Susana Irene Astellanos
Fernando Fader, La mazamorra |
Los ojos de la sierra*
Martina llegó con sus abuelos a San Luis, viviría con ellos en las afueras de una pequeña villa turística dedicándose a la elaboración artesanal, bien artesanal, de aceite de oliva, conservas de aceitunas y algún dulce que completara la oferta a los visitantes. La niña había quedado sola después de la muerte de sus padres y sus abuelos decidieron volver a sus pagos para criar mejor a su nieta, lejos de recuerdos tristes.
La villa, con vocación de gran destino turístico, tenía por entonces muy pocos habitantes, la mayoría aborígenes muy ajustados a sus costumbres y creencias ancestrales. Supo ser tierra de comechingones, dueños absolutos del terruño, compartiendo su riqueza sólo con los animales, algunos de ellos intimidantes y generadores de respeto. Juan era descendiente de esos primeros pobladores, conoció a Martina en una de sus largas caminatas en aquel verano donde el tiempo sobraba más que en otras épocas del año; se encontraron tirándole piedras al mismo loro barranquero a orillas de un pequeño curso de agua. Sus edades y la falta total de prejuicios, abonó el suelo que hizo crecer su amistad.
Pasaron el resto de esas vacaciones contándose sus historias y compartiendo horas de juegos. En esos menesteres se encontraban cuando la niña vio un reflejo en la sierra, preguntó a su amigo qué era, él algo indeciso, le contestó:
—. Seguro cuarzo, brilla mucho con el sol.
—. Vos no sabes nada, no estás seguro ¿Vamos a ver?
—. ¡No! –Respondió Juan- Mejor no.
La jovencita se extrañó, por primera vez no aceptaba una propuesta suya de aventura. Un par de días después, nuevamente el brillo en las serranías los deslumbró, esta vez el muchacho no eludió el tema y le dijo a su amiga:
—. Te voy a contar una historia, como vos no naciste aquí, tu piel blanca quizás te proteja,
pero para las niñas de mi pueblo esta historia es una advertencia.
—. ¡Ah! No digas tonterías, hablá de una vez.
Juan le relató lo que los ancianos contaban desde mucho tiempo atrás: “En una aldea ubicada por esos rumbos, donde hoy ellos se aventuran en sus juegos, la gente vivía tranquila criando animales, un día a principios de otoñó, un águila se acercó al poblado más que de costumbre; habitualmente no molestaban ya que en la sierra había muchos ratones y víboras con los cuales alimentarse. Los hombres preocupados se prepararon para defender a sus animales, el águila al ver la amenaza se alejó, pero no por mucho tiempo. A partir de entonces el alado animal retornaba casi a diario, cada vez era espantado pero siempre retornaba. En cada ocasión se cercaba más sobrevolando la toldería. Hasta que un día los hombres no se preocuparon por el águila, un peligro mayor había aparecido llevándose un cabrito, se trataba de un puma.
Los hombres tomaron sus armas y salieron de cacería, dejaron a una pequeña niña en uno de los corrales, con la instrucción de que si el águila aparecía, agitara un trapo y así estarían a salvo. Como ya era su costumbre, la majestuosa ave llegó, la niña asustada comenzó a sacudir la tela con desesperación, no podía gritar para pedir ayuda a las otras mujeres, su voz se desvanecía a medida que entraba en pánico, entonces el águila comenzó a aproximarse ignorando el paño desplegado por la pequeñas manos, se acercó tanto que en un momento los ojos de los dos, niña y ave, se cruzaron en una mirada; por un instante el mundo desapareció a su alrededor y hubo una conexión mística entre ambos. El tiempo inmóvil, el ave suspendida en el aire sin agitar sus alas, la jovencita estática mantuvo su mirada fija hasta que un sonido, el silbar de una flecha rompió el encanto y el certero disparo atravesó el cuerpo del animal que cayó al piso. La niña se arrodilló a su lado sin separar sus ojos de los del animal que murió a los pocos segundos; junto a él cayó la niña como fulminada, aunque no muerta.
Los hombres que volvían de la cacería con su presa, llegaron en aquel dramático momento, creyeron salvar a la niña derribando al ave y la vieron junto a él caer. La pequeña estuvo en un letargo febril varios días, luego, de a poco, la niña comenzó a mejorar pero al despertar levantó lentamente los párpados mostrando sus ojos, ya no profundamente azabaches, sino amarillos dorados como los del ave de vio morir; ciertamente lo último que pudo ver ya que además había quedado ciega.
La jovencita se recuperó y un día sin compañía alguna, a pesar de su ceguera, se dirigió hacia la sierra y llegó hasta la precaria tumba donde habían sido depositados los restos de la imponente ave; al regresar había cambiado, si bien nunca volvió a ver con sus ojos terrenales, había obtenido un don, era capaz de percibir claramente el interior de las personas, sus dolencias, sus males y sus odios. La gente comenzó a acercársele a pedir consejo, por sus enfermedades o tristezas, también le traían a los pretendientes de sus hijas para saber si eran dignos de ellas, a veces sólo iban para ver sus ojos ya que transmitían paz.
Así vivió hasta su vejez, gracias a los regalos que la gente, solamente desaparecía una vez al año para visitar la tumba emplumada; hasta que un año, siendo ya muy anciana simplemente no volvió. No pudieron encontrar su cuerpo pero en el lugar donde se encontraba el sepulcro del águila, una luz cegadora apareció. Los mayores de la tribu prohibieron a todos ir a ese lugar por considerarlo sagrado.”
—. Desde entonces cada vez que vemos el brillo en la sierra simplemente nos alejamos de
allí. –concluyó diciendo Juan-
—. ¡Qué linda historia! -Opinó Martina- Pero es sólo eso, una historia, un cuento de los
viejos.
El verano se fue enfriando, llegó la escuela y los encuentros de los niños fueron menos frecuentes, hasta que un día de Abril, cumpleaños de la pequeña, decidieron festejar juntos a orillas de un arroyo, donde se podía tocar la sierra, hasta el lugar llegó Martina y sus abuelos llevando torta, jugo y mate, hacia allí iba José por un sendero con una flor como regalo. A lo lejos vio el jovencito a los tres y un instante después un brillo lo cegó, quiso gritar, no pudo, echó a correr pero no llegó a tiempo, la niña acarició en la piedra lo que pensó era un trozo de cuarzo, desmayándose al momento.
Al despertar… Amarillos-dorados eran sus ojos, José no lo podía creer ¡Si sólo era una historia!
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