Manuel Soriano
La vida y muerte de Lärs Kinsky*
Que un polaco de origen judío, haya llegado a los márgenes del Arroyo Tacuarembó, es de por sí asombroso. Cada inmigrante carga con su leyenda, y muchas de estas se parecen, hasta en eso de resultar increíbles; aun así, la vida de Lärs Kinsky ya forma parte de la mitología rural uruguaya. Su historia, viciada por el tiempo, exacerbada por la caña, merece al menos, el dudoso homenaje de este relato.
Lärs Kinsky nació en Poznan en febrero (algunos dicen marzo) de 1927. No tuvo hermanos; su padre era contador y su madre la encargada de una infancia sin sobresaltos. La llegada de los alemanes marcó su destino. Al poco tiempo, una mano enguantada golpeó en la puerta de los Kinsky. Sólo el pequeño Lärs escapó a la redada. Escondido en un sótano invisible, pudo escuchar cómo sus padres se entregaron mansamente. Jamás los volvería a ver.
El Contador Kinsky era un hombre heroico y previsor. Para salvar a su hijo, había borrado de la casa todo indicio de su existencia. Los oficiales no encontraron fotos ni juguetes ni ropas de niño; por ello, tampoco hubo preguntas. Lärs recién pudo perdonar a su padre años más tarde, cuando recibió, de manos de una partera tacuaremboense, la tibieza de su propio hijo.
Cuentan –y aquí le pido al lector la condescendencia del que acepta una leyenda- que Lärs sobrevivió casi cuatro años en ese sótano. Le habían dejado alimentos, lumbre y una vigorosa colección del Reader´s Digest. Con estas revistas, que por estos pagos se conocen como Selecciones, el joven Lärs colmó su tiempo y su ansiedad. Revisó sus páginas como las de una Biblia. Se entregó al optimismo de sus reseñas; creyó en el poder sanador de la risa, en la bendición de la tuberculosis, en la visión privilegiada de los ciegos. De todas las notas, una lo conmovió inexplicablemente. Se titulaba: “El mate: compañero de emociones”. La leía una y otra vez, palabra por palabra, dibujo por dibujo. Mucho antes de llegar al Uruguay, mucho antes de haberlo probado, Kinsky había empezado con el mate una relación obsesiva. Conocía las distintas maneras de cebar, el consumo promedio de cada región, la liturgia del gaucho, los valores nutricionales, y hasta la historia del oro verde de los guaraníes.
“El mate atesora recuerdos; en cada carga de yerba conviven risas, palabras y emociones.” Lärs repetía esta frase como un autómata, a veces en voz alta y otras apenas moviendo los labios, como un párroco murmura su oración. Acaso sospechaba que lo acosarían hasta su muerte.
¿Por qué Uruguay? ¿Por qué Tacuarembó? Las versiones se entretejen y a veces se contradicen. Unos cuentan que llegó por tierra del Brasil; otros, que había trabajado en una hacienda de la mesopotamia argentina; los más, que había arribado directamente al puerto de Montevideo y que allí había vivido unos meses, en un conventillo del Barrio Sur. Lo que nadie en el pueblo objeta es que un día de verano de 1946, llegó para quedarse.
A su manera polaca, Lärs se había convertido en un muchacho apuesto. Había tomado de su madre el pelo dorado y fino; los ojos azules, algo tristes. Tropezaba graciosamente con el castellano; erraba géneros y conjugaciones. No tardó en despertar la curiosidad de las mujeres locales. Pudo tener a cualquiera, pero eligió a la hija de la señora que le arrendaba su habitación; una muchacha pequeña y desgraciada, que algunos tomaban por tímida, y otros por idiota. Al año se habían casado, y unos meses más tarde, ya esperaban familia. El legado paterno era menos visible; de él, Lärs había heredado el apego a los números, la destreza comercial y el horror a la metáfora. Con el aval de la boda, pidió un préstamo y se inició en la cría de cerdos. Apenas le tomó cinco años convertirse en el ganadero más próspero de la zona.
