Propiedad privada* - Omar Andrés Carrasquilla León
Omar Andrés Carrasquilla León |
*El cuento Propiedad privada de Omar Andrés Carrasquilla León ha resultado ganador en el Tercer Concurso de cuento de tema libre "20 años de la Revista Archivos del Sur"
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Propiedad privada
Aún es un misterio el paradero del dueño de ese uniforme. Es
espeluznante lo que sonó en esa radio al lado de esas ropas. Confuso
y extraordinario que
haya sucedido en medio de un paraíso.
Los huéspedes son espectadores, desde los balcones de las suites, del juego de contrastes entre la luna y el sol. En el amanecer, se colorea de rosado el cielo de fuego, y es apacible observar como las aguas turquesas se desvanecen en espuma blanca sobre la arena. Al borde de la playa una hilera de quioscos de tejas rojas privatiza el predio. Resguardándose bajo techo: poltronas de madera fielmente barnizada y paja trenzada.
El día tiene una banda sonora compuesta por el oleaje constante, los gritos y carcajadas de las familias alojadas, el sonido vidrioso de los cócteles y el tintineo de las vajillas donde reposan frutos de mar. Todo es sosegado y la gente se broncea sin preocupaciones. El estrés y los problemas no portan manillas de colores en ese lugar.
Con la oscuridad de la noche, las sillas vuelven a reclamar su dominio sobre la playa y se guarecen del rocío nocturno bajo los bohíos rojos. La soledad se acuesta en la arena. El mar celeste se tintura de índigo y se torna misterioso. El oleaje pierde toda serenidad y crepita sobre la orilla como un desembarco militar.
Muy cerca, a escasos kilómetros de ese hotel, hay un pueblo de negros que musicalizan el resentimiento con música de tambores. Años atrás perdieron la batalla por sus tierras en juzgados. El ganador fue el hotel. Desde ese día el complejo turístico se extendió orondo por toda la orilla de playa. Propiedad privada desde los riscos hasta un cordón de manglares. A los lugareños ahora les toca pedir permiso y rendir pleitesías a los guardias de seguridad para poder atracar sus lanchas pesqueras en el muelle contiguo a los peñascos, el más lejano del recreo de turistas.
La sumisión de los nativos amaina en el atardecer. La noche, negra como sus pieles, es suya y la aprovechan para la guerra de guerrillas. Su rencor lo manifiestan en un vandalismo pícaro contra las instalaciones del hotel. Rompen farolas que iluminan el peatonal costero, defecan en bolsas para regar la mierda en los asientos del catamarán, y hay un comando especial que se encarga de una operación peligrosa: cerca del amanecer, en los manglares, se masturban con sus miembros forrados y los condones utilizados son arrojados sobre la playa y las poltronas. Luego se retiran con la misma cautela por los matorrales y, de vez en cuando, sueltan carcajadas tenebrosas al imaginar como uno de los preservativos será inflado como un globo por algún huésped infantil desprevenido en la mañana siguiente.
Todos esos ataques obligaron al gerente del hotel a fortalecer la seguridad. Las cámaras de alta resolución, que acompañan a los cocos en las palmeras provenientes desde los riscos y que llegan hasta el mangle, tienen la misión imposible de identificar las sombras que se camuflan con la penumbra. Antes de las tribulaciones solo había dos vigilantes. Ahora hay cuatro, uno de ellos misionado netamente a proteger la playa.
En una de esas noches desoladas, Eugenio estaba sentado en un muro contiguo a la piscina donde podía observar a plenitud toda la costa y vigilar cualquier sombra extraña. Tenía un Smith and Wesson calibre 32 largo de dotación con seis balas. Al otro lado del cinto, portaba una 9 milímetros, de su propiedad, con balas traumáticas al que podía disparar sin piedad. Sin descargos ni explicaciones.
—Esta la uso, hijueputa, para cualquier malparido que vea en la puta playa de noche. —Le dijo una vez a un huésped, militar retirado, que se interesó al ver la cacha de la pistola mientras daba una caminata nocturna.
—¿Alguna vez la ha usado?
—Sí, patroncito. —El vigilante apuntó la pistola a la nada en dirección al mar.
—¿Un ladrón?
—Negativo. —Enfundó la pistola en la cintura—. A mi me mandaron para acá hace un mes e imagínese que a los días me inauguraron unos negritos que se bañaban en el mar al anochecer.
—¿Huéspedes?
—¡Que va! Unos hijueputas muchachos del pueblo de mierda ese que está aquí al lado. Yo que voy cogiendo el turno y les voy dañando la fiestecita. Estaban ahí nadando y riéndose en ese rincón donde terminan los quioscos. —Apuntó con la porra a una pequeña y oscura ensenada al lado de los manglares.
—¿Ellos no pueden meterse ahí?
—Nada, jefecito. Desde las rocas esas —Apuntó tubulando los labios y movió la cabeza por toda la costa sin cambiar la mueca— hasta el mangle toda la playa es privada. Por eso fui y les fui zumbando balines que se zambullían en el agua. Eran como seis. Se callaron y me quedaron mirando rayao. Tenían los ojos rojos como el que se la pasa todo el día en una piscina.
—¿Y ya? ¿Se fueron sin decirle nada?
—Afirmativo. Los tenía apuntados y fueron saliendo encueros. Cogieron sus malditos trapos y se perdieron en los matorrales.
—¿Y no han regresado?
—Negativo. Pero vea que, cuando se perdían en la selva, yo les grité: «¡Malparidos, la próxima uso el hijueputa revolver!». Y pasó algo muy raro… Solo uno de ellos volteó y le juro, que en medio de la oscuridad de toda esa maraña, el maldito me miró como cinco segundos con los ojos enrojecidos. Como si tuviera un par de farolas de carro en la cara. Pero yo no le bajé la mirada ni me cagué. Vengo de los Llanos Orientales y allá se cabalga en las noches con el diablo.
En esa noche sentado al lado de la piscina, algo atrapó su atención: las llamas de una fogata espontánea y una jauría de perros negros a su alrededor que giraban, en torno a si, intentando morderse el rabo. El evento despertó extrañeza, ya que las cuatro tazas de café negro sin azúcar lo tenían totalmente despierto y atento a cada movimiento sobre la arena. La llamarada se prendió en segundos.
—Gutiérrez, Gutiérrez. ¿Desde la garita se puede ver el incendio en la playa? Cambio. —preguntó Eugenio por radio.
—Vidales, veo y veo, y no observo nada raro. Todo oscuro, ¿por qué lado? Cambio. QAP.
—Maricón, al lado de los quioscos, como una fogata toda extraña y unos hijueputas perros negros alrededor. Cambio.
—Vidales ni en las cámaras se ve nada. Cambio. —Respondió otro vigilante por radio.
—Cambio y fuera.
Eugenio decidió bajar e inspeccionar por si mismo lo que estaba ocurriendo. Mientras bajaba unas escalinatas rocosas seguía viendo como las llamas iluminaban su camino hacia ellas. La marea subió de repente y las olas llegaban hasta sus botas negras. Nunca llegaba el mar hasta ese punto. El agua no apagó el fuego y este parecía una isla volcánica. Los perros seguían en su ritual como trompos chapoteando el agua y esparciendo arena negra sobre las sillas blancas. Los cuervos pescadores interrumpieron su sueño sobre los árboles y salieron volando despavoridos hacia aguas profundas.
A escasos metros de las llamas, las pupilas de Vidales se pintaron de naranja y observó estupefacto la escena. —A ver, hijueputas ¡Se acabó el desorden! —Les gritó a los perros como si de personas se tratase—. Los perros interrumpieron la ronda y se quedaron entumecidos mirando al que importunó su ritual.
Eugenio no sacó ninguna de sus armas. Al ver las cuencas oculares de los perros encontró agujeros negros alumbrados por el fuego. Lo que hizo fue sacar una estampa de San Pedro de Alcántara acompañado de una paloma blanca luminosa y comenzó a rezar el padre nuestro. Apretó los ojos mientras oraba.
—Vidales. Atento. Vidales. ¿Todo bien en su zona? Cambio. —La voz radial interrumpió el terror.
Eugenio sin abrir los ojos, desligó el radio de la reata, apretó el botón y respondió, controlando cualquier vestigio tembloroso del pánico.
—Atento. Parra. Todo bien. Cambio.
—Si se va a bañar, quítese el uniforme. Cambio y fuera. —Le dijo el vigilante en sorna.
—Ponte serio, solo hago la ronda. Cambio y fuera.
La dificultad para volver a enganchar la radio en el cinturón de nylon lo hizo abrir los ojos. Y, de inmediato, buscó una poltrona para sentarse y procesar lo que tenía en frente. Una brasa agonizante con rescoldos diminutos y la ceniza que se confundía con la arena blanca. Alrededor de ello varios naipes regados como si una partida de póker fuera abandonada de manera intempestiva. Ningún rastro de los perros. Vidales llevó las manos a su cara y la sortija de matrimonio resplandeció en medio de la oscuridad.
Eugenio estaba curtido en el gremio. Ha matado una media docena de cuatreros y ha sacado corriendo, a punta de plomo, a un par que se robaba un cajero resbalándolo con cáscaras de sandía colocadas en su base. Toda esa vasta experiencia le había dado la frialdad y la valentía del gatillero, pero también, un sexto sentido para presentir cuando es lo sobrenatural quien invade la propiedad.
Por ello no reportó la inexplicable situación. Al amanecer, ya con ropa de civil, no comentó nada a sus compañeros cuando esperaban el transporte que los llevaba a la ciudad. Mirando al sol que comenzaba a rayar se prometió a si mismo que la próxima vez no cerraría los ojos.
En la noche siguiente, desde los peñascos, un juego de pisadas se venía trazando sobre la arena húmeda y grisácea. Junto a ellas una línea ininterrumpida. Eugenio arrastraba sobre la arena una rama blanca que encontró reluciendo en la oscuridad incesante. Pensó que era una señal: un arma enviada por los santos para garrotear y dañarle la noche a los perros. Pero el turno transcurría sin inconvenientes ni apariciones.
La rama la arrojó al mar y vio cómo comenzó a surfear sobre las olas lóbregas. El juego de pisadas tomó una curva en dirección a las escaleras pedregosas que llevaban a la piscina enmontada en donde se podía tener una vista panorámica del predio. Se sentó en una mecedora y el sueño lo venció.
El sonido de un motor lo despertó. Las dos manos en las cachas de sus armas. Bajó la mirada a la playa y vio una pequeña lancha que se acercaba a la orilla en la oscuridad. No tenía luces, pero la luna iluminaba la estela sinuosa que iba dejando sobre el agua. Vidales no acudió a la orilla, sino que corrió al hotel. Antes de entrar por una puerta de cristal, una voz desde una garita superior.
—¡¿Se está cagando?!
—Afirmativo, Guti. —Vidales le respondió sin mirarlo.
Dentro del hotel corrió sin plantar los talones evitando ensuciar de más la baldosa resplandeciente. El recepcionista no despegó la mirada de la pantalla de su celular. Afanado y agitado abrió la puerta del pequeño cuarto donde se monitorean las cámaras de seguridad.
—¿Qué pasó, Vidales? —El vigilante puso sobre la mesa una taza que despedía vapor— ¿Se nos metieron?
—No, nada, viejo Parra. Solo que la playa está muy oscura y era para ver si desde aquí alcanzabas a ver algo raro.
—Negativo. —Parra revisó todo el panel y miró cada cuadricula sin ver más que olas negras y arena gris— Está la cosa tranquila.
Eugenio vio a través de las cámaras, antes de retirarse, como de la lancha ya comenzaban a desembarcar varias sombras.
—Gracias, compañero. —Salió raudo a la playa.
Mientras atravesaba la zona de la piscina, sacó el tambor del revolver, revisó que estuviera lleno con las seis balas. El metal del arma brilló con los destellos ondulados de las luces al fondo de la pileta. Se encomendó a los santos y los arcángeles, y bajó los escalones rocosos con el arma lista para escupir fuego.
Respiró profundo varias veces preparando el encuentro con las tinieblas. El terror era tan fuerte como su convicción; pero, al llegar a la arena, frenó en seco con sus botas. Frente a él y en toda la costa no había ni una sola alma. Ni rastro del bote ni de sus tripulantes. Sin enfundar el revolver, caminó hacia el lugar de desembarco que vio a través del monitor.
En el sitio lo único que encontró fue la rama blanca, que había arrojado hace unas horas al mar, clavada sobre la arena. Con tanta firmeza que el fuerte oleaje no la desenterraba. Vidales guardó el revolver e iluminó con su linterna el árbol raquítico frente a él. La espuma en su base, el tallo mojado y las ramas dispuestas hacia él como queriendo atacarlo.
—Vidales, esas botas mojadas mañana olerán lindo. Cambio.
Eugenio no respondió a la voz del radio. Se quedó anonadado viendo una marca sobre la parte seca del tallo. Se acercó y alumbró.
Un número 6 Pintado a tiza blanca.
Caminó hacia un quiosco y se sentó en una silla. Su mente no dejó de preguntarse sobre el significado de ese seis. En el desconcierto craneal se quedó mirando los trazos violetas de un nuevo amanecer.
—Vidales ¿Lo están asustando, cierto? —Le preguntó su compañero Gutiérrez en el paradero.
—Nada que no pueda controlar, curso. —Respondió Eugenio mientras blandía un cigarrillo cuyo humo iba a parar al sol.
—Después que no lo vuelvan loco, todo bien.
—Así es. —Pisó la colilla, el bus se acercaba.
Durmió hasta bien entrada la tarde. Mientras almorzaba siguió pensando en el 6. No le mencionó nada a su esposa. Se bañó y se arregló con el ritmo de un muerto viviente. Meditaba sobre cómo afrontar los sucesos. «¿Pararán o la cosa se hará más fuerte?» Se preguntó en el bus mientras pasaba por el pueblo de negros.
La noche se manejaba con total normalidad. Vidales hizo varias rondas, bordeando la costa, siempre con el revolver preparado. Al acercarse a los manglares, siempre repetía el padre nuestro en voz baja, a gran velocidad, con más clamor que dicción. Pero nada se movía, solo el viento sobre la maleza y el oleaje que perecía pacíficamente.
Luego de tomar una merienda de medianoche en el comedor, regresó a la playa. Sentado en una poltrona miraba el horizonte. El mar parecía atestado de bolitas de papel aluminio. Un brillo magno que se da en noches de luna llena. La calma arrulló su guardia y se quedó dormido en la silla.
El viento se alborotó y provocó que la fuerte marea desenterrara el mástil que sostenía el techo rojo. El quiosco se cayó y el barullo despertó a Eugenio. Las manos automáticamente sacaron las armas y comenzó a apuntar a todo lado. Pero no vio a nadie. Solo una oscuridad tenebrosa permitida por una luna completamente roja.
Se levantó, guardó las armas, y se abofeteó suavemente dos veces. Bostezó y mientras se estiraba y sus huesos crujieron, observó, de manera muy clara, como por la orilla proveniente de los riscos, a unos cien metros, venían caminando un grupo de personas. Volvió a sacar el revolver con la mano izquierda y con la derecha acercó la radio a su boca.
—Gutiérrez. Atento. Invasores por el flanco izquierdo. Un grupo de personas vestidas de blanco. Cambio. —Vidales achinó los ojos agudizando la mirada para intentar descifrar lo que estaba ocurriendo.
—Vidales. Atento. Negativo. Desde mi posición no se alcanza a ver absolutamente nada. Cambio.
—Parra. Atento. Revisar por favor las cámaras por los lados de las colinas. Cambio. —Eugenio seguía viendo el grupo de hombres que se acercaba hacia él y que solo podía distinguir por sus vestimentas blancas que parecían flotar en la penumbra.
—Vidales. Firme. Sí. Afirmativo. Va una manada de perros caminando por la playa. Cambio.
—¡¿Perros?! Cambio.
—Afirmativo. Uno, tres, unos… espere. Seis perros negros van caminando hacia usted. Búsquese una piedra o un palo y listo. Cambio.
—Vidales. Atento. Desde acá de la garita ya diviso a los perros. Cambio. Métale candela con los balines que son varios.
Pero Eugenio solo veía hombres. Unos metros más cerca, pudo ver que los individuos tenían la piel negra y sus dientes brillaban en la oscuridad. Dientes fluorescentes. Seis sonrisas tenebrosas. No movían los brazos al andar, ya que los tenían completamente pegados al torso.
—Vidales. Atento. Ya tiene a los perros encima. Cambio.
Eugenio cumplió la promesa y se alistó para el encuentro. Con la proximidad galopante pudo detallar más cosas. Por la estatura, no eran hombres adultos sino adolescentes. Caminaban en forma robótica. Parecían zombis vestidos de lino blanco. Apuntó el revolver con la linterna encima y al iluminar al grupo se encontró con varios focos rojos. Una docena de ojos que ardían en la penumbra. Ventanas al infierno. Eso hizo recorrer el pavor por sus entrañas. Apagó la linterna para recular y tomar fuerzas. Seguían acercándose. La batalla estaba a punto de darse.
—Vidales. Atento. Los tiene encima, como a diez metros. ¿No piensa ahuyentarlos con algo?
Eugenio esperó con paciencia en la oscuridad. Viendo claramente como las prendas blancas flotaban dirigiéndose hacia él. Cuando sintió que el ataque lo tenía encima, cargó el martillo del revolver, prendió la linterna y apuntó al grupo. «¡Quietos malparidos desgraciados, ¿qué es lo que quieren?». Con el dedo tembloroso en el gatillo, vio anonadado como iluminó a una jauría de perros negros. Al pasar a su lado, ninguno miró, olfateó, ni atacó. Siguieron su camino ignorándolo y él seguía apuntándolos sin perderle pisada.
En dirección a los manglares, a unos metros de él, de la manada se detuvo uno de los perros negros y reviró hacia el vigilante. Con los ojos rojo sangre, que brillaban como el fuego, lo quedó mirando. Eugenio congelado ante esa mirada demoniaca, comenzó el descenso del arma, sin dejar de alumbrarlo con la linterna. Rogando por el retiro de la jauría, y pensando en el traslado que solicitaría a la mañana siguiente.
La manada seguía su camino hacia los matorrales. Pero el perro seguía mirándolo. Hizo un bramido que hizo volar a todos los cuervos que dormían en los manglares y salieron graznando y coloreando de negro al cielo morado. Eugenio no se distrajo con la bandada y seguía atento al perro, cuando este, antes de reencontrarse con el grupo, desató el terror de esa madrugada.
—¿No y que ibas a usar el revolver la próxima vez? Viejo hijueputa. —Le dijo el perro mirándolo fijamente con sus ojos encarnados.
Eugenio quedó estupefacto y dejó caer el revolver. La linterna comenzó a fallar y empezó a parpadear. El perro retomó su camino hacia el mangle con los flashes destellantes. Los otros cinco aullaban desde la oscuridad selvática.
Eugenio quedó pasmado por unos minutos. Una estatua con una mano entumecida. La otra dejó caer la linterna que unió su senda luminosa con la de la luna en el mar.
—Vidales. Atento. Vidales. ¿Qué pasó? QAP. —Preguntó Parra por el radio.
—Vidales. Eugenio. Curso. Que no lo vuelvan loco, ¡eh! —Le advirtió Gutiérrez.
En ese momento, Eugenio volvió en si. Un beso a la estampita de San Pedro de Alcántara y la apretó con su mano izquierda. Los aullidos se sintieron como una burla y una invitación a sacar a relucir la hombría. Como buen llanero cogió fuerzas con la premisa de que plomo prometido, promesa de plomo. Se agachó y cogió el revolver sucio de arena. Corrió en dirección a los manglares, disparando a las tinieblas, descargando el tambor contra las sombras. Y se perdió en la oscuridad.
—Vidales. Atento. Cambio.
—Vidales. Repórtese. Cambio.
—Parra. ¿Algo en las cámaras? Cambio.
—Gutiérrez. Negativo. Solo lo que le dije: salió corriendo hacia los manglares. Cambio.
—Yo escuché disparos. Voy para la playa. Cambio.
—Nos vemos en la piscina. Vamos. Cambio y fuera.
El par de vigilantes recorrió las huellas del grupo de perros misteriosos. Luego se encontraron con el mástil y el techo rojo bailando con las olas. Y luego el rastro mezclado de pisadas caninas y las suelas de bota. Siguieron inspeccionando y vieron que el recorrido dibujado sobre la arena iba en dirección a los manglares. Caminaron juntos y a los metros encontraron la linterna alumbrando las olas. Parra la recogió y la apagó. Se miraron y sacaron las armas. Gutiérrez una escopeta y su compañero un revolver.
—¡Vidales! ¿Está por ahí? —Gritó Gutiérrez en dirección a la espesa vegetación.
—Vidales. Repórtese. Paradero actual. Cam... —Parra no terminó la solicitud al escuchar algo raro.
Los dos escucharon el eco de lo que dijo Parra por radio. Dirigieron las luces de sus linternas a donde provenía el sonido. Parra se arrodilló sobre la arena mojada, dejó caer el revolver, y se llevó las manos a la cabeza. Gutiérrez miró y recargó la escopeta y comenzó a disparar a los arbustos.
Al lado de la radio tirada al suelo estaban unas prendas mojadas. Todas estrujadas convertidas en trapos en forma de soga. La camiseta azul, la corbata y el pantalón negros colocados extrañamente sobre la última porción de arena antes que comenzara el mangle. El uniforme, compuesto por las tres piezas, retorcido formando un 6 sobre el terreno. Las botas, amarradas una a la otra con los cordones, reposaban sobre una extraña rama blanca clavada al lado del número.
No había el menor rastro de Eugenio. La noche se devoró las explicaciones. Al quedarse sin cartuchos la escopeta, la radio sonó:
—Oibmac. Ocnalb ed saditsev sanosrep ed opurg nu. Odreiuqzi ocnalf le rop serosavni. Otneta. ZerréituG.
Cartagena de Indias, Colombia
Omar Andrés Carrasquilla León (Cartagena de Indias, Colombia, 1990) por él mismo
Soy politólogo y periodista. Actualmente soy el editor de Política y de Ciencia en el periódico El Universal de Cartagena, ciudad en el Caribe colombiano. Reinventé mi camino de la ciencia política al periodismo porque me apasiona escribir y me gusta el periodismo narrativo, por lo que me encanta escribir crónicas, perfiles y reportajes con tintes literarios. Los domingos, en un suplemento cultural del diario, publico este tipo de contenidos. No tengo dos años en el medio y ya he recibido cuatro premios nacionales de periodismo en mi país.
Cuando llega la noche, es cuando aprovecho para escribir. En estos momentos escribo una antología de cuentos de sucesos trágicos que pasan en una ciudad mientras llueve en la noche que se llama El payaso dentro de mí, homenajeando al libro El asesino dentro de mí de Jim Thompson. Sueño con que muy pronto pueda publicarlo y en él navego entre el realismo sucio, la novela negra y policiaca. Propiedad privada, con el que gané este valioso premio, ha sido mi única incursión en el terror moderno y en el misterio. Mi estilo tiene como influencias a Joyce Carol Oates, Rubem Fonseca, Pedro Juan Gutiérrez, Julio Ramón Ribeyro, Cormac McCarthy y Dalton Trevisan.
En mi faceta como periodista tengo como referentes a Rodolfo Walsh, Martín Caparrós, Leila Guerriero, Gay Talese, Alberto Salcedo Ramos, Juan Villoro y el Gabo periodista.
Aquí algunos de mis trabajos de periodismo narrativo;
Leonardo Padura, el béisbol lo hizo el escritor que es hoy: https://www.eluniversal.com.co/suplementos/facetas/leonardo-padura-el-beisbol-lo-hizo-el-escritor-que-es-hoy-CI7857664
Cuando la escopeta acaba con el arte: escritores, depresión y punto final: https://www.eluniversal.com.co/suplementos/facetas/cuando-la-escopeta-acaba-con-el-arte-escritores-depresion-y-punto-final-AI7947332
(Aquí dos cuentos) Dos cuentos: Una noche, dos historias y la misma lluvia en Cartagena:
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