Araceli Otamendi

Alicia Carletti - Juego de cartas



Leer este cuento trae suerte

Leer este cuento trae suerte es el título de un cuento que empecé a escribir alguna vez. Antes del conejo rosado, antes… Cuando todo parecía igual que siempre… cuando las cosas parecía que iban a estar en su lugar como siempre.  Voy a hablar del conejo rosa, rosado, pequeño, peludo, suave ¿como Platero?. Es que la vida en los departamentos parece tan monótona. Pero, como decía, el conejo rosa vino a trastocarlo todo. A tal punto que no sé si escribo para desprenderme de la imagen de ese conejo.
Todo empezó ¿empezó alguna vez? Con los nuevos vecinos. Sí, los del tercero ce. Cuando se mudaron no les presté atención. Los que vivían antes se fueron sin decir palabra, de la noche a la mañana. Un día me asomé al balcón y vi que el de al lado estaba vacío. Ni una planta, ni el perro, ni la nena que vivía ahí, y que tomaba sol de vez en cuando. Ni siquiera un chau, un adiós, un saludo a la distancia. Se habían ido y punto. Pero el conejo irrumpió en mi vida sin aviso. Llegó una mañana a mi balcón y lo vi. Pensé que se había escapado de algún dibujo animado. Era, es, un conejo precioso: chiquito, bonito, rosado, peludo, suave, como un muñeco. Apenas levanté la persiana lo vi. Me había levantado temprano. Estaba en mi balcón comiéndose las plantas. Lo alcé en mis brazos. El animalito se dejó acariciar sin ninguna dificultad, seguramente estaba muy contento: había terminado con las plantas de mi balcón casi de un solo bocado. Pero no había logrado, todavía, comer las hojas de las plantas que colgaban. Pensé que había saltado del balcón vecino y fui a devolverlo. Y así conocí a los nuevos habitantes.
Toqué el timbre con el conejo en una mano y esperé. Un ojo se asomó detrás de la mirilla. ¿Quién es? Preguntó la voz ronca de una mujer. Le mostré el conejo y la mujer abrió la puerta. ¿El conejo? Preguntó, aunque parecía saber la respuesta. Sí, le dije. El conejo ¿es suyo? La mujer asintió y me invitó a entrar. Fue así que conocí la casa. Le di el conejo y eché un vistazo al departamento. Paredes blancas, pocos muebles. En el piso, había una especie de tablero de ajedrez grande. Todo me parecía muy extraño. Pensándolo bien la mujer era bastante extraña, como si fuera una figura escapada de un mazo de cartas. Podría haber sido la sota de bastos o más bien de espadas. Tenía una sonrisa afilada, como si hubiera estado pensando con malicia en alguna cosa. Me detuve frente a una pared, miraba un cuadro, era más bien un espejo. ¿Le gustan los paisajes? me preguntó. Sí, sí, claro. En realidad fue en ese momento, cuando me pregunté si estaba soñando. O si había traspasado el espejo, como Alicia. La mujer fue a preparar el té, según dijo. Entró a la cocina y yo me quedé ahí, de pie en el comedor. Mientras, el conejo, hacía de las suyas. Había mordido la pata de la mesa y se disponía a pasar al balcón. Hasta donde pude ver, había muy pocas plantas. ¿Cómo hace? dije, subiendo el tono de voz. ¿Qué cosa? Me respondió la mujer. Gritábamos como si estuviéramos en el campo, a cien metros de distancia, una de la otra. ¿Cómo hace para tener plantas, con el conejo?
La mujer contestó no sé qué cosa, porque ya no me acuerdo cuando escribo esto. Porque parecía todo tan real, lo estaba viviendo. ¿Y entonces? En un rincón del comedor, había una mesita con un juego de té completo, tazas de porcelana, platos de postre, cucharitas. Todo parecía indicar que íbamos a tomar el té ahí. El reloj cucú, en ese momento sonó cinco veces. El pájaro se asomó otras tantas  y entonces supe que eran las cinco de la tarde. Pero si yo había llegado ahí a eso de las nueve de la mañana ¿tan rápido había pasado el tiempo? La mujer apareció con una bandeja de metal y una tetera. Ahora sí, se parecía más bien a la sota de oro de un mazo de cartas, pensaba. Me indicó con un ademán que nos sentáramos a tomar el té en aquél rincón. Pensándolo bien mi tamaño había disminuido hasta tal punto que podía sentarme perfectamente en esa silla, que antes, me parecía destinada a un niño que empezaba a dar sus primeros pasos. Enseguida vino el conejo rosa y se quedó entre la mujer y yo, como si esperara algo. La mujer sirvió el té con masitas secas, amarillas y secas. Las probé. Eran deliciosas. En eso el conejo saltó sobre la mesa y también comió masas. El pájaro del reloj cucú se asomó nueve veces. Miré a la mujer a los ojos y ella desvió la mirada. ¿Dónde estoy, me pregunté? La mujer tomaba el té como si nada, hablábamos de animales y de plantas, de cosas domésticas. Quise indagar en el tema del color del conejo ¿por qué era rosa? ¿y por qué no? Me contestó la mujer de la sonrisa afilada. Me pregunté si siempre luciría esa sonrisa. ¿Tenía alguna  importancia? En ese momento me sentía una extraña, tomando el té en esa casa, con esa mujer a la que no había visto nunca, con ese conejo rosado que había llegado a mi casa. La escena del té terminó cuando tocaron el timbre. Un hombre alto, con sombrero de copa entró, se miró al espejo y luego   se sentó a la mesa. Dejó el sombrero en el piso. Tenía piernas larguísimas. Se acomodó en posición de loto y se dispuso a tomar el té. Fue entonces cuando el conejo arremetió contra el sombrero y  empezó a morderlo y a comerse los pedazos de tela. El hombre y la mujer no decían nada, sólo bebían el té, parecían estar habituados a esa situación.  No dije nada. Me incorporé despacio, mientras el conejo seguía destrozando el ala y salí casi en puntas de pie del departamento. La luz del pasillo estaba encendida. Ya era de noche. Volví a mi casa, estaba a oscuras. La luz de la calle apenas  iluminaba el interior. Encendí la pecé. Las distintas luces empezaron a titilar: azul, rojo, algún amarillo. Distintos tonos de luz hasta que se hizo la luz en la pantalla. No había ningún mail interesante. Cerré la casilla de mensajes y me dispuse a escribir. Abrí el archivo: Leer este cuento trae suerte

© Araceli Otamendi
Noviembre de 2010

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