El día en que cumplió 36 años, Lärs fue picado por una yarará. Resultó ileso, pero esa noche no consiguió dormir. En la locura del insomnio, las palabras del pasado volvieron a su encuentro. Su razonamiento era metódico e insensato:
“Si una carga de yerba aloja risas, palabras y emociones, cada descarga es un asesinato...y si el uruguayo promedio lo hace al menos unas 150 veces al año, somos cómplices del irreversible genocidio de nuestro pasado.”
Atormentado, dejó la cama y se dirigió a la cocina. Sobre la mesa, encontró la calabaza brasilera que había usado durante años. Calculó su contenido en54 gramos de yerba. Quiso desecharlos, pero un dolor atávico, a la altura del pecho, se lo impidió. Caminó hasta la vera del arroyo, donde la inundación había dejado una pequeña laguna. Allí, solemnemente, vació la carga del mate.
Desde entonces, toda la yerba que consumía iba a parar al mismo lugar. Cuando su secreto dejó de serlo, no tardaron en imitarlo; primero fueron su mujer y su hijo, luego siguieron sus empleados y el pueblo entero. Lo hacían por fe o empatía, por temor a la condena social, o simplemente como una forma de combatir a la muerte. En menos de un año, la laguna se había convertido en un insondable mate.
La leyenda implica, por lo general, un desenlace incierto. La desaparición de Kinsky dio inicio a una serie infinita de versiones y habladurías. Se dice que se había vuelto loco o evangelista, que por las noches citaba a Goethe en perfecto alemán, que había perdido el habla, que tomaba más de siete litros de mate por día, que echó a diez empleados por temor a la amenaza comunista, que había matado en una hecatombe a la mitad de sus cerdos, que apenas dormía, que pasaba días enteros en la laguna de yerba, que cuando el termómetro marcaba más de 30 grados, hundía una caña en su pantano y chupaba amargura hasta quedar colorado. Que aún hoy, cuando el vapor emerge del agua, traza el contorno de su rostro derrotado.
La fría crónica policial del 15 de enero de 1965, destaca que el Sr. Lärs Kinsky, reconocido empresario porcino, de 37 años de edad, se ausentó de su morada sin previo aviso. Vestía pantalones verdes y una camiseta blanca de mangas recortadas.
Lärs Kinsky nació en Poznan en febrero (algunos dicen marzo) de 1927. No tuvo hermanos; su padre era contador y su madre la encargada de una infancia sin sobresaltos. La llegada de los alemanes marcó su destino. Al poco tiempo, una mano enguantada golpeó en la puerta de los Kinsky. Sólo el pequeño Lärs escapó a la redada. Escondido en un sótano invisible, pudo escuchar cómo sus padres se entregaron mansamente. Jamás los volvería a ver.
El Contador Kinsky era un hombre heroico y previsor. Para salvar a su hijo, había borrado de la casa todo indicio de su existencia. Los oficiales no encontraron fotos ni juguetes ni ropas de niño; por ello, tampoco hubo preguntas. Lärs recién pudo perdonar a su padre años más tarde, cuando recibió, de manos de una partera tacuaremboense, la tibieza de su propio hijo.
Cuentan –y aquí le pido al lector la condescendencia del que acepta una leyenda- que Lärs sobrevivió casi cuatro años en ese sótano. Le habían dejado alimentos, lumbre y una vigorosa colección del Reader´s Digest. Con estas revistas, que por estos pagos se conocen como Selecciones, el joven Lärs colmó su tiempo y su ansiedad. Revisó sus páginas como las de una Biblia. Se entregó al optimismo de sus reseñas; creyó en el poder sanador de la risa, en la bendición de la tuberculosis, en la visión privilegiada de los ciegos. De todas las notas, una lo conmovió inexplicablemente. Se titulaba: “El mate: compañero de emociones”. La leía una y otra vez, palabra por palabra, dibujo por dibujo. Mucho antes de llegar al Uruguay, mucho antes de haberlo probado, Kinsky había empezado con el mate una relación obsesiva. Conocía las distintas maneras de cebar, el consumo promedio de cada región, la liturgia del gaucho, los valores nutricionales, y hasta la historia del oro verde de los guaraníes.
