Ego te absolvo - Araceli Otamendi
Alighiero Boetti |
Ego te Absolvo
Nota: los personajes, situaciones de este cuento son ficticios, cualquier semejanza con la realidad es mera coincidencia
Estas cuatro paredes hablan. No se esperen de mí que sea más que un testigo. Soy eso, he presenciado los hechos, escuché las palabras, vi. En mi corazón albergo el más profundo estupor y desprecio. Voy a relatar los hechos desde mi visión.
Magdalena se había casado con él para no quedarse soltera, para no cumplir el destino que subrepticiamente su familia quería hacerle cumplir. El destino de “la más chica”. Él, un abogado relativamente próspero, no demasiado joven, ni demasiado viejo, divisó a lo lejos, y también a lo cerca, la conveniencia del matrimonio. A ella todavía, le quedaba una familia amorosa y unida. Ella los quería, ellos la querían, ella pertenecería a la familia, tendría su lugar, siempre y cuando se ajustara a las rígidas reglas tácitas que mantenían la unión. ¿Quién había elucubrado esas reglas, quién era el o la mandamás del grupo? Nunca lo había podido saber. En eso todo era silencio y acuerdo. A él le quedaba un título universitario y una decadencia que se avizoraba de lejos. Pero dentro de poco, alcanzaría también el título de escribano y eso le permitiría abordar la vida de otra manera. En una de las paredes hay una vitrina con algunos regalos de boda. Algunas porcelanas, alguna platería. Ella siempre había sido hábil para las labores, sabía tejer, coser, bordar, hacer puntilla. Pero en su casa materna no había aprendido a cocinar, ya que esos menesteres estaban en manos de empleadas domésticas. Apenas se casó con Abel, él se fue para arriba y ella para abajo. Ella alcanzó el estatus de una empleada doméstica sin sueldo y él, el de un escribano renombrado, con algo de dinero, simpático y cajetilla.
Estas paredes hablan, relatan los hechos, en mi corazón albergo el más profundo estupor y desprecio.
Ella era “la más chica” de la familia, la destinada a cuidar a la madre anciana, la última en nacer, la que no se podía casar ni tener hijos. Por eso, cuando se casó con Abel, creyó alcanzar sino el cielo, al menos una parte de él. No iba a quedarse para vestir santos, tal vez podría tener un hijo, tal vez dos, quién sabe. Las vueltas de la vida son muchas, y tal vez, él, Abel, con el tiempo, la vida doméstica y el amor que ella le prodigaba, pudiera cambiar sus aires de don juan y mandón.
Con el tiempo Magdalena se fue dando cuenta. Abel seguía subiendo en su profesión y ella estaba más descuidada y molesta. Las infidelidades de Abel ya casi no se ocultaban. Empezaron, según ella, cuando quedó embarazada de Anabel. Si no le puso a su hija un nombre de reina al menos el nombre lo había podido elegir ella. Porque en todo lo demás, era Abel quien elegía, desde las comidas hasta el aroma del jabón con que se bañaban. Los gritos de Abel eran insistentes, se escuchaban por toda la casa:
- ¡Traéme la toalla!, ¿me escuchás? Magdalena.
Y ella iba, y le llevaba la toalla blanca recién planchada. Al principio de su casamiento Magdalena tenía un lavarropas y se encargaba ella, para ahorrar dinero, de lavar la ropa en la casa. Pero Abel quería que Magdalena estuviera todo el tiempo ocupada mientras él se ocupaba de asuntos en el estudio.
Estas cuatro paredes hablan, no esperen de mí que sea más que un testigo.
Magdalena empezó a hacer más labores cuando Abel empezó a llegar más tarde del estudio. Entonces ella se dedicaba a coser algunos pañuelos, a tejer algunas cosas, a algunas manualidades para vender en casas de regalos. Así tenía por lo menos algún dinero con qué agasajar a los suyos. A la familia, a esa familia que la había postergado tanto, porque ella era la más chica y estaba destinada a cuidar a la madre anciana y a vestir santos. Ahora que Magdalena se había casado y estaba esperando un hijo, el destino se había dado vuelta, pensaba.
Sin embargo, su hermano Eduardo no pensaba lo mismo cuando la visitaba. Eduardo era un testigo privilegiado, llegaba a comer a la casa de ella una vez por semana y presenciaba las escenas que Abel montaba para torturar psicológicamente a su hermana.
Estas cuatro paredes hablan, no esperen de mí que sea más que un testigo.
Eduardo salía indignado de ahí cuando Abel empezaba a pedir a los gritos otra comida: - Este bife está medio crudo, Magdalena, te dije que me gusta cocido. Entonces Magdalena iba y ponía el bife otra vez en la plancha, con una sonrisa en los labios, para no irritar a Abel, y luego iba a ver a la nena en puntas de pie, para saber si seguía dormida.
Eduardo aprovechaba para estudiar al cuñado: lo veía como a un sapo, feo y grotesco, un clásico esperpento que se aprovechaba de su hermana. Él, se aprovecharía también, pero de él, de Abel, instalándose a dormir una vez por semana, cuando iba a comer, porque vivía lejos y así evitaba viajar de noche.
Eso le reventaba a Abel, que su cuñado, ese testigo de parte, ese hombre, estuviera ahí en su casa, comiendo con ellos, observándolos.
Magdalena volvió con el bife en el plato y se lo sirvió a Abel. Enseguida éste dio un puñetazo en la mesa.
- No voy a comer esta carne, está fría.
A Magdalena se le desvaneció la sonrisa de los labios y ofreció preparar un puchero. Enseguida lo haría, con papas, batatas, caracú, chorizo y morcilla como le gustaba a Abel.
Eduardo no dijo nada. Se sirvió otra copa de vino tinto y siguió comiendo mientras miraba a la hermana, desde el comedor. La silueta de Magdalena se había hecho más fina, desde que se casó con Abel. Se veía que estaba a disgusto en ese matrimonio donde llevaba todas las de perder. Pero Magdalena era así, no daría el brazo a torcer frente a la familia, porque ella era la más chica y estaba destinada originalmente a cuidar a la madre anciana y a quedarse para vestir santos. ¡Tomá! pensaba a veces, frente al espejo. Salí de casa y cumplí otro destino ¿no es mejor así? Ellos querían que me quedara ahí, con mamá. Como una solterona, mientras cada uno hacía su vida. ¡Tomá!
El único que se compadecía de ella era Eduardo, el mejor, el más compinche. El que venía a comer una vez por semana y observaba al sapo, cómo torturaba psicológicamente a la hermana.
Por las tardes, Magdalena miraba algunos programas de televisión, después de llevar a su hija al jardín de infantes y mientras hacía algunas labores para
luego vender y poder ofrecer algunos pequeños regalos a sus hermanos y sobrinos. Magdalena era generosa y amable, tal vez demasiado. Demasiado tolerante con las infidelidades de Abel.
Anabel, también era, para la familia, la más chica. La más chica de las nietas, la más chica de las sobrinas. Pero Anabel, estaba harta de ser la hija de Magdalena y de Abel, de tener que ser la hija de una víctima y un padre opresor e infiel.
Estas cuatro paredes hablan, no esperen de mí que sea más que un testigo.
Cuando Anabel empezó a ir a la escuela, Magdalena tenía más tiempo para estar sola en casa y pensar. También para mirar la televisión y escuchar a renombrados especialistas en psicología y algunas escritoras famosas que hablaban sin tapujos en la pantalla. Eran famosas y destacadas, hablaban sin pelos en la lengua y tal vez a ella, Magdalena le hubiera gustado ser una mujer así, inteligente, desenfadada y no la más chica de la familia. Entonces Magdalena empezó a atar cabos y mientras cosía y hacía puntillas para luego vender en casas de regalos y así poder ofrecer algo a su familia, pensaba.
