Edmundo Paz Soldán



































































































Edmundo Paz Soldán







Volvo








A Jorge Benavides
















A principios de los ochenta fui con mi curso en un viaje de promoción a Sucre y Tarija. Teníamos el propósito manifiesto de conocer más del país, chiquillos que vivíamos en el vacío creado por la campana de vidrio de la clase media cochabambina; todavía no se había puesto de moda eso de viajar a Bávaro o a otras playas caribeñas, pero seguro lo habríamos hecho si la espiral hiperinflacionaria de ese tiempo nos lo hubiera permitido. Conocer el país era apenas una excusa para encontrar un paisaje diferente a la hora del alcohol.
Durante las vacaciones de invierno estuvimos tres días en Sucre y una semana en Tarija. En Sucre descubrimos que la Casa de la Libertad era mucho más pequeña de lo creíamos, pero lo más notable fue coincidir con la promoción del Uboldi de Santa Cruz. Con Conejo y Mauricio nos acercamos a tres chicas sentadas en un banco de la plaza tomando helado. Para nuestra felicidad, nos enteramos de que estarían al mismo tiempo que nosotros en Tarija. Lilibeth tenía pichicas y una sonrisa que hacía florecer hoyuelos en sus mejillas. Me regaló una foto carnet dedicada que llevé en mi billetera incluso años después de que le perdiera el rastro.
En Tarija conseguimos alojamiento en un galpón que se utilizaba para prácticas de gimnasia en el estadio de fútbol. Éramos veintinueve, habíamos conseguido ese recinto gracias al Chavo, el profesor de Educación Física que viajaba con nosotros y era responsable del grupo. El Chavo era bajito y pícaro, hasta ahora no entiendo cómo logró que los padres salesianos le dieran un cargo con tanta responsabilidad. De hecho, durante nuestra primera visita a la plaza principal una mañana de miércoles, el Chavo decidió que había que celebrar nuestra llegada metiéndose con ropa a la fuente. Fue el primero en entrar, le siguieron cinco alumnos. Los tarijeños que pasaban por allí nos miraron con algo de suspicacia.
Al atardecer, los jóvenes iban y venían por los amplios paseos de mosaico en la plaza, tocaban guitarra bajo las palmeras o jugaban al truco mientras mateaban o comían bollos calientes. Allí me encontré con Volvo; daba vueltas en una camioneta y estacionó en doble fila sin preocuparse de la llamada de atención de un varita. Se bajó y me abrazó con efusión. Lo había conocido en una discoteca en Cochabamba, ciudad en la que vivían sus primos hermanos y a la que viajaba con frecuencia. Me encanta cocha, decía, las mozas son más abiertas. Era muy popular porque era alto, tenía las espaldas anchas y el cabello negro ensortijado, la nariz recta y los labios carnosos; mi hermana decía "es muy churro, nadie de Cocha está a su nivel". Había tenido varios problemas en Cochabamba; decían le gusta serruchar el piso, no respeta a nadie, busca a chicas que ya tienen pareja. No creo que molestara tanto su estilo, sino el hecho de que con frecuencia las chicas se fueran con él.
Volvo estaba fumando. Me preguntó dónde nos alojábamos. En el estadio, le dije. Hizo una mueca traviesa, me dijo con su cantarín acento chapaco:
-La hija del cuidador siempre está rondando. Es negrita, fiera, chaqueña. No habla la imilla, creo que es muda, pero le gusta cojer si eres un niño bien. Cuando estamos necesitados y no sale nada la vamos a buscar y nos la llevamos en auto por ahí.
Le agradecimos el dato. Nos dijo la disco de moda es El Cuervo, nos veremos allá el viernes, y volvió a su camioneta. El varita le había puesto una multa en el parabrisas; la hizo pedazos y partió.
Al día siguiente me encontré con Lilibeth en la puerta del hotel Victoria, donde se quedaba su promoción. Le regalé una rosa blanca que me había robado de la plaza, fuimos a un restaurante a comer chili con carne. Me invitó a una guitarreada que unos tarijeños habían organizado para sus amigas. Tomás me acompañó a una casa cerca de la iglesia de San Roque. A los chapacos no les gustó que llegaran chicos que no habían sido invitados. Nos sentimos incómodos y le dijimos a Lilibeth que nos iríamos; ella se solidarizó y decidió irse con nosotros. Esa noche la besé cerca del busto de Aniceto Arce en la plaza.
El viernes por la mañana vi a la hija muda del cuidador merodeando con el galpón y se lo dije a Conejo. Más me hubiera valido callarme. Conejo se le acercó; en la distancia observé que le hablaba. Al rato volvió y me dijo que tenía todo arreglado. Apenas viera salir al Chavo rumbo a una visita a la Catedral, ella entraría al galpón. Él la estaría esperando metido en su sleeping bag sobre su catre. Ella no había hablado, pero movió la cabeza afirmativamente cuando él le hizo la propuesta.
El Chavo y un grupo de diez alumnos salieron de paseo a las once. Hubiera querido ir, pero pudo más la curiosidad y me quedé. Al rato la hija del cuidador, descalza y con una falda larga azul, se apoyó en la puerta del galpón. Uno de los chicos que sabía lo que iba a ocurrir le indicó el catre de Conejo. Ella se acercó. Echado sobre mi sleeping bag a cincuenta metros de donde estaban, me hice al que leía una novela de Sábato. La chica no debía tener más de trece años; se desnudó, asomaron sus pechos como tímidas formaciones arenosas. Se metió en el sleeping bag de Conejo. Al rato, los que nos encontrábamos en el galpón comenzamos a escuchar los gemidos de ambos; los de ella eran guturales, desesperados, comunicaban angustia y desesperación en vez de placer.
No pude aguantar más y salí. No encontré al grupo. Tampoco estaba Lilibeth en la plaza. Recorrí la ciudad por mi cuenta, traté de distraerme admirando sus balcones coloniales, la placidez de sus calles, el ritmo aletargado con que la gente discurría por la vida.
Volví al estadio a la una de la tarde. Tomás no me dejó entrar al galpón. Me dijo que esperara mi turno. ¿Qué turno? La hija del cuidador seguía allí adentro.
-Nueve ya se han servido de ella. Yo soy el siguiente. Si quieres vas a tener que anotarte. El Conejo está llevando la lista.
-No puede hablar. ¿Cómo saben si quiere?
-Mal no lo está pasando, te lo aseguro. ¿Te animas?
Escuché gritos en el galpón y le dije que no me interesaba. Entré al estadio, me senté en las graderías de cemento mirando la cancha vacía, el césped ralo. ¿Debía volver, intervenir? ¿Qué ganaría? Defensor de causas perdidas, me habían dicho mis amigos y hermanos tantas veces con un tono burlón que al final mis buenas intenciones habían terminado convirtiéndose en una caricatura tan despiadada como certera.
Dejé que pasaran los minutos sin levantarme de las graderías. No quería que mis compañeros pensaran que era un mojigato.
Cuando volví me encontré con el Conejo en la puerta. A Tomás le había llegado su turno.
-¿Te vas a animar?
-¿Qué tal… qué tal está la chaqueña?
-Tiene buen cuero y se mueve mucho, pero sus gritos medio que me ponen nervioso.
-¿Vale la pena? -dije con un tono de que sabía de esas cosas, yo que apenas me había iniciado cuatro meses atrás, con una morena del Kalvert que me había llevado a un motel sin que se lo preguntara y que incluso tenía condones en su cartera. Con ella había tenido tres encuentros en moteles, dos de ellos dignos del olvido.
-En tiempos de guerra cualquier aujero es trinchera. Ajá, te estás animando pendejo. Pero tienes que esperar un montón.
-Yo te pasé el dato. Cuántas veces te he hecho copiar en los exámenes. Si lo pienso mucho ya no voy a querer.
El Conejo dudó. Luego hizo una sonrisa pícara.
-Sólo porque eres medio cartucho -anotó mi nombre en la parte superior de la lista.

