Santiago Cabanes Gabarda




La habitación del poeta*


  Suciedad y miseria, paredes amarillentas, descolchadas, sucias y enmohecidas, donde, pegados como sellos, aparecían algunos coloridos carteles anunciando funciones de teatro y algunos recortes de prensa; la única ventana, siempre entreabierta, ofrecía el espectáculo desazonador de un patio interior de ladrillos rojos, en el que se acumulaban oscuros charcos de agua de lluvia...; olor dulzón y espeso, a humedad y tisis, y una única puerta sin cerradura que comunicaba con el patio superior del edificio, donde se encontraban los baños compartidos.
      Entre los escasos muebles que se permitía en aquel lugar, destacaba la cama ancha y de patas alargadas, de sábanas descosidas y mantas escasas, que se adueñaba indecentemente de casi un tercio del espacio disponible, y que resaltaba a la vista por su colchón grueso y rasgado. También un carcomido y viejo arcón de madera de roble, de aire señorial y distinguido, con una cerradura de hierro negro y oxidado, que su propietario creía procedente del siglo quince, si no fuera impensable lo ostentoso y digno de poseer una verdadera antigüedad… Pendida de una pared, una estantería astillada donde reposaban varios libros polvorientos, la mayoría de ellos prestados. Y el resto del mobiliario lo constituía una jarra ornamentada con dos líneas rojas, a la que faltaba un trozo de barro en el borde, y una jofaina de porcelana tosca y esmaltada, resquebrajada y vuelta a pegar, donde reposaba, sobre el soporte de madera, el único espejo de la habitación, un trozo de latón pulido y reluciente que sustituía al original...
     Y esto era cuanto poseía el poeta, al margen de su pretendido talento y de su incuestionable espiritualidad, que últimamente se alimentaba de aires místicos orientales y de vapores de absenta. Ninguna otra comodidad, no había espacio para más licencias, pero el poeta amaba su reducido cuartucho, su reino decadente, porque se encontraba en el centro de París y podía acercarse por las tardes a los cafés, y compartir con los mejores artistas que escuchaban sus problemas y le invitaban a una copa de vino caliente y a algo de sopa aguada. Y con esto había sobrevivido durante varios meses, y se consolaba pensando que pronto el éxito literario llamaría a su puerta.
     Pero todo se transformó cuando los rigores del invierno le forzaron a admitir el regalo de uno de sus escasos admiradores, que modificó, por sí solo, el ambiente arruinado de su pequeño tabuco. Se trataba de una vieja estufa eléctrica, con su rejilla de hierro, dos botones anaranjados y una barra incandescente, que el poeta acató como indispensable en el rigor gélido de París…
     Pero pronto estableció con ella una extraña relación pasional que acabó por admirarle. En un principio, aquella estufa le evocó ensoñaciones de añoranza por la tierra perdida, pues su calor, aunque artificial y aséptico, le recordaba la atmósfera cálida de su Latinoamérica natal. Y creyó encontrar en su fuego un sol radiante, chispas ocasionales, aromas instintivos de naturaleza en carne viva y en su crepitar desacompasado los ecos lejanos de un ritmo de bolero, visiones fugaces de imponentes praderas y un vasto horizonte, de ríos rabiosos y bosques vírgenes… Y acudió conmovido y ansioso a acurrucarse junto a ella, tarde tras tarde, mientras se dedicaba a la lectura y exprimía su torturada creatividad, desparramada sobre un papel que apoyaba sobre sus rodillas. Y no tardó en hablar con ella y en preguntar su opinión sobre este o aquel verso, sobre esta o aquella persona, y alguna tarde de furia desatada, mantuvo alguna discusión encendida con su estufa animado por el alcohol y por su imaginación delirante, desgañitando su garganta en una habitación vacía…
     Y a raíz de estas trifulcas, sus humildes vecinos, que ya le tenían por excéntrico, no dudaron en apartarse de él y le tomaron por loco. De esta forma, el poeta se encontró más solo que antes y se refugió en su nueva amistad con mayor frecuencia, y reservó para ella en exclusiva sus más íntimos pensamientos. Finalmente, un día en que sus desvaríos fueron más acusados, dedicó un verso anhelante a una hermosa criolla de ojos oscuros y labios ardientes, cuando en realidad reflejaba el cariño hacia su nueva y radiante compañera, la única que le proporcionaba esa compañía, ese calor que despreciaba pero a la vez precisaba…
     Lo único que reprochaba a su suerte, y esta sensación le atormentaba y le provocaba la más sincera contrición, era la naturaleza de su estufa, pues se trataba de un producto industrial, fabricado en serie, moderno, que había precisado renovar la deficiente instalación eléctrica de su pequeño reducto. Representaba, precisamente, esa mediocridad sin espíritu y esa degeneración burguesas contra las que siempre se había alzado. Y en alguna ocasión, cuando las punzadas de su conciencia se hicieron más intensas, intentó renunciar a ella, intentó apartarla de su vida, y, una tarde vaporosa y de rabia desaforada, a punto estuvo de arrojarla por la ventana y comprobar cómo su cuerpo metálico se estrellaba sobre los charcos embarrados del sórdido patio, y sus incontables piezas diminutas se esparcían desmembradas.
     Pero no ocurrió así, nuestro moderno Diógenes no supo renunciar a la única comodidad que había aceptado, y continuó dependiendo de ella. El rigor del frío, su nariz enrojecida, sus pies entumecidos y su carácter enfermizo e hipocondríaco, siempre sometido a toses convulsivas, le convencieron que necesitaba el moderno aparato, y acabó por formalizar un trato con ella. Se propuso educarla, elevar su espíritu, sacarla de su espuria mediocridad acomodada, y aceptó por vez primera un trabajo como profesor particular. Y descubrió, para su asombro, que su estufa era buena en música.
     De esta forma, ambos compusieron dos canciones tristes. El poeta añadió las letras melancólicas, apagadas, de hojas amarillentas que se desprendían para siempre de la rama desnuda, y ella colaboró con un ritmo obsesivo de voces agudas y afiladas, polifonías exaltadas que parecían provenir directamente de otro mundo. Y sintió recelo al comprobar que, en algunos aspectos, su alumna aventajaba al maestro, y que se despertaba en ella una creatividad inédita que jamás hubiera soñado…
     Finalmente, una tarde de febrero, el poeta escuchó un traquetear inusual, y no le cupo ninguna duda de su significado. Y se adueñó de su ánimo un terror aciago y, después, le embargó el más agudo de los pesares. El poeta entendió que aquel chispazo, ese minúsculo estallido, eran las últimas palabras, los últimos estertores, de su amada estufa. Y, en efecto, el aparato fue apagando su brillo en una suave languidez, y pronto dejó de emitir calor, de palpitar. Todo había acabado.
     Y, por primera vez en mucho tiempo, los sentimientos del poeta se desataron y aprendió a escribir, lloró, rasgó sus vestiduras, imploró y suspiró. Y no se asombró de que su estufa se hubiera despedido de él, que le hubiera dedicado sus últimas chiribitas, pues era lo más natural que aquel pequeño aparato hubiera presentido su propia muerte... Era obvio que aquella pequeña estufa eléctrica tenía alma.

(c) Santiago Cabanes Gabarda

*cuento preseleccionado en el Concurso de cuento Revista Archivos del Sur (2009)

Santiago Cabanes Gabarda es español.

Vive en Valencia, España.

Es Licenciado en Historia, actualmente trabaja como profesor de educación secundaria.

imagen: Miguel Carlos Victorica, Naturaleza muerta, Colección particular (de la muestra de Alfredo Guttero en el Malba)

Comentarios

Unknown ha dicho que…
Enhorabuena Santi!! me ha encantado!! teniamos un poeta entre nosotros y no nos habiamos dado cuenta!! Un abrazo
Unknown ha dicho que…
Muy entrañable!y muy original!
te animo a que continues escribiendo
besetes
Eli

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