Juan Carlos Pérez López




Salvoconducto 

La suerte es un duende que buscamos en los sitios más insospechados. Nos acecha burlón. Quiere que lo atrapemos, pero es escurridizo. A veces, sin pretenderlo, lo dejamos escapar delante de nuestras narices. Mientras huye nos hace una pedorreta; nos sentimos desgraciados. Echamos la culpa de nuestras desdichas a la propia vida; no somos capaces de reconocernos como responsables de nuestro propio infortunio. Erramos destino; llegamos al desastre personal.
     Intento agarrarme a la verdad del vino; me ahogo en mis propias mentiras. Como el Titanic, me he hundido al chocar mis cuitas contra los hielos que enfrían los tragos largos o cortos por los que navega mi existencia. Soy un náufrago dentro de la desolación de mi vida, de una vida que se ha ido a pique de manera lenta, pero imparable, de manera silenciosa, pero estrepitosa. Yo di rienda suelta a mi fatalidad. Todo lo demás compone un batiburrillo de excusas baratas que me ha costado caro.
     Yo creía controlar mi espacio vital. Sin darme cuenta, me estaba haciendo esclavo de un invitado que se coló en él a hurtadillas. Pero es que yo le abrí la puerta. Y entró hasta la cocina, arrasando con todo a su paso. Para cuando quise darme cuenta, había perdido mi libertad.
     Cada vez que escurro un vaso, en su fondo veo cómo mi mujer y mi hijo me han pegado una patada en el culo. Pero también cómo mis hermanos, aunque siempre que los necesito salen en mi auxilio, me miran con recelo, quién sabe si también con desprecio, pues sufren en sus propias carnes el dolor, el sufrimiento que causo a mi padre por causa de mi adicción irrefrenable al alcohol.
      Papá es el único que me soporta; la sangre liga. Sobre él descargo mis mayores arrebatos, las llamaradas de mi lengua cuando se desata sin control, azuzada por los latigazos de mis borracheras sin recreo. Él no me ha abandonado. Creo reconocer sus lágrimas en las gotas que quedan en el fondo de mis fieles compañeros, los vasos, de los que sería capaz de beberme hasta su cristal si fuera líquido. En definitiva: he perdido a mi familia, y si no lo he hecho, estoy desorientado y no atino a dar con su paradero. Quizá ella ya no quiera que la encuentre. Ahora me doy cuenta de mi ruina: mi mundo se ha desmoronado delante de mis ojos, con la complicidad de mi cobardía.
     Siempre dicen que nunca es tarde, pero mi tren ya pasó. Yo me he quedado a pie firme en el andén, viéndolo llegar, viéndolo parar, viéndolo marchar. Me han faltado las fuerzas, quizá la valentía, para montarme en él y ver pasar de largo desde su interior una estacón tras otra sin que yo echara pie a tierra, manteniéndome firme en la verdad de un viaje agreste que no he sabido emprender: la abstinencia, el único trayecto que puede llevarme del lado de los que siempre me han querido.
     Mantengo una relación de amor y odio con el alcohol. Él me posee, me disfruta. Nuestros abrazos son espirales, tolvaneras que conducen a ninguna parte, al reino de los tarambanas. Soy uno de esos peleles que han dejado escapar entre sus dedos sus mayores tesoros del mismo modo en que la fina arena se escurre entre ellos. Hoy sólo me quedan ansiedades a las que reto sin lucidez, la mejor forma para encararlas sin que te revienten el alma, el corazón… la cabeza. Porque sólo bañado en la confusión soy capaz de enfrentarme con mis demonios, los mismos que yo liberé de sus infiernos para que alzaran su dictadura en mi vida, en esta vida sin aliados, hartos estos de que les hiciera la puñeta sin descanso.
     En fin, a estas alturas comprenderán que ando sobrio, que estoy en un momento de claridad que me angustia. Mis manos temblorosas buscan un asa que les dé serenidad. Por desgracia, ese asidero, hoy por hoy, sólo sé reconocerlo sobre la barra de cualquier bar, sobre ese campo de batalla en el que he sido derrotado por la torcedura del alcohol. Pero aun queda la esperanza de que no esté destruido del todo.
     Ojalá  gane fuerza en algún alto el fuego, me llegue valor para pedir el armisticio, valentía para reconocer, al fin, mi enfermedad, único salvoconducto que me puede ayudar a escapar de ella, a reencontrarme conmigo, a ser digno de darme a los demás de nuevo. La soledad da tanto miedo…

(c) Juan Carlos Pérez López

Bormujos, Sevilla, España


*cuento finalista en el concurso de cuento Revista Archivos del Sur

imagen: Roberto Rossi, Tazas y frutas, muestra "Vida quieta", Buenos Aires.

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