Patrocinio Navarro Rodríguez









La pequeña Sen Yui







Hace mucho tiempo, en un lugar muy lejano, nació una pequeña niña llamada Sen Yui, la primogénita de una familia de campesinos pobres, muy pobres. Como era normal en aquella y en otras aldeas de la China rural y profunda, sus padres hubieran deseado tener un solo hijo y que este hubiera sido varón, pero nació una niña.
El padre se mostró bastante malhumorado cuando comprobó que, después del parto, era una hermosa hembra lo que se dibujaba ante sus ojos. No pudo controlar su ira y culpó gravemente a su esposa de no haberle dado un hijo varón
--No sirves ni para tener hijos—le reprochaba a su esposa--. Si lo hubieras deseado tanto como yo, me habrías dado un hijo varón.
--Los dioses nos han sido favorables y nos han entregado una bella hija sana—respondía su esposa para aliviar su descontento.
--Calla, ya pensaré lo que haré con la niña—contestó el padre
Tras escuchar las palabras de su marido, la joven Fiyi, madre de Sen Yui, arropó a su hija fuertemente contra su pecho y pensó que nada ni nadie la apartaría de aquella pequeña criatura. La niña sorprendida y presionada por la fuerza de los brazos de su madre rompió a llorar hasta que Fiyi comprendió que la apresaba con demasiado ímpetu, y fue cediendo en su empeño de aprisionarla con sus brazos. La pequeña, ya aliviada, siguió sintiendo la pasión de su madre y le mostró una sonrosada y diminuta sonrisa que llenó de alborozo su corazón.
Sen Yui fue creciendo bajo el calor del amor materno y el desprecio y la frialdad de un padre que no cedió jamás en su empeño en conseguir un varón. Fiyi mostraba resistencia a quedarse una vez más en estado porque temía que algo malo podría devenir a su hija si llegaba una nueva criatura a su casa.
De vez en cuando, y alentada por algunas vecinas, Fiyi acudía a la casa de una vieja hechicera que le suministraba pócimas y conjuros para no quedar de nuevo en estado. Esto parecía surtir efecto, pues el padre, por mucho que buscaba al hijo varón, no conseguía que su mujer quedara encinta. Maldecía una y otra vez a su esposa y a la mala fortuna que le había acompañado desde el día que tuvieron a Sen Yui.
Era tal el odio que le iba teniendo a su hija que no podía más que mostrarle repulsa y malos modos cada vez que la tenía cerca, así que la pequeña, día a día, se fue apartando de su progenitor y cada vez que lo veía aparecer por la puerta se alejaba al extremo de la insignificante vivienda donde no se pudiera hacer notar. ”Cuando llegue tu padre no le digas nada, no le hables, no le molestes, te haces invisible a sus ojos. Es un juego entre tú y mamá…”, le decía su madre mientras comprobaba el temor que iba creciendo tanto en el espíritu de su hija como en el suyo propio.
La pequeña se había acostumbrado a aquello que le parecía más bien un juego y se hacía invisible a los ojos de su padre, era el momento de jugar a solas en aquel escondite que se había encontrado entre cestos de mimbre y mantas a cuadros que servían para poner a secar los hijos y las pasas del campo. Allí se sentía protegida, bajo aquel manto que la cubría completamente se divertía con una muñeca hecha de tela cuya forma semejaba tanto a la de una patata.
Una mañana Fiyi se sintió indispuesta. Hacía tiempo que había dejado de acudir a la vieja hechicera por falta de dinero y pensó que ésta la habría traicionado lanzándole un conjuro. El malestar continuó y cada día se levantaba vomitando y mareada. Sus malos presagios se cumplieron, y lo que hubiera sido una bendición para cualquier mujer de este planeta para ella se convirtió en la peor de sus pesadillas, estaba embarazada. Maldecía una y otra vez su cuerpo mientras se golpeaba el vientre con sus pequeñas manos ennegrecidas por el arduo trabajo al sol. Nadie más que ella tuvo tan claro que ya nada sería igual para su pequeña hija, su princesita de ojos rajados.
Y el nuevo vástago nació ante la mirada atenta de su hermana que esperaba con impaciencia e ilusión la llegada de la nueva criatura. Una gran sonrisa arrancó de sus labios cuando su madre, aún dolorida por el parto, mostró a su esposo y a Sen Yui el recién nacido. Por fin se había cumplido el deseo del marido y había germinado la semilla con un chico que mantendría la tradición del hijo varón. Tal era la alegría del padre que durante un tiempo descubrió a su esposa el afecto que llevaba años sin mostrarle, dándole el calor y la ternura que ella ya había olvidado.
Sen Yui seguía en su escondite y, allí refugiada, acudía junto a ella su pequeño hermano persiguiendo el juego y el cariño de esta. Ya no habitaba sola en aquel frío rincón, ahora tenía el calor de un hermano para compartir una infancia no del todo feliz.
La miseria fue estrechando la casa de la familia de Sen Yui y el poco dinero que llegaba era para el nuevo retoño, debía crecer grande y fuerte como le correspondía a un hijo varón. La madre, a escondidas, intentaba guardar algo para la niña pero la situación se agravaba cada día más. No había comida para todos, ya presagiaba la madre la ruina que se les venía encima y ahora, más que nunca, temía por la salud de su hija si la dejaba desnutrida para alimentar a su nuevo hijo.
Aprovechando que el niño andaba enfermo y que Fiyi había acudido a la ciudad para curarlo, el padre tomó a su hija, le colocó sus pequeñas piernas entre las caderas y la llevó lejos, a un lugar donde nadie pudiera reconocerla como hija suya. Tenía pensado desde hacía tiempo venderla y aprovechó la ausencia de su esposa para hacerlo. Tomó el camino hacia una aldea distante de la suya y con la niña, unas veces a cuestas y otras tirando de ella, anduvo durante parte del día y de la noche hasta llegar a su destino y apartarla para siempre de sus vidas.
En un viejo caserón retirado del mundo se encontró con su compradora.
--Toma tres monedas de plata, lo acordado—apuntó una señora con desprecio mientras le entregaba el dinero.
--Dijimos seis, eso fue lo que yo pacté en el pueblo con la vieja hechicera…--respondió el `padre indignado por el dinero que le daba.
--¿Lo tomas o lo dejas…? Te la puedes llevar por donde la has traído si es lo que prefieres, aquí la mercancía no nos falta.
Pero el padre no mostró más empeño y soltó indignado, de golpe, a Sen Yui ante aquel portalón de madera carcomida por la podredumbre y los años. La arrojó a los pies de aquella enorme figura femenina como si se tratara de un saco de desechos, pero no era un desecho, era una pequeña criatura que en pocas horas había perdido el amparo de su madre, su hada madrina, por tres monedