Pilar Adón


Para que nada cambie






Apenas hablaron durante el desayuno. Caterina, como de costumbre, eligió tres o cuatro piezas de fruta, mientras que Flavia se contentó con un vaso de café muy cargado.
- Tenemos que ir a la ciudad –dijo Flavia como al azar, como si no se hubiera preparado previamente durante horas para pronunciar aquella breve frase. En realidad, las dos sabían que llevaba días considerando la idea de acercarse al mercado de la ciudad más cercana. Se estaban quedando poco a poco sin comida.
- Ya… –murmuró Caterina, y se levantó para tirar algo a la basura. Caminaba con pasitos cortos, como danzando.
- ¿Vendrás conmigo?
- Claro.
Un “claro” dicho con desprecio, porque Flavia no quería hacer nada sin que ella también interviniera. Porque no podía ir a la ciudad sin ella. Porque temía que al regresar a casa se hubiera marchado. Porque tenía miedo de que Caterina desapareciera.
- ¿Cuándo quieres ir?
- Cuando tú digas.
- ¿El miércoles? ¿El miércoles por la tarde te parece bien?
A Caterina el miércoles le parecía un día perfecto.
Pero aquel hombre llegó el martes, antes de que ellas pudieran ir a comprar nada.
Cuando aquel hombre con camisa blanca llegó, Caterina estaba en el porche y Flavia, desde la ventana de su habitación, contemplaba la extensión del sendero indefinido y seco. Más allá de su terreno y de la valla que lo delimitaba, más allá del camino silencioso que llevaba al pozo, Flavia divisó pronto una sombra borrosa que se acercaba a su casa. Una sombra con una camisa blanca.
- ¡Niña! –gritó entonces–. ¡A casa inmediatamente! Ahora mismo.
Caterina no pudo divisar ninguna silueta a su espalda.
- Un segundo… –dijo dejándose caer sobre las anchas baldosas rojas que formaban el suelo del porche–. Todavía es temprano.
- He dicho que entres. ¡Vamos!
Caterina entonces elevó la cara hacia la ventana de Flavia y, en su voz de pánico, pudo adivinar lo que estaba sucediendo: alguien se acercaba.
- ¿Quién es? –murmuró mientras se levantaba y giraba el cuerpo en dirección al camino–. ¿Quién viene?
Y Flavia, llena de espanto, deseó haber ido a la ciudad ese mismo día.
- ¡He dicho que entres en casa! –ordenó–. ¡Ahora mismo! Entra de una vez y corre a tu habitación. ¡Y no salgas de allí hasta que yo te dé permiso!
Y eso haría Caterina, que no había cenado aún. Encerrarse. Porque Flavia lo ordenaba, y porque siempre había que obedecer a Flavia quien, tras encender el farol del porche, esperó al hombre que se acercaba a su casa.
- Sólo quiero cenar algo. Lo que sea. –La voz del desconocido no era demasiado agresiva–. Una cena y me largo, señora, se lo aseguro. Eso sí, no podré pagarle lo que me dé.
Flavia le escuchó sin decir nada, y Caterina, desde lo alto de las escaleras, sólo pudo ver la cabeza de Flavia que no realizaba ningún movimiento, que no asentía ni negaba y que, seguramente, mantenía en el rostro una expresión de absoluta indiferencia.
- No tenemos mucho que ofrecerle… Creo que será mejor que se busque otro sitio.
- Sólo quiero cenar algo. Me conformo con poca cosa. Ya sabrá usted que no hay demasiados lugares habitados por aquí.
Sí. Flavia sabía que tenía razón y que no podía oponerse, así que dejó entrar al hombre y poco después estaban los tres sentados a la mesa, en silencio. ¿Cómo iba a negarse a dar de comer a un viajero hambriento? ¿Cómo iba a impedir que un hombre cansado se lavara y descansara en una casa limpia?
- ¿Y viven aquí las dos solas? –preguntó el hombre, que aún masticaba vigorosamente el último trozo de carne que le quedaba en el plato–. ¿Todo el año?
Caterina afirmó con la cabeza con cara de aburrimiento, pero Flavia dijo:
- Mi marido estará aquí mañana, al amanecer.
Y el hombre, que no apartaba los ojos de Caterina, se echó a reír.
- Deberían ensayar esto con más frecuencia. No deben permitir que nadie descubra que están ustedes mintiendo –dijo con una sonrisa cada vez más amplia–. Da la impresión de que se encuentran muy indefensas –murmuró mientras rozaba los dedos de Flavia, que se había levantado para traerle otra cerveza y que observaba ahora a Caterina con insistencia, como si quisiera hacerle saber algo que no podía expresar en voz alta.
- No estamos mintiendo –dijo Flavia–. Nunca mentimos… ¿Has terminado ya de cenar, nena? Creo que es hora de que te vayas a tu habitación. Mañana va a ser un día muy largo.
- ¿Tan pronto? –preguntó el hombre fingiendo una enorme sorpresa–. Deje que la chica se quede un poco más. Ya es toda una mujer, ¿verdad?
Caterina no respondió. En ese instante lo único que deseaba era sentarse en su cama para leer un libro o mirarse las uñas de las manos mientras canturreaba cualquier canción.
- Mi hija hace en mi casa lo que yo digo, ¿de acuerdo? ¿Caterina?
Ella miró entonces a su madre y negó con la cabeza como si no pudiera creerse nada de lo que estaba sucediendo. A continuación comenzó a subir las escaleras sin despedirse de nadie, y unos diez minutos más tarde oyó cómo se cerraba la puerta del dormitorio de Flavia, que susurraba algo que Caterina no quiso descifrar. Poco después se quedó dormida, y aún no había amanecido cuando abrió los ojos de nuevo.
Se cambió de ropa y salió descalza de su habitación para entrar en la de su madre, sin llamar. El hombre ya se había ido.
- ¿Por qué no te casaste nunca? –preguntó.
- Te lo he contado muchas veces, niña.
- Pues cuéntamelo otra vez –dijo Caterina sentándose en la cama de Flavia, que se incorporó hasta dejar la espalda apoyada contra la pared.
Flavia no sonreía, pero Caterina sabía que se sentía como si lo estuviera haciendo. Podía ver cómo su madre deseaba sonreír ampliamente, con una sonrisa sincera y sugerente que se extendería por toda su cara arrugada, cada vez más arrugada, y pálida, cada vez más pálida.


(c)Pilar Adón

Madrid - España

datos de Pilar Adón: en el espacio de autor, en la revista

imagen: Eugenio Daneri, En las afueras (de la muestra Eugenio Daneri: La mirada desde la sombra, Museo Benito Quinquela Martín, Buenos Aires)

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