Lorgio Ángel González Dalmau

Roberto Matta, La composición con tonos verdes



Cayajabos*

“Hay su misterio en  lo que un ser humano necesitado puede llegar a creer. Es el caso de Cayajabo.”

Guido volvió a recorrer con la mirada su auditorio. Calculó que sería cerca de la medianoche aunque el velorio aún se mantenía nutrido porque el suicidio de Moncho, profesor  joven y simpática persona, lo había sentido todo el pueblo. Además, según Manuel, todavía Navaja estaba investigando en un video la causa del suicidio y la gente quería saber. Tendría tiempo y auditorio para otro relato si lograba que  Ruly y Bartolo, el aspirante a poeta, no le desviaran el asunto.
“...Por estos rumbos las creencias en la santería, paleros y  babalaos, no son muy fuertes, dice el Historiador que predominó el Espiritismo de Cordón,  por la composición étnica, que la influencia del vodú haitiano es más al Este, para mí es como decir que había pocos negros en la zona.
Pues eso de la brujería tiene sus cosas. Aquí se dio un caso con Cayajabo, que a eso debe su nombre, antes se llamaba Armando Torres. Resulta que él trabajaba de tractorista en la finca de los Castañedas, ahí después del río.  Y no se crean, que un negro tractorista en aquella época era más que doctor en esta. El caso es que de pronto se casa con Liduvina,  mulata que trabajaba en la casa de los patronos, una de las muchachas más lindas de todo este contorno, y un cuerpo de sirena. A los pocos meses nació Sergio, que contrario a los de su condición de prematuro, hijo de negro y mulata, brotó  rubio y grandazo como los Castañedas, que después, como por remordimiento lo adoptaron e incluso,  cuando le quitaron las tierras con la Reforma Agraria, se lo llevaron  del país.  Pero  Armando ya le había hecho tres o cuatro negritos a Liduvina, que aún no había perdido el hábito de dormir la siesta con Arturo Castañeda.  Cuando se fue del país, Armando brincó de gozo, pero la cosa empeoró  porque entonces Liduvina cogió otros marchantes, Beto la Polluela, el padre de Navaja y Enrique Peña, cuando venía al pueblo, eran los puntos fijos y más de una vez  ella lo dejó como gallo parido cuidando a  los muchachos.
Pues para un San José, fiestas patronales de este pueblo, nos encontramos a Armando todo lloroso tratando de consolar con pitos y dulces a los negritos que echaban de menos a la madre. Esta vez hacía tres días que no estaba en la casa. Entonces se le ocurrió a Pedro mi primo decirle:
- Armando tú lo que tienes es que hacerle un trabajo para que no se te vaya más.
- ¿Trabajo?
- Sí, de santería, amarrarla.
Entonces Pedro le explicó que el que más sabía de brujería era Enrique Peña, un truhán  de primera que andaba con nosotros. Era de aquí pero recorría toda la Isla, siempre venía para los San José, pero lo mismo llegaba de Quivicán, de Buenaventura que de Los Palacios, bien parecido. Vestía bien, con sombrero tejano. Decían las mujeres que se parecía a Jorge Negrete, y con cuatro pesetas que traía se le sobraban las novias, incluyendo a Liduvina que era un amor de juventud. Fíjense si Enrique era resuelto que después se fue para la Sierra Maestra con los Rebeldes y bajó de Teniente.  Entonces se puso para hacerle la maldad a Armando y nos apartamos un poco del gentío para que Enrique entrara en trance. Montó el congo sin mucha intensidad para no llamar la atención y después de algunas jerigonzas dijo concluyente:
- Ya Liduvina está en la casa.
Armando, y los niños que estaban desconfiados, cuando entendieron, saltaron de alegría. En esto no hubo engaño porque los tres días se los había pasado con Enrique en un hotel de la ciudad como celebración del San José. Yo tuve que escribir lo que le pidió que trajera para el trabajo de santería, porque a pesar de su  porte,  Enrique  conocía  de cuentas a la memoria pero no sabía escribir y Armando menos. Dentro de las cosas que yo me acuerdo anoté un chivo negro, un gallo colorado, tres gallinas blancas, un gato negro que estuviera alzado en el monte, un aura tiñosa, una jicotea y un majá para las siete sangres de la Tierra; tres gajos de ciguaraya, cúrvana y rompesaragüey;  apazote, zarzafrá, mastuerzo; cintas negras, rojas y verdes; pelos de diferentes partes del cuerpo de Liduvina, una braga y un ajustador, siete botellas de ron Pitirre, pólvora, azufre, azúcar cándida, sal en grano, pimienta, jengibre, todo eso por libras y  una pila de cosas por el estilo, y  recuerdo que en dinero  fue siete setenta y siete en centavos amarillos que  circulaban de casualidad. Y lo más importante era que tenía que hacer un collar con treinta y tres cayajabos lo más fuerte posible porque tenía que usarlo siempre y de reventarse alguna vez se rompía el amarre. Después supimos que se lo hizo Lleyo Aguilar con un alambre de acero inoxidable que todavía lo trae y al cual debe su nombre. Dicen que una vez en una reyerta lo agarraron por el collar y levantó los brazos.
- Mátame si quieres, pero no te metas con el collar.
