Liliana Díaz Mindurry



Liliana Díaz Mindurry



Último tango en Malos Ayres

                                             



        No me venga con que ya no se acuerda de la Francisca, usted justamente, si usted fue el primero que me habló de ella, el primero que me trajo al café Segundo, en la zona más vil del sur de Malos Ayres  (ese café bailable con orquesta de tango y puterío propio, ese café que parece redondo y que tiene un número cinco en la pared escrito con carbonilla por algún borracho sarnoso), el de las fotografías recortadas en forma de círculos –fotografías que debe haber tomado algún loco que ni siquiera sabe fotografiar ni para un álbum casero- ese café adonde usted me llevó precisamente, para que la conociera. Esa mujer absurda, me dijo. Rubia de nacimiento y no por opción, fea, con algo de bebida ordinaria. Algo torcido se le movía en las caderas con el tango, o la fatiga que trataban de disimular los labios, o la mueca de triste. Ahora creo que el encanto le venía de los dientes, de las uñas, un matiz de pájaro, de garra, de tobogán, de infierno. Uno le imaginaba los pezones como el pico de un buitre.
          Nos sentábamos usted, yo y otros en las mesas del fondo. Pedíamos café, ginebra, whisky, cerveza, lo que fuese. Aún apretados a cualquier perra y tocándole el culo en cada esquina del baile, la mirábamos. La veíamos siempre entre hombres, hablando fuerte para que la notaran. En general, tipos como, yo, como usted. La mirábamos. Pero no era una mirada simple. Había otras cosas: como un asombro, unas ganas de patearle la cabeza. O nada de eso. Tal vez era mirarla por la costumbre de que estuviera ahí, de que existiera, de que usara un disfraz que no entendíamos bien. Y la imaginación más o menos torpe de la basura que tendría entre las piernas, un ojo turbio, mojado, como los ojos turbios, mojados, a cada lado de la nariz.
          Desde el primer momento, supe, supimos, los rumores sobre la Francisca, los cuentos sobre su histeria, sobre su costumbre de seducir infelices, llevárselos a su casa, dejarlos desnudos, inventar historias, mandarlos de vuelta. Aunque había uno al que trataba distinto. Era un pendejo con cara de enfermo, perpetuamente drogado. Pablito, el muñón, se pasaba las horas en la mesa de ella o bailando con el pelambre batido por los ventiladores, como dormido o en otro mundo y la Francisca lo acariciaba y hablaba con los otros. A veces nos parecía el hijo de ella, porque tenían las mismas manos, esos dedos de muertos. Después estaban las mentiras respecto del domicilio de la Francisca. Que tenía fortuna, que vivía en una casa enorme con sirvientes. Que desplumaba a más de uno. Y que era loca, pero loca en serio, delirante. Bebíamos. Yo pensaba en esa cosa turbia que sería como el ojo de un gato muerto.
          Fue uno de esos días en que me llegó el turno de ser su compañero de baile. Empezó a desplegar sus discursos sinuosos, su verbalidad oblicua. Sentí sus pezones que me agujereaban, le sentí el olor, el jadeo en el comienzo de la garganta. Después, bailando me tocó un poco, apenas, lo suficiente para mí.
         -Sos diferente –ronroneó y de repente noté que era cierto, que quizás era lo único cierto que había dicho, o quizás con esa forma, a veces desdeñosa, lograba su efecto más completo. La sensación de decir la verdad.
         -También vos –le murmuré, y era cierto y más que cierto, verdad absoluta. Porque tal vez era eso lo que yo deseaba, esa diferencia, ese veneno parecido al de los perros callejeros, o al de los trapecistas, o al de esas moscas que no se cansan de volver. Algo untuoso y también inasible. Tal vez allí venía el olor, ese perfume de los recién muertos antes de estancarse. Cuando me aburrí de murmurarle inmundicias, le recité un poema en italiano, un viejo poema que la oscuridad del tango hacía más tenebroso. Un poema que usted solía recitar mirándola y riéndose. Dejó de sonreír.
          -No me gustan esos versos. Te prohíbo que me los repitas –habló de golpe pero después trató de amenguar la frase-. Ha sido ése que te lo metió en la boca.
         Don Juan, el encargado del lugar (siempre decía que no era el dueño), un viejo enfermo, noté que la observaba con odio. Tal vez había sido alguna de sus víctimas. Era el único que la miraba así. Alguien, tal vez usted, me contó que era pariente de Pablito. El diminuto muñón, que, en un costado, roncaba bajo los dedos de la Francisca. Alguien, tal vez usted, me contó que el viejo había sido el marido de la Francisca, pero no le creí, se inventaba tanto sobre ella. Hacía un calor fuerte, sofocante, que no amenguaban los dos ventiladores que giraban continuamente hasta hacer volar las servilletas. Ahora ella hablaba y el ruido de la voz producía un efecto similar a la hipnosis. Me imaginaba morder la voz, le imaginaba el sexo hablando con esa voz, mis dientes en el sexo, en la voz. Pablito se había despertado y desplegaba una sonrisa idiota, vencida, una sonrisa de gato de zaguán, de gato expulsado a puntapiés. “Mi pobrecito”, dijo y lo acarició de tal modo que creí que lo iba a tomar en sus brazos, que lo iba a acunar, a colocarlo en su falda, a guardarlo entre los dedos. Después se olvidó de él y me invitó a su casa. Me dio una tarjetita arrugada que yo ni miré.    
          Como a todos me pidió que tomara la llave, que llegara a cualquier hora de la noche, cuando ella durmiera. Que dormida me estaría esperando. Que antes bailarían un tango, un tango caliente, el último tango, así dijo. Era lo que proponía a todo el mundo. Después  agregó: que aunque ella se enojase, antes de irme, le recitara esos versos que la habían fastidiado.
          Lo que son las leyendas y la idiotez de quien las inventa. La Francisca no tenía casa. Vivía ahí mismo en el fondo del segundo, quizá por la limosna del dueño. Un cuarto viejo, descascarado, techo y paredes pintados de oscuro para agrandar la tiniebla, un ambiente espeso o denigrante o vaciado. Ganas de ponerme los zapatos, de escapar, de encender mis alarmas, de desaparecer de estas cuevas de putas. Como en el café, los ventiladores desde todas partes creaban huracanes calientes con olor a humedad y parecía que algo antiguo gobernaba las paredes, el techo, los muebles y giraba en un derrumbe. Puse el tango, el que ella dijo, algún gruñido de Piazzolla. No pensé en nada.
          Estaba en el dormitorio, en apariencia ella me esperaba. Bailamos casi desnudos el último tango y yo sentía como los picos de buitre me arrancaban las tripas. Le ensalivé la boca, el cuello, la nariz, las orejas, el pelo, los ojos, las cejas, la frente, los brazos, los dedos, las uñas, mordí los picos de buitre. La oí entrechocar los dientes. El último tango –y digo último tango no sólo porque ella lo dijo sino porque fue el último que pude oír porque no hubo más tango que ése y no hubo ni siquiera Malos Ayres, la suciedad de Malos Ayres- era una caverna, un estertor, una cosa hirviente, un cajón despanzurrado, una lastimadura general. La miré apenas, moverse en el tango. No era una persona ni un animal ni una planta. Le ví un ojo que devoraba todas las cosas, un ojo que se movía con el tango y con una cosa rampante en la pupila. Y no era el ojo que tenía junto a la nariz al lado de otro semejante. Era un ojo que le venía de adentro, desde la cueva de los muslos. Estaba muy oscuro y de repente tropecé con Pablito que dormía en la alfombra.
          -¿Qué hace éste aquí? –exclamé y ella me contuvo la patada y la injuria.
          -Pobrecito, no te molesta, dejálo en paz. Si te molesta, andáte.
          El “andáte” no estuvo pronunciado de una manera orgullosa sino humilde. De un puñetazo la tiré al suelo y la ví blanca, abierta, con el tango metido en el cuerpo como si la música se hubiera corporizado y le hubiera arrancado los huesos; total había tiempo para deshacerla, para arrojarla a los basurales. Aunque la sonrisa se me cerró en la cara en la misma forma en que se cierra una puerta automática, cuando me dijo, o insinuó decir, o pretendió comenzar a decir, o hizo esfuerzo por pretender alcanzar a decir, que me fuera, que no podía hacerle eso a Pablito, que Pablito era su único hombre. Yegua histérica, empecé, no sabés quién soy yo, no te creas que soy de la raza de los boludos que se dejan pisotear por vos. No dije estas palabras sino con esa voz tenue, disuelta, casi secreta, que hace más perfectas las injurias. La voz se me fue espesando y le mostré un pedazo de revólver. La Francisca no se asustó, como si estuviera acostumbrada, como si fatalmente sucediera lo mismo, como si cada uno de los mil fantasmas realizara los mismos gestos, repitiera las mismas frases y no hubiera lugar para lo inédito.
           -Parece mentira que todavía no te hayas dado cuenta de que estoy muerta.