Llegamos al Cuervo después de haber tomado varias botellas de vino bajo el molle de una plazuela. Hicimos un juramento de que lo ocurrido con la hija del cuidador no saldría de Tarija. Ni siquiera al Chavo se le contaría nada, ni en chiste. Al que hablaba le esperaba una pateadura para que se acordara el resto de su vida.
A la entrada de la disco había una aglomeración. Comenzamos a empujar con mis compañeros; terminé en la primera fila y logré entrar junto a Mauricio y Tomás. Pagué mi entrada, me di la vuelta, vi que varios estaban todavía perdidos en la aglomeración. En ese momento llegó el Volvo con sus amigos. También habían estado tomando, se les notaba en los ojos. Se me ocurrió que Volvo debía saber lo que su sugerencia había ocasionado. No diría nada, pero me tentaba hacerlo. Seguro se reiría.
-¿Quién te ha dejado salir hasta tan tarde? -me gritó, sonriente--. Ya deberías estar en pijamas a esta hora.
-El que debería haberse quedado en su casa eres tú -le seguí la broma--. ¿No te has visto la cara de wawa?
-¿Y quién carajos sos vos para decirme eso? ¡Esperá nomás a que te agarre, no me aguantás una pasada!
Su rostro se transformó; dejé de reconocerlo como un amigo y lo vi como un borracho ofendido en su hombría.
Trató de abrirse paso entre la muchedumbre para alcanzarme. Me llevaba una cabeza, se me ocurrió que lo mejor era esconderme en la oscuridad del Cuervo. Las del Uboldi estaban bailando solas en la pista. Una de ellas me señaló a Lilibeth en una mesa en el rincón. Me senté a su lado, le pedí que me abrazara.
-¿Pasa algo?
-Ha sido un día muy largo.
Me besó y sentí que lo que debía haber hecho apenas llegué a Tarija debía haber sido buscar a Lilibeth, olvidarme de Volvos y compañeros y no separarme de ella ni un instante.
Al rato un policía se me acercó y me preguntó si era de la delegación cochabambina. Asentí.
-Tiene que salir. Los vamos a escoltar hasta su alojamiento.
-¿Escoltar?
-Me ha oído bien. Rápido rápido, por favor.
Me despedí de Lilibeth con un beso casual y fugaz. Estaba nervioso, y no sabía que nunca más la volvería a ver.
A la salida descubrí que había habido una pelea campal entre tarijeños y mis compañeros de curso. Volvo, al tratar de agarrarme, había empujado al Salvaje, un beniano fornido que estaba con nosotros desde primero medio. El Salvaje se dio la vuelta y le gritó pedí disculpas carajo; Volvo respondió con un puñetazo en la cara. Mis compañeros salieron en defensa del Salvaje. Saltaron los amigos de Volvo y se les unieron otros chapacos. Fue una pelea desigual. El Salvaje terminó con dos costillas rotas; otros tenían contusiones en el cuerpo y cortes en la cara. Los tarijeños no paraban de gritar que el petróleo era de ellos, podían ser una región rica si no fuera que nosotros nos lo llevábamos todo.
Escoltados por la policía, cabizbajos, nos alejamos del Cuervo entre insultos y volvimos al estadio en la oscura medianoche por calles de tierra y de losetas. Nos detuvimos en un hospital semidesierto para que un par de compañeros recibiera atención. Me pregunté qué me diría Volvo la siguiente vez que lo viera en Cochabamba, tomando helados con sus primos en El Prado o acaso con alguna chica, quizás mi hermana.
Dos años después, el Salvaje volvió a Tarija con dos amigos. Lo esperaron a Volvo en la puerta de su casa. Lo agarraron a golpes con una vara de acero, le dieron de patadas en el suelo. Volvo estaba borracho y, a pesar de lo grande y fuerte que era, no tuvo tiempo de reaccionar; imploró perdón hasta que la sangre que salía por su boca le impidió hablar. Un testigo afirma que escuchó al Salvaje ordenar a sus amigos golpearlo en la cara hasta que ni sus papás lo reconocieran. No lograron su objetivo: sus papás pudieron reconocerlo en el hospital; sin embargo, no sirvió de mucho porque Volvo no podía contestarles con una tibia sonrisa, un leve movimiento de la mano o una palabra. Había entrado en un coma profundo del que, veinte años después, todavía no ha salido.
El Salvaje se escapó del país, uno de sus hermanos me dijo que al Brasil.
Ya no me queda casi nada de ese viaje de promoción. Recuerdo el nombre Lilibeth, pero no la forma en que besaba ni su rostro ni su silueta ni su voz. De tiempo en tiempo se me aparece, de la nada, la hija muda del cuidador. Abre la boca, intenta hablarme, pero su lengua es un pedazo sanguinolento de carne. A ella trato de olvidarla, pero no puedo.
Alguna vez pensé que Volvo había cosechado lo sembrado, que los caminos del Señor eran extraños y habían logrado unir lo ocurrido con la hija del cuidador con el destino fatal de Volvo. Ahora ya no. Me he quedado sin ese consuelo, y en ciertas tardes largas y noches insomnes de esta ciudad que ya no es Cochabamba busco en vano un sosiego que me dé respiro.








