Magda Lago Russo



Todo tiene su tiempo…


                                                            “En este mundo todo tiene su hora,
hay un momento para todo cuanto ocurre”
Eclesiastés  (  3.1 – 12.8 )
                                                                               
Cada paso que daba, dejaba una huella casi sin forma sobre la tierra húmeda, sabía que cada avance podía ser la promesa cumplida y la desdicha de la venganza.
Su mente se había nublado no pensaba  nada, ni los ruegos de su mujer lo  hicieron desistir y totalmente obnubilado por el dolor, comenzó la caza del hombre. Trepaba por las piedras hiriendo sus tobillos y rasgando sus pantalones que mostraban los jirones de otras escaladas. El camino por momentos se tornaba angosto y sus pies aplastaban las yerbas sintiendo como se clavaban las espinas. No podía detenerse el tiempo se agotaba Faltaba el aire y su pecho se sofocaba reduciendo su carrera, el camino se tornaba difícil  la maleza le cerraba el paso y a fuerza de machete la separaba, la fatiga le iba restando horas.
El ánimo se  le quebraba al no ver el fin. En el cielo se perfilaban las nubes entre los contornos de las ramas desnudas. En su afiebrada carrera los pensamientos se le mezclaban, veía el cuerpo muerto de su hermano tirado a la orilla del arroyo, mientras que de su pecho brotaba una rosa roja que se deshojaba en  pétalos que le cubrían el torso semi desnudo.
Percibió a la distancia como una  sombra se escurría perdiéndose en la oscuridad del bosque, conocía ese  andar oscilante, sabía a  quien pertenecía.
Tenía conocimiento, que ambos amaban a la misma mujer,   ella amaba a su hermano Andrés. Por eso la muerte, por eso la venganza, por eso la caza del hombre.
 En su delirio pensaba que cuando se encontraran, el otro  le pediría perdón, entonces él le iba a dibujar  una rosa en el pecho. No oiría sus súplicas      Casi sin darse cuenta llegó el fin del camino, lo seguía una especie de planicie y más allá se veían las casas. La noche de una intensa negrura se iluminaba con  tres o cuatro faroles, mientras de las chimeneas salía el humo de los rescoldos. Miró hacia la casa que emergía frente a él, sus paredes desiguales eran la muestra de que fueron hechas a destiempo. Unas resquebrajadas por los años donde el musgo se había adueñado de sus entrañas. A las más nuevas la cal les daba una luz diferente.
A él no le importaba el aspecto de la casa, quería ver, saber si el otro estaba allí. Metió los pies en la tierra removida y como pudo se acercó a una de las ventanas. Pudo ver dos niños sentados a la mesa de descuidado  aspecto que bebían de jarros de hojalata ennegrecidos por el carbón de las hornallas.  El mobiliario era muy precario, una cama con sábanas revueltas, desaseadas, del hombre ni rastros. Sabía que esa era su casa, lo que no sabía era lo de los niños.
Los observaba tomado de los barrotes de la ventana y agudizaba la vista, eran pequeños entre cinco y seis años, de caras tristes. Recordó entre la niebla de su mente que la gente del pueblo hablaba de una mujer que los había abandonado por no soportar el trato inhumano del hombre.
 Por eso él debía hacer justicia y vengar a todos, a su hermano, la mujer... ¿y los niños? 
No era el momento para pensar en ellos su misión era otra, encontrar al hombre, sabía que él lo buscaba.
¿Hacia dónde? Más allá de las casas estaba el río, seguro había huído por allí para no dejar huellas.
La  noche se había cerrado y el frío lo entumecía pero no había tiempo para el descanso, debía seguir y cumplir con el juramento que  había hecho sobre el cuerpo sin vida de su hermano.
Tenía que cruzar el río no había otra salida, con suerte lo encontraría en algún rincón del monte que le ofrecía una espesura casi impenetrable.
Despacio comenzó a caminar, lo oscuro del lugar lograba  que no apreciase mucho, sus ojos se iban acostumbrando. Sintió el frío del agua rozándole los tobillos,  sabía que el cauce no era hondo, siguió lento.
Trató de cruzarlo en línea recta, el frío  adormecía sus pies y lo sosegaba en su marcha.
Recordaba a su hermano tirado con el pecho abierto y la furia le daba las fuerzas necesarias, tenía que encontrar al hombre que había tronchado su vida. Se había lanzado a perseguir al hombre, sin  piedad.
Tenía que esperar el amanecer, no podía lanzarse así a la deriva sin ver lo que tenía por delante. Retrocedió y se sentó, su cuerpo se estremeció con el contacto de la tierra fría.
Trató de dormir, su mente se negó, un torbellino de pensamientos y recuerdos, se mezclaban. El otro también estaría cansado en su huída y habría encontrado un lugar para pasar la noche, tenía que esperar la luz.
Se acostó sobre el lecho que la tierra le ofrecía, vencido por las emociones y el propio cansancio, se durmió.
Sin hacerse esperar las pesadillas acudieron para deshacer sus intenciones.
La imagen de los dos niños arrodillados, suplicantes, pidiendo por un padre casi desconocido. Gruesos lagrimones corrían por sus mejillas que se diluían a ambos lados de la boca. A través de su escasa ropa podía ver algunas marcas violáceas en brazos y piernas.          
Formaban un ovillo a sus pies, se tomaban de sus piernas  para que no avanzara y ante el menor intento de irse,  volvían a las súplicas.
Ante el silencio, los niños volvían a los ruegos y las lágrimas. Sus fuertes brazos pretendían desarmar aquel enredo lloroso y harapiento  que cada vez se adhería más a él y lo dejaba  inmóvil.
Cuando la  débil luz del sol se asomó,  despertó, se levantó agarrotado el cuerpo, el silencio lo envolvió
Miró hacia el bosque, mostraba algunos claros, no sabía cómo los sueños y pesadillas acudieron a su mente. Veía a los niños confundidos con la imagen del fugitivo. Recordaba  el desamparo de los niños,  se quedarían solos e irían quizás a un orfanato, si nadie los cobijaba.
Le habían enseñado que Dios era justo, él creía en ese Dios,  admitía que debía confiar en él. Volvió a sentarse,  se tomó la cabeza con las manos, por primera vez sucumbía su firmeza, necesitaba  justificarse, pensaba en los años de cárcel que le esperaban o quizás la muerte porque el otro se iba a defender. Existía una justicia humana.
Miró hacia el bosque iluminado ya por el sol, emprendió el camino de regreso, que  lo llevaba  hacia la vida y lo apartaba  de la muerte.
Sintió que desde el más allá  su hermano le sonreía.

(c) Magda Lago Russo

Montevideo

Uruguay


imagen:


Jesús Rafael Soto
"Permutation", 1955
Sotomagie s/n
Serigrafía sobre poliestireno y plexiglás
Colección particular


                                                                                    

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