Araceli Otamendi


Entre tumbas, cartas y recuerdos de Gardel


De vez en cuando revolvía entre los papeles viejos: cartas, documentos, antiguas facturas pagas, fotografías familiares amarillentas.
Era un exorcismo que me servía para tomar nota de los recuerdos, a la espera de que algún acontecimiento, algo los evocara y me pusiera a escribir, así, la historia que jamás me había atrevido a escribir, hasta ahora.
Y así fue como encontré la fotografía de la tumba de Gardel en el cementerio de la Chacarita bordeada de flores rojas que los visitantes a diario le arrojaban. ¿Por qué la tenía ahí guardada en esa carpeta entre tantos papeles?
A mi abuela le gustaba Gardel, lo había conocido en el pueblo de ella, allá en Rojas, en la Provincia de Buenos Aires donde también nació Sabato.  Donde mi abuela tenía el hotel y el Zorzal pasaba por ahí en sus giras  junto a Razzano. Además de admirar a Gardel, porque ¿quién no?, si cada día cantaba mejor, como decían, mi abuela conocía algunas historias del cementerio.
Una de las historias que prefería contarme era la de dos amantes que se encontraban en una bóveda, a la tarde.

“…Ella salía arreglada, muy pintada, se usaba el sombrero. Nosotros la conocíamos y sabíamos adonde iba. Se había casado con ese infeliz del farmacéutico, no había tenido alternativa. Quedó embarazada y la familia la obligó a casarse. Pero ella no lo quería. Tenía un novio anterior, fino, de bigotitos, medio tramposo, al que le gustaba mucho el baile. Un día, cuando el chico ya tenía unos diez años el novio se le apareció. Y ella, la estúpida, se puso a llorar, y me contó, porque eso me lo contó, que el tipo quería salir con ella de nuevo, que le había escrito cartas, muchas cartas. La mujer, Marta, era una estúpida, y se metió de nuevo con el del bigote.
Nosotros a veces le cuidábamos el chico, porque no tenía con quien dejarlo, y ella se iba a la hora de la siesta, enfilaba para el cementerio. Sabíamos también la hora en que iba a volver. Pero, sospechábamos que el marido ya se había dado cuenta porque llegaba a la casa cada vez más temprano. Al chico lo entreteníamos con la radio y los radioteatros. Era bueno. Jugábamos a las cartas con él. Matilde y Nora preparaban el mate y yo, a veces, me ponía a jugar con él, Huguito, se llamaba. La mujer llegaba después, a la tardecita, cansada, ojerosa. Sabíamos que se encontraba con el flaco ese en la bóveda familiar. Porque ella decía que era el único lugar donde no la iban a descubrir. Sí, una historia sórdida. La bóveda de la familia de ella estaba cerca de la de Gardel, nosotros la conocíamos porque ya habíamos ido al entierro de unos cuantos. Al padre de ella le gustaba el tango, como a mí. Pero el tango de Gardel, no de cualquiera. Porque nunca nos gustó cualquiera sino Gardel, el mejor. Y mirá, yo en la vida, siempre quise ser como Gardel, ¿ves tu tío? Siempre fue el mejor de la clase, el más trabajador, el que salió adelante. Y eso porque yo se los enseñé: sean como Carlos Gardel, siempre el mejor. Pero eso se logra con trabajo, además de talento. Porque Gardel ensayaba mucho. En cambio Matilde, tu tía… hmmm.  Un día Carlos Gardel paró  en Rojas, en el hotel.  Nora estaba silbando, silbaba en la terraza, justo era un tango y él se paró en puerta y dijo: - Buenos días, señora: -¡qué bien silba el pibe! Y yo me puse a reir, porque la confundió a Nora con un chico, tenía el pelo corto y parecía un varón. Y entonces le dije: ¡es una nena! Y ahí nos quedamos conversando un rato, en la puerta. Esa noche paró ahí,  en el hotel, Razzano lo acompañaba con la guitarra. Fue todo un alborto, ya te voy a contar…Porque Nora se había aprendido los tangos que escuchaba por la radio, eran los tangos de Gardel.
Te sigo contando, acerca de la mujer, Marta. Un día el marido la siguió, hasta el cementerio. Y cuando estaban ahí, ella y el amante, adentro de la bóveda, les tiró varios tiros, a ella y a él. Después vino a casa, porque el chico estaba en casa y nos dijo que se iba a entregar a la policía, que había matado a la mujer, se puso a llorar...”.

El cuento de mi abuela no terminaba ahí. Porque también decía que a veces, de vez en cuando,  tenía la sensación de que la mujer, Marta,  volvía, aparecía en la casa, como buscándola, para decirle algo. Y mi abuela decía que se caía algo al suelo cada vez que ocurría eso, o se movía algún cuadro, o una lamparita estallaba de golpe. Y es como ahora, mientras escribo esto que una ventana se cerró de golpe, casi se rompe el vidrio por el estrépito, y se escuchan algunos ruidos en la terraza, como si alguien estuviera caminando por ahí, por el  techo, tal vez porque cuento cosas que no debiera contar. Y una música y un tango  de Gardel ha empezado a sonar en la radio.

© Araceli Otamendi


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