(c) Edmundo Paz Soldán























Acerca del autor:

Edmundo Paz Soldán nació en Cochabamba, Bolivia, en 1967. Es licenciado en Ciencias Políticas y obtuvo un doctorado en Lenguas y Literatura Hispana por la Universidad de Berkeley. En la actualidad es docente de la Universidad de Cornell. Ha sido ganador de varios premios literarios, entre los que se cuentan el Premio Erich Guttentag (Bolivia, 1992), por la novela Días de papel, y el Premio Juan Rulfo (1997), con su obra Dochera; dos años más tarde fue finalista del Premio Rómulo Gallegos con su novela Río fugitivo.
Ha sido galardonado con el premio Nacional de Novela 2002 de Bolivia, por la obra El delirio de Turing.
Paz Soldán pertenece a una nueva corriente narrativa latinoamericana, que registra en sus obras el impacto de los medios de comunicación masivos y las nuevas tecnologías en el paisaje urbano del continente. Ha formado parte de la antología McOndo (1996), señalada, junto al manifiesto del grupo mexicano del "Crack", como clave para entender la propuesta estética de la nueva generación de narradores. También ha publicado la novela Días de papel (1992), y los libros de cuentos Las máscaras de la nada (1990), Desapariciones (1994) y Amores imperfectos (1998). Coeditó la antología de cuentos Se habla español (2002). Sus obras han sido traducidas al inglés, alemán, finlandés, francés, danés, griego y ruso, y han aparecido en antologías en España, Estados Unidos, Alemania, Suiza, Francia, Perú, Argentina y Bolivia.



imagen: fotografía (c) Martín Landa

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