Recuerdo que terminaba la lista con tierra de la tumba de Tristán Paneque, un guapetón que habían matado de una puñalada hacía años, pero que tenía a su haber la leyenda que con el puñal clavado en el pecho tomó una piedra del fogón de una vieja friturera y se la arrojó al agresor que quedó tuerto. Todo ocurrió aquí en el parque, la gente vieja lo sabe. Cuando Armando se fue soltamos la risa.
-          Hasta el otro San José no reúne el pedido.- dijo Enrique.
Pues quién les dice a ustedes que en poco más de una semana se apareció Armando en casa del tío donde estaba parando Enrique con tres sacos de cosas y los animales. Enrique tuvo que seguir el juego y con él mismo nos mandó a buscar. Fuimos para la ceiba solitaria que está a la orilla del río. Armando limpió un ruedo que le indicó Enrique y en el centro puso a hervir un caldero con los ramajes  y los ingredientes que había traído.
Pedro y yo  éramos como los ayudantes. Enrique se tomó de un trago media botella de Pitirre para montar el congo decía él,  y el resto nosotros, Armando también bebió.
- Tienes que tomar las siete sangres de la Tierra para que tu caballo coja fuerza.
Con un afilado cuchillo fue degollando animales y Armando bebió con mucha fe hasta la sangre de la tiñosa, pero cuando le tocó al gato que estaba encerrado y furioso en un saco de lona, dijo Enrique:
-  Cógelo y mátalo a mano limpia y bebe la sangre para que tu caballo sea fiero, fiero.
El gato le desguazó las manos, pero lo dominó, y mordiéndole la nariz le chupó la sangre. Yo estaba en temblores pero no sabía cómo parar aquella locura. Le advertí a Enrique que Armado no podía tomar del mejunje del caldero porque la cúrvana es venenosa. Lo más cómico fue cuando lo hizo desnudar y ponerse la braga y el ajustador de Liduvina, con la advertencia que no se los podía quitar en tres días. Después fue la consagración del collar de cayajabo. Todavía me queda la imagen de  Armando parado en medio del ruedo bañado con la pócima, con la ropa interior de la mujer, el majá muerto enrollado en  el cuello para que sobre él se posara el collar; los despojos del gato en una mano y la tiñosa en la otra, haciendo equilibrio sobre el carapacho de la jicotea, de donde no podía caerse sin romper el amarre. Enrique, murmurando frases entrecortadas, le daba la vuelta haciendo un redondel  con la pólvora, azufre, sal y demás componentes; de vez en cuando lo escupía y daba palmadas a Armando que a duras penas se mantenía sobre el carapacho. Enrique le puso el collar después de darle tres pases diciendo suábana suábana suábana, donde los cayajabos, que yo no he visto semillas más duras que esas, ustedes las han visto, parecen un balín, rechinaron en el cráneo del negro que no pudo evitar que se le aguaran los ojos. Enrique nos indicó que nos apartáramos y tiró un fósforo sobre el compuesto de pólvora y parece que algo explotó de más sin saberlo nosotros, aquello fue una bomba, tuvimos miedo que viniera la Guardia Rural. Cuando se despejó el humo apareció Armando más negro que nunca pero algo de triunfante había en él. Ya eran casi las seis de la tarde y Enrique le dio las últimas instrucciones:
- Enreda los pelos de Liduvina en las cintas y clávalas en la ceiba por la parte donde sale el Sol, ahí tienes que estar arrodillado hasta que calcules que sea medianoche.
Le entregó en un saco los restos del majá, la jicotea, el gato y la tiñosa.
- Luego te vas de rodilla hasta el cementerio y entierras el saco en la tumba de Tristán Paneque  que es el espíritu que va a garantizar el amarre. Después te vas sin llegar al pueblo, por siete días, lejos, nadie de aquí puede verte y cuando vuelvas Liduvina será solo para ti.
- Es que en Cuba hay muchos Cayajabos.- interrumpió Bartola y continuó:
Usted puede evidenciar
Y con esto no lo alabo,
Que para ser Cayajabo
No hace falta collar.
- Bartolo, sin cantar, no te olvides dónde estamos.- le corrigió Ruly y Guido se apresuró para evitar que le cortaran la narración.
Nosotros nos llevamos el chivo, las gallinas, el gallo  y el ron que quedaba, hicimos la fiesta en casa del tío de Enrique. Supimos que Armando caminó de rodillas los casi dos kilómetros hasta el cementerio, dicen que se le podía seguir por el rastro de la sangre cuando ya iba llegando. Enrique aprovechó los siete días que Armando iba a estar fuera del pueblo para darle su vuelta a Liduvina que nada sabía del asunto. Pero quién les dice a ustedes que fue la última vez. Hay cosas que no tienen explicación por más que se le busque. Cuando Cayajabo regresó, tomó tal posesión de Liduvina  que jamás lo traicionó, ni el propio Enrique  pudo estar más con ella, ni cuando bajó de la Sierra Maestra con el Ejército Rebelde, que con la barba y el pelo largo se parecía a Jesucristo.    
- ¿Guido, usted cree eso que dice Bartolo?- preguntó Ruly.
- Realmente...  no hace falta el collar, aunque creo que no todos los  Cayajabos han tenido la suerte que tuvo Armando.
 (c) Lorgio Ángel González Dalmau