           -Todos estamos muertos, imbécil –suspiré-. Qué descubrimiento.
          -No es una metáfora. Yo estoy muerta pero muerta del todo. Muerto el cuerpo, nada me hace una bala. Este pobrecito también está muerto y también Juan y todas las cosas del Segundo. Y la gente. Y el tango. Y tu compañero de mesa. Pero vos no, pobre diablo, vos no.
          Discutimos. Me hartaban las palabras, el juguete de las oraciones, sujetos y predicados. El revólver no tenía balas. Me saqué hasta la última prenda.
          -Parece que no querés entender.
          Hice pedazos lo último que le quedaba. Un sexo raro de pelos amarillos, como muerto, le salió entre la ropa. El ojo amarillo del sexo me miraba. Cuando de repente pretendí entrar, la sensación de un saqueo me hizo desistir. O sería ese espanto de los solitarios, el que producía el perfume a carroña. O sería ese ojo hueco que entreabría donde descansaba algo lentísimo que nunca terminaba de producirse, algo irrecuperable, lo que estaría pudriéndose. Traté de apagar los ventiladores que no cesaban de girar. El tango seguía y era una cuerda extrema donde era posible oír el hueco.
          -Maldita seas.
          Ya no tenía ganas. Me vestí. Entonces ella empezó a contarme una especie de historia ridículamente absurda. No se si valdrá la pena repetirla porque no tienen sentido ninguna de las sílabas que la componen, pero bueno, tampoco tiene sentido usted que me escucha, ni lo que estará pensando, ni lo que nadie pueda pensar en un mundo como éste. No escuche, haga de cuenta que aquí se terminó el relato, que yo me fui, que me repugnó estar con ella o que me dio miedo o desprecio o lo que a usted le guste. O que fui otro boludo en manos de una histérica.
           Parece que don Juan Malatesta había sido su esposo. Pero que ella (se llamaba a sí misma Francesca da Rímini) había querido al chico, a su cuñado, Pablito, a ese fragmento de cosa miserable con nalgas de mujer. Y que un día en que leían no sé qué historieta, el viejo los reventó a cuchillazos. Y que ahora estaban muertos y que ese café Segundo era el Segundo Círculo del Infierno, por eso era redondo, por eso los ventiladores, el huracán que se llevaba a los lujuriosos. Que no había Dios ni nada pero sí una especie de demonio invisible, de objeto siniestro que no tiene forma y que está en todas partes y que Juan lo sabía, que Juan también estaba muerto y para vengarse la ponía a ella en el café Segundo para que los infelices la vieran y desearan tirarla en una cama y meterse adentro de ella. Pero que ella no podía estar con nadie porque estaba muerta como Pablito, Juan y el resto de los espectros, usted mismo, Virgilio, así lo llamó. Que sólo yo (me llamaba Dante) estaba vivo porque yo debería escribir todo eso, llamarlo Canto Quinto y decir que era una comedia, una comedia absurda porque ningún amor mueve las cosas.
           Sin embargo los otros, los fantasmas, los tipos con cara de grullas o estorninos, también usted entre ellos –no ponga cara de asombro, de yo no fui –estaban apostados en la oscuridad, esperando. Yo mismo les había abierto la puerta y uno a uno se subieron al cuerpo de ella hasta que la destrozaron (y ella seguía con sus locuras y que yo debía escribir y que los huracanes y que Dante Alighieri y que Francesca da Rímini) y a Pablito pisoteado, el muñón pisoteado, pisoteada la cara de paloma, con espuma roja entre los dientes. Llené de mierdas a todos, de mierdas y putas mientras los ventiladores giraban sin cesar, tal vez para amenguar los sudores, el olor que volteaba, ese calor de horno de la pieza o los quejidos. Y algún día en el manicomio (ya más viejo yo, y ella más vieja), fui a visitarla, y me apareció un llanto estúpido por la locura de esa mujer, por el infierno de Malos Ayres, por el disparate de las cosas, un disparate que se me fue metiendo en la garganta, un disparate que se me abrió en la laringe y que se parecía al hambre. Y era como un fuego cansado que ya no desea quemar. Y caí como cae un cuerpo muerto en un mundo de formas extrañas, como en un sexo de pelos amarillos, un ojo aceitoso y triste que miraba entre las piernas, ciego y harto, a través de un viento caliente, lejos de usted y sus consejos idiotas, caí en la sofocación de ese último tango boqueante donde alguna mujer rubia dice algo que ya no se quiere oír.      
(c) Liliana Díaz Mindurry
Buenos Aires
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