Y también pensaba cuando Abel empezó a ausentarse algunos fines de semana con el pretexto de la cacería. Cazar perdices nunca había sido el fuerte de Abel, el fuerte de él estaba en la palabra y en el engatusamiento.
Abogado, leguleyo, escribano, pleitero, enredador. Esas eran las argucias y habilidades de Abel, pero no la caza.
Abel se había comprado varias escopetas de caza y también un revólver. Tenía las armas guardadas y las sacaba algunas veces para examinarlas.
Como Magdalena ya estaba bastante cansada de las mentiras de Abel, empezó a elucubrar cómo se libraría de semejante batracio. Eduardo, su hermano, ya le había aconsejado que se divorciara. ¿Y de qué voy a vivir, hermano? Le decía. Anabel va a un colegio privado, tendría que sacarla de ahí. Te arreglarías, decía él. Era tan fácil decirlo. Pero el lugar que la familia le había destinado era cuidar a la madre anciana y vestir santos y ella los había desafiado. No quería volver con ellos, seguramente la destinarían a un lugar inferior, como siempre había sido, el de la más chica.
Estas cuatro paredes hablan, no esperen de mí que sea más que un testigo.
Y cada año que pasaba, Magdalena encontraba más tiempo para pensar, para salir a la calle hasta que su hija, Anabel volviera de la escuela, a mirar vidrieras, a caminar.
Una tarde se detuvo frente a una vidriera del centro: era una armería. Se detuvo a mirar una pistola beretta calibre 22.
Tal vez pudiera aprender a tirar, pensaba. Tal vez, cuando él se pusiera violento, desafiante, la insultara, ella podría dispararle.
Cuando Abel volvió de uno de esos fines de semana de la “cacería” de perdices sin ninguna de estas aves, con la camisa manchada de lápiz labial y olor a perfume francés del bueno, Magdalena se dijo que era el momento de demostrar su nueva habilidad.
Anabel se habia quedado a dormir en la casa de una de sus tías. Por lo menos ella tenía una linda casa con un jardín grande y primos y amigos para jugar.
Abel llegó con su cara de batracio y sus modales de rana, de cajetilla trasnochado y leguleyo enredador y pidió un vermouth. Magdalena apenas lo saludó. La tarde había sido calurosa pero ahora, por suerte, había refrescado. Magdalena le preparó el vermouth, cortó unos trozos de queso y puso unas aceitunas en un platito. Como siempre, el guarango se tomó el vermouth, se comió el queso y las aceitunas.
No le bastaba con mirar a Magdalena mientras exhibía un intolerable desprecio y burla hacia la madre de su hija, hacia su mujer. También tenía que hacerlo con total desparpajo. ¿Y vos, qué tal? dijo él. Mientras Magdalena lo miraba y antes de contestarle, él se adelantó: ¿qué hacés, gila?
Magdalena no dijo nada. El dijo que se iba a bañar.
Estas cuatro paredes hablan, no esperen de mí que sea más que un testigo.
Magdalena revisó entonces los bolsillos de Abel. Había de todo, menos dinero. Seguramente se lo había gastado con esa mujer, esa mujer con la que tenía una relación estable desde hacía unos años. Encontró también una carta, la leyó. Y enseguida otra vez escuchó los gritos de Abel: Magdalena, Magdalena, traeme la camisa blanca.
¿La blanca? Dijo ella con algo de sorpresa. Sí, la blanca.
¿No te vas a quedar en casa?
No, tengo que salir. Tengo que hacer un contrato.
Un contrato, un contrato, con la otra mujer, seguramente.
Magdalena le llevó la camisa blanca y almidonada al baño.
Tenía ganas de escupírsela y entregársela así.
El se había vestido como para ir a una reunión, elegante, pero apenas disimulaba su cara de sapo.
Magdalena lo vio salir de la casa. Miró el reloj. Anabel se quedaba a dormir en casa de su hermana. ¿Y ella? ¿qué iba a hacer hasta que él volviera? Buscaba el revólver en el cajón de la mesa de luz. Lo esperaría en penumbras, entraría a la habitación de Anabel y se quedaría ahí, esperándolo, mientras podría tal vez coser algún vestidito para las muñecas de Anabel, bordar algún pañuelo para regalar a sus hermanos.
La sombra de las hojas de los árboles se movía en las paredes del dormitorio. Y también el viento había empezado a soplar. ¿Quién le iba a decir a ella que iba a tener que hacer algo así? Estaba tan harta. ¿Qué hacés gila? Se repetía mentalmente. La voz del batracio le daba vueltas en la cabeza. ¿Acaso no le había dicho ya cosas peores, insultos, porquerías? ¿Acaso no la había despreciado, se había burlado de ella cuando su hermano Eduardo estaba presente? También la denigraba frente a su hija.
Para qué repetir aquí las palabras con que lo hacía.
Estas cuatro paredes hablan, no esperen de mí que sea más que un testigo.
Magdalena miró la fotografía de su hija colgada en la pared, la primera fotografía, luego vestida con el guardapolvo amarillo para el jardín, el primer día de la escuela primaria. Luego fue hasta el cuarto, la ropa de él, la que había traído de la cacería estaba tirada en el piso. No tenía ganas de levantarla, las medias sucias, los calzoncillos, la camisa manchada con lápiz labial. Fue hasta la cocina y trajo un escobillón. Arrastró la ropa barriéndola hasta el lavadero, la pisoteó un poco, la escupió y luego la levantó con una pala y la arrojó al cesto de la ropa sucia.
Se recostó durante algunos momentos. Pero no, no podía hacerlo, tenía que esperarlo despierta.
A eso de las tres de la mañana escuchó el ruido de la llave girando en la puerta. Estaba sentada en la cama de Anabel, a oscuras. El entró a la cocina y se sirvió un whisky con hielo. Ella tomó el revolver y fue caminando lentamente hacia la puerta de la habitación. El se sentó durante algunos minutos en el living. Se escuchaba el tintineo del hielo en el vaso de whisky. Seguramente la llamaría ahora para que le cocinara algo. Magdalena, Magdalena, la llamó. Ella no le contestó. Se quedó al lado de la puerta, en la habitación de Anabel, a oscuras.
El empezó a caminar hacia el dormitorio, la buscaba. ¡Magdalena! Insistió con el vozarrón. ¡Magdalena!
Ella sentía que el corazón le latía cada vez más rápido.
¡Magdalena! ¡Magdalena!
Tardaría pocos segundos en buscarla aquí, en la habitación de Anabel.
Abel encendió la luz del dormitorio de ellos. Estaba ordenado, la cama hecha, cubierta con la colcha, todo en su lugar.
Era evidente que ella no estaba, que se había ido, pensaba. El se acercó a la habitación de Anabel. Ella apretó el gatillo.
Fueron, uno, dos, tres disparos. Lo hizo en estado de emoción violenta, reconoció el juez. No había testigos.
Ella pasó en la cárcel dos meses. Anabel fue contenida por algunas amigas y profesoras. Madgdalena salió de la cárcel y volvió a vivir junto a su hija.
Estas cuatro paredes hablan, no esperen de mi, que sea más que un testigo.
© Araceli Otamendi – Todos los derechos reservados
imagen: Alighiero Boetti, Nada por ver, nada por ocultar, hierro y vidrio (de la muestra en la Fundación Proa)
Comentarios
Una opinión: La nota de "Los personajes... cualquier semejanza" le quita potencia a lo que viene, además de parecer una forma de "pedir disculpas" por lo te nace escribir.
Te dejo un cariño enorme.
Humberto.
un abrazo