul podría haberle hablado de lo mal que lo pasó esa noche. ¿Realmente lo había pasado mal? O tal vez le hubiera dicho algo acerca de lo bien que lo pasó esa noche en el concierto de John Cage: 0´0´´. Después de todo no había sido tan malo el día, después de trabajar había conseguido cambiarse, arreglarse, tomar un taxi y atravesar la ciudad hasta  llegar al auditorio en esa tarde que presagiaba una tormenta. Había asistido a un raro espectáculo y se había detenido a mirar los espectadores...

Esa noche Lucy  soñó con el mar: estaba en una habitación que luego se convertía en playa. La arena amarilla la sostenía ahora frente al agua verde y transparente donde niños con globos de colores nadaban cerca y lejos de la orilla. Parecía que estaba ahí desde hacia mucho tiempo aunque nadie podía asegurárselo. La arena era fina y limpia y ella caminaba sin dejar de mirar el mar que poco a poco se iba deslizando hacia adentro. Poco después, los globos azules, lilas, violeta volaban en el cielo azul como pájaros. Después de ese sueño tuvo varios más. También soñó con peces, peces de color naranja que Paul atrapaba con una cesta y luego volvían a salir al agua y Paul se divertía en dejarlos salir de ahí. Si bien el espectáculo que ofrecía Paul le parecía gracioso y bellísimo, no comprendía bien por qué Paul se ocupaba de atrapar peces en el agua para dejarlos ir. ¡Pero qué peces! Jamás había visto unos colores tan brillantes, un naranja tan nítido, unos peces tan bellos como si los hubieran pintado en  una estampa japonesa. 
         
    ¡Qué peces! ¡Qué  extraordinario color naranja!, se repetía a sí misma mientras escribía el informe tecleando en la máquina en  la oficina, sólo se detuvo para atender el teléfono, sonaba con un timbre monótono, insistente... ¿sería Paul?

© Araceli Otamendi

imagen:

Mark Rothko
S/T amarillo, guinda, anaranjado
Colección Rufino Tamayo (de la muestra en la Fundación Proa)

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