“El mate atesora recuerdos; en cada carga de yerba conviven risas, palabras y emociones.” Lärs repetía esta frase como un autómata, a veces en voz alta y otras apenas moviendo los labios, como un párroco murmura su oración. Acaso sospechaba que lo acosarían hasta su muerte.
¿Por qué Uruguay? ¿Por qué Tacuarembó? Las versiones se entretejen y a veces se contradicen. Unos cuentan que llegó por tierra del Brasil; otros, que había trabajado en una hacienda de la mesopotamia argentina; los más, que había arribado directamente al puerto de Montevideo y que allí había vivido unos meses, en un conventillo del Barrio Sur. Lo que nadie en el pueblo objeta es que un día de verano de 1946, llegó para quedarse.
A su manera polaca, Lärs se había convertido en un muchacho apuesto. Había tomado de su madre el pelo dorado y fino; los ojos azules, algo tristes. Tropezaba graciosamente con el castellano; erraba géneros y conjugaciones. No tardó en despertar la curiosidad de las mujeres locales. Pudo tener a cualquiera, pero eligió a la hija de la señora que le arrendaba su habitación; una muchacha pequeña y desgraciada, que algunos tomaban por tímida, y otros por idiota. Al año se habían casado, y unos meses más tarde, ya esperaban familia. El legado paterno era menos visible; de él, Lärs había heredado el apego a los números, la destreza comercial y el horror a la metáfora. Con el aval de la boda, pidió un préstamo y se inició en la cría de cerdos. Apenas le tomó cinco años convertirse en el ganadero más próspero de la zona.
El día en que cumplió 36 años, Lärs fue picado por una yarará. Resultó ileso, pero esa noche no consiguió dormir. En la locura del insomnio, las palabras del pasado volvieron a su encuentro. Su razonamiento era metódico e insensato:
“Si una carga de yerba aloja risas, palabras y emociones, cada descarga es un asesinato...y si el uruguayo promedio lo hace al menos unas 150 veces al año, somos cómplices del irreversible genocidio de nuestro pasado.”
Atormentado, dejó la cama y se dirigió a la cocina. Sobre la mesa, encontró la calabaza brasilera que había usado durante años. Calculó su contenido en
Desde entonces, toda la yerba que consumía iba a parar al mismo lugar. Cuando su secreto dejó de serlo, no tardaron en imitarlo; primero fueron su mujer y su hijo, luego siguieron sus empleados y el pueblo entero. Lo hacían por fe o empatía, por temor a la condena social, o simplemente como una forma de combatir a la muerte. En menos de un año, la laguna se había convertido en un insondable mate.
La leyenda implica, por lo general, un desenlace incierto. La desaparición de Kinsky dio inicio a una serie infinita de versiones y habladurías. Se dice que se había vuelto loco o evangelista, que por las noches citaba a Goethe en perfecto alemán, que había perdido el habla, que tomaba más de siete litros de mate por día, que echó a diez empleados por temor a la amenaza comunista, que había matado en una hecatombe a la mitad de sus cerdos, que apenas dormía, que pasaba días enteros en la laguna de yerba, que cuando el termómetro marcaba más de 30 grados, hundía una caña en su pantano y chupaba amargura hasta quedar colorado. Que aún hoy, cuando el vapor emerge del agua, traza el contorno de su rostro derrotado.
La fría crónica policial del 15 de enero de 1965, destaca que el Sr. Lärs Kinsky, reconocido empresario porcino, de 37 años de edad, se ausentó de su morada sin previo aviso. Vestía pantalones verdes y una camiseta blanca de mangas recortadas.
(c) Manuel Soriano
Manuel Soriano es argentino. Actualmente vive en Montevideo, Uruguay
imagen: fotografía (c) Francis Alÿs - Francis en la noche (de la muestra contemporáneo 16 en el Malba)
*cuento finalista en el Concurso Historias de inmigrantes organizado por la revista Archivos del Sur
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