Granma. Cuba

Lorgio Ángel González Dalmau
Licenciado en Español-Literatura, Licenciado en Derecho y Doctor en Ciencias de la Educación Superior. Profesor de Derecho en la Universidad de Granma. Ha obtenido premios en los concursos Batalla de Guisa y Manuel Navarro Luna en los géneros de cuento y teatro. "Premio finalista, accésit y mención especial” por la novela “Cuentos de velorio”,  y el relato “Lo más tenebroso del periodo especial” en el I certamen de Novela Corta y Relato, "Revista Literaria Katharsis, 2008", España. Ha publicado relatos en “Prisma” y “Luz de Yara” tabloides literarios de la Provincia y Letra Universal de España.  Tiene inéditas las novelas “El reino de la Bestia”, “Luz y Carbón” y “Cambalache.”


 *El cuento Cayajabos resultó finalista en el Concurso Literario Leyendas de mi lugar, mi pueblo, mi gente - Segunda Edición - Jurados: Irene Meyer (Argentina-Francia), Gloria Dávila Espinoza (Perú) y Araceli Otamendi (Argentina)


imagen:

Matta, Roberto
(Santiago de Chile, Chile, 1912 - Tarquinia, Roma, Italia, 2002)
La composición con tonos verdes, 1939
Lápiz color y grafito sobre papel
32,3 x 49,3 cm
Malba


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