Nélida Piñon
Los vecinos lo llamaban Pastel. Y la madre, enternecida, repetía, mi Pastel amado. El remoquete se debía a la gordura que Óscar nunca pudo vencer, a pesar de rigurosos regímenes. Cierta vez vivió de agua cinco días, sin que su cuerpo respondiera al sacrificio. Tras lo cual aceptó la tiranía del apetito y olvidó su verdadero nombre.
Desde muy temprano se habituó a medir la edad por los centímetros de la cintura, siempre en acelerada dilatación, borrando los años festejados con torta, “feijoadas” y bandejas de macarrón. Por eso, pronto se sintió viejo entre los jóvenes. Sobre todo porque ninguna ropa disfrazaba sus protuberancias. Si al menos usara trajes plisados, podría esconder aquellas partes del cuerpo que le daban forma de Pastel.
Se rebelaba constantemente contra un destino que le había impuesto un cuerpo en flagrante contraste con el alma delicada y fina. Especialmente cuando los amigos admitían sin ceremonia la falta que él les hacía en la mesa del bar, junto al sifón helado. Y si no lo devoraban allí mismo, era sólo por temor a las consecuencias. Pero le pellizcaban el estómago, querían extraer a la fuerza de su ombligo una aceituna negra.
En los cumpleaños, la casa se sumía en penumbras. La madre apagaba la mitad de las luces. Sólo las velas del pastel alumbraban los regalos sobre el aparador. Siempre los mismos, cepillos de cabo largo para el baño, pues la barriga no le dejaba alcanzar los pies, y cortes de tela de enormes dimensiones. Después de soplar las velas, exigía que el espejo le mostrara su rostro, hecho de innumerables surcos en torno de los ojos, mejillas flácidas, el mentón multiplicado. Veía las extremidades de su cuerpo como amasadas por el tenedor de la cocina, con el objeto de evitar que las sobras de carne molida huyeran de la masa de harina, mantequilla, leche, sal, de la cual se formaba.
A pesar de su visible aversión a los pasteles, comía decenas de ellos al día. Y no pudiendo encontrarlos en cada esquina, echaba en su bolso una sartén, aceite de soya, pasteles crudos, y la discreta llama que el fervor de su aliento alimentaba. En los solares baldíos, antes de freírlos, ahuyentaba a los extraños que querían robarle la ración.
Su cuerpo amanecía siempre diferente. Tal vez porque ciertas adiposidades se desplazaban hacia otro centro de mayor interés, en torno del hígado, por ejemplo, o por ganar a veces cuatros quilos en menos de dieciséis horas. Un desatino físico que contribuía a robarle el orgullo. El orgullo de ser bello. Estimulando a cambio en su corazón un gran rencor por los amigos que tampoco lo habían devorado esa semana, a pesar de parecerse cada vez más a los pasteles que vendían en las esquinas.
En sus horas de mayor tristeza, se aferraba a la medalla de Nuestra Señora de Fátima que pendía de su cuello, a cuya protección lo había encomendado la madre, a falta de una patrona de los gordos. En casa, silbaba para disimular su disgusto. Pero a veces lloraba lágrimas tan copiosas que mojaban el piso que en ese instante secaba la madre. Ella fingía no advertirlo. Sólo cuando el charco parecía de lluvia, como si el agua desbordara por el tejado, la madre, con monedas en las manos, buscaba a los amigos, turnados para que al menos una vez al mes acompañaran a Óscar al cine. Los que aceptaban un día, se resistían a hacerlo de nuevo, a pesar del dinero. Y ya escaseaban, cuando el propio Óscar, que ya no cabía en ninguna butaca, desistió de presencia de pie las películas.
Los domingos, las bandejas humeaban sobre la mesa. Óscar se veía a sí mismo en el lugar del asado, y trinchado con cubiertos de plata, en medio de la exuberancia familiar. Para evitar aquellas visiones punitivas, se recluía esos días en su cuarto.
En el verano, su tormento se intensificaba, pues le escurría por el pecho, en vez de sudor, aceite, vinagre y mostaza, condimentos predilectos de la madre, que se conmovía ante ese tributo corporal. Acariciaba entonces los cabellos del hijo, le quitaba algunos rizos y, en su cuarto, los alisaba uno a uno, en el afán de descubrir por cuánto tiempo podría tener en casa al hijo, incólume y protegido.
Óscar guardaba este consuelo materno en el tarro destinado a almacenar los sobrantes de grasa de su sartén portátil. Y, queriendo recompensar el sacrificio de la madre, que libaba el aceite y el vinagre de su pecho, sonreía y ella en respuesta exclamaba, qué bella es tu sonrisa; es una sonrisa de euforia, hijo. A estas palabras se seguían las otras que le herían el corazón y que la madre, entre llantos, no lograba evitar: ¡Ah, mi pastel amado!
La expresión de ese afecto, que su cuerpo deforme no podía inspirar, lo hacía encerrarse en su cuarto, amargado por la erosión de las palabras maternas, que sólo pretendían atraerlo al interior de la sartén abrasada de celo, paciencia y hambre.
Preveía para sí un desenlace trágico. Como buitres, sus amigos lo devorarían a picotazos. El cuadro de su dolor lo llevaba a leer en las paredes un minucioso balance de sus haberes. Dudaba de la riqueza de la tierra. La columna de las deudas había crecido tanto que jamás podría saldarse en lo que le restara de vida. A los hombres debía su carne, pues tenían hambre. Y aunque ellos le debieran un cuerpo del que pudiera enorgullecerse, no tenía modo de cobrarlo.
Después del baño, ya perfumado, imaginaba cómo sería el amor entre criaturas, los cuerpos en el lecho libres del exceso de una gordura enemiga. En esos momentos, ilusionado con algún modesto saldo, llegaba a verse batallando contra los adversarios. Bastaba no obstante un gesto brusco, para que la realidad le hablara de una obesidad en la que no había sitio para la poesía y el amor. Y, en seguida, la perspectiva de ser comido con tenedor y cuchillo se transformaba en el más oscuro de los problemas.
La madre combatía sus ojos angustiosos, su alma siempre de luto. ¿Qué hay tan ruin en el mundo para que nos miremos con esta sospecha? Óscar le regaló un broche de platino: que lo clavara para siempre en el pecho. De su carne debían brotar gotas de veneno y la certeza de su cruz. Ante el enigma que Óscar le proponía, la madre, quien a lo largo de la vida había repudiado las frases límpidas, exclamó, ¡ah, mi pastel, qué buen hijo es!
Mientras más enaltecía ella virtudes que, en verdad, ambos despreciaban, con mayor afán trataba Óscar de eliminar de la superficie de su cuerpo residuos que acaso no habían cabido dentro del pastel que él era. Finalmente, dejó de frecuentar los terrenos baldíos, donde freía sus pasteles. Ya no toleraba que lo miraran con un hambre que no podía saciar. No tenía cómo alimentar a los miserables. Debían morir sin socorro.
A medida que se intensificaban sus consultas ante el espejo, el cristal, empañado, apenas si le dejaba ver el cuerpo cosido diariamente por la eficacia del tenedor de cocina. Cada mañana se vestía de pastel. Como represalia, instaló su poltrona en la cocina, de donde sólo salía para dormir. Atendía a sus necesidades básicas, y al nuevo hábito de esparcir harina de trigo por su cuerpo. Con las cavidades de las uñas engrasadas, recibía las visitas, obligándolas a frotar su piel empolvada.
La madre se rebeló contra aquella grosería. No quería ver a los amigos expuestos a semejante prueba. Si él era prisionero de su gordura, que la soportara con dignidad. El hijo le devolvió la ofensa, a las dentelladas, casi triturándole los brazos. Y su desempeño fue tan convincente, que la madre, empezó a protegerse los miembros con gruesas mantas de lana, incluso cuando hacía calor. Dejaba por fuera el rostro. Y cuando Óscar exigía tenerla al alcance de sus manos, se resguardaba con casacas y botas.
A los treinta años, Óscar se cansó. Ya era ocasión devorar a quien le dijera pastel. Si se había prestado por tanto tiempo a ese papel, exigiría carne humana para su apetito. Elegiría con cuidado a la víctima. Aunque se inclinara en particular por personas de la casa, por la sangre fraterna. Y, siguiendo sus planes, se fingió ciego, tropezaba con los objetos, para hacer bajar la guardia a sus enemigos. La madre pidió socorro a los vecinos, que se turnaron junto a ella la primera semana, dejándola luego sola. A causa de sus muchas obligaciones, la madre volvió a usar ropas leves, olvidando las amenazas del hijo.
Por su parte, Óscar descubría sorprendido los encantos del habla. Nunca lo habían visto discursear con tanto entusiasmo acerca de los objetos que, precisamente ahora, le negaba la vista. Descubriendo de pronto el nuevo don de hacer coincidir su hambre con una voracidad verbal que había estado siempre en su sangre, pero a la que no diera importancia, ocupado como estaba en defenderse de los que querían arrojarlo a la sartén.
La madre se acostumbró muy pronto a su ceguera. Lo veía como a un pasajero de un túnel sin fin. Le describía la casa, como si fuera en ella un huésped. Quería hacerlo participar de la rutina, y su rostro ganaba en lozanía ante la dulzura del hijo. Fue entonces cuando Óscar abrió los ojos, seguro de haber vencido. Y ahí estaba ella, sonriendo, los brazos descubiertos, el cuerpo expuesto. Rápidamente repasó en la memoria las veces que ella, a impulsos del amor, le había dicho pastel, casi con deseo de comérselo. Justamente la madre, que habiendo padecido por él, sorprendía ahora en su mirada un brillo que no era de candil, de dicha, o de la remota verdad de un hijo que apenas conocía. Lo que la madre descubría en el hijo era una llama empeñada en vivir, y un inequívoco aire de verdugo.
Se quedó quieta a su lado. Óscar tomaría las providencias necesarias. Por primera vez lo miraba como a un hombre. Él se acercó su poltrona a la de la madre, que había trasladado la suya a la cocina. Le pidió que se sentara. Se sentó también, después de retirar algunas hebras del cabello de la mujer. Y sólo con el consentimiento de la madre comenzó a cuidarla.
(c) Nélida Piñon
(c) Nélida Piñon
fotografía: Nélida Piñon (izq) con María Bethania
*cuento publicado originalmente en la revista Archivos del Sur, autorizado por la autora
Ampliamente premiada y traducida en el extranjero su obra literaria incluye tres colecciones de cuentos El tiempo de las frutas (1966), Sala de armas (1973) y El calor de las cosas (1980); diez novelas, entre las que se destacan,Fundador (1969, Premio Walmap), Tebas de mi corazón (1974), La fuerza del destino (1977), La república de los sueños (1984), La dulce canción de Cayetana (1987) y Voces del desierto (2004). Además de la colección de relatos El pan de cada día (1994) y El presumible corazón de América, que reúne discursos y ensayos.
Es Miembro de número de la Academia Brasileña de Letras, institución que presidió en el año de su centenario, convirtiéndose en la primera mujer en el mundo a presidir una Academia de Letras. Integra, además, la Academia de Filosofía de Brasil y la Academia de Ciencias de Lisboa.
Ha ocupado la prestigiosa cátedra Stanford de la University of Miami, Florida, y ha impartido clases y cursos en innumeras universidades de Brasil y del exterior.
Primera mujer en 503 años en recibir el Doctorado Honoris Causa por la Universidad de Santiago de Compostela (España); ostenta la misma distinción por la Universidad de Montreal (Canadá), PUC (Porto Alegre), UNAM (México), Rutgers (New York) y Pointiers (Francia).
Entre sus numerosos galardones y distinciones honoríficas ha recibido el Premio Internacional de Literatura Latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo 1995 (primera mujer y primer autor de lengua portuguesa en recibirlo), el Premio Internacional Menéndez Pelayo y el Premio Príncipe de Asturias de las Letras 2005.
imagen:Sandro Chia
La bugia, 1979-1980
óleo sobre tela
cm 148x130
Colección Giorgio Franchetti, Roma
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