La mujer que está sola y espera*- Marcos Rodrigo Ramos



El tren llegó puntual como nunca. Amalia miró su rostro en el reflejo de la ventanilla antes de descender y por un momento le costó reconocerse. Siempre le ocurría lo mismo cuando de un día para otro cambiaba su peinado. Es sólo cuestión de acostumbrarme, ¿un nuevo color, otra forma, alcanzan para ser otra? Era ingenuo creerlo pero cada cuarenta y cinco días exactos lo volvía a intentar.
El cielo estaba a tono con su mirada, caían algunas gotas sobre el asfalto y ella sin paraguas. Logró subir al ómnibus antes que la lluvia cayera con todo su poder sobre la ciudad. Lloró por un momento breve sin entender muy bien porqué. Bien abrigada, su problema era el calzado; otro día trabajando con los pies mojados y a la noche resfrío seguro.
Entró a la oficina, todavía no había llegado nadie. Dejó el sobretodo y se secó un poco en el baño, volvió a no reconocerse frente al espejo, le habían cortado demasiado el pelo. Sin embargo  se notó un aire distinguido, como de artista de película en blanco y negro. Imaginó a su jefe, el señor Ramírez, invitándola a cenar a un lugar fino, diciéndole: Mejor no nos quedemos acá, mejor fugarnos, ¿por qué no a la costa? Nunca pasó nada, sólo aquella tarde que… Es un hombre casado, felizmente casado.
-Hola Amalia.
-Buenos días, señor.
-Se mojó mucho. Va a resfriarse.
- Y sí. ¿Por qué no me dejás ir a casa así no me enfermo? No hay problema.
Aparece frente a ella la montaña de papeles para pasar a la computadora, el reloj lento va comiendo los segundos, deglutiéndolos sin apuro, y ella espera sin esperar la hora de salida.
Ya a las seis diluviaba, siempre fue la última en irse. El señor Ramírez o alguno de sus compañeros con auto podrían haberla acercado a la estación, o llevarla Gómez, si vivía apenas a dos cuadras de su departamento.
-Disculpame. Mi señora es muy celosa.
-No hay problema. ¿Qué te hacés el santo si todos sabemos, todos menos tu señora, lo mujeriego que sos?
En el vagón, empapada y con las botas húmedas, se permitió otro par de lágrimas sin sentido. Llorar en el tren se había vuelto un mal hábito.
En el departamento encontró mezclado junto a boletas e impuestos un sobre blanco, era carta de Juan Carlos, su antiguo novio, hace seis años la había dejado por otra luego de diez de convivencia. “Tengo que hablar con vos. Paso el miércoles a las ocho.”
¡Hoy a las ocho! ¿Qué te pasó? ¿Tu esposa ya no te atiende y querés venir conmigo? Son las siete. ¿Qué hago?
Se sacó la ropa y se dio una ducha rápida. Eligió ponerse una remera negra y un pantalón de jogging, omitió el corpiño. Lavó algunas tazas y, ya para las ocho, todo estaba perfecto, incluso ella. Tres años sin sexo es mucho para cualquiera. Se miró en el espejo, esta vez le gustó no reconocerse. La verdad que estás linda Amalia. ¡Qué una potra! Le dieron gracia sus propias palabras, parezco un camionero hablando así.
El timbre sonó y no necesito ver por la mirilla para saber quién era. Lo saludó con un beso y le ofreció un café. Miserable, podrías haber traído aunque sea torta o facturas.
-¿Tenés galletitas?
-Sí, tomá.
-Gracias. Estoy con un poco de hambre.
Lo que falta. ¿Me vas a pedir cocinar?
-No tengo nada en la heladera. ¿Querés ir a buscar un pollo a la rotisería de la esquina?
-No, está bien. Con el café y las galletitas me arreglo.
  ¿Y si quiero comer yo? Siempre pensando sólo en vos.
-Seguís igual.
-No creas, la panza creció y el pelo está teñido. ¿Se nota?
  Por supuesto, estás hecho bolsa. 
-No, para nada.
-Las calles de Villa Verde siguen igual de rotas, o un poco más.
-Sí. ¿Y vos? ¿Qué necesitás?
-No sé, quise hablar. Me nació la necesidad y vine. De repente me sentí solo. Es así, como decías siempre, podés vivir con veinte personas y estar en la más absoluta soledad. ¿Te pasa también, no?
-¿A quién no? ¿Todo bien con tu familia?
-Sí, los chicos están bárbaro.
-¿Y con tu señora? ¿Cómo está la bruja?
-Sin conflictos. ¿No te pasó nunca sentirte mal y no saber por qué?
Entonces la tomó de la mano,  la abrazó por la cintura tocándole la cola y apoyó su cabeza entre sus pechos. Cuando las manos entraron en la remera y fueron subiendo, ella lo detuvo. Él la miró a los ojos y la descubrió llorando.
-Me haría mal.
-Perdoname. No quise lastimarte.
-Bueno.
-No tendría que haber venido. Mejor me voy.
-Volvé cuando quieras.
-Nos vemos.
La besó y se fue. Amalia pensó en el rostro del hombre. No se había ido enojado, sí se fue triste, así también vino. Abrió la ventana y por ella entró el gato en dirección a su plato de comida. A lo lejos, se sentía el ruido del tren, quizás Juan Carlos ya estaría en el vagón, sentado, pensando en ella, o quizás estaría pensando en su familia, en sus hijos, o en su mujer con la que haría el amor y luego dormiría abrazado. Una suave brisa le acarició la cara. Respiró hondo al ver el reflejo de su rostro en el vidrio. 

(c) Marcos Rodrigo Ramos
Moreno
Provincia de Buenos Aires

*Cuento que es parte del libro “La novia de los minotauros” de próxima edición

ilustración: Araceli Otamendi 

Comentarios

Ada Inés Lerner ha dicho que…
Excelente texto. Claro.
Muy buena ilustración
Araceli Otamendi ha dicho que…
¡gracias! por el comentario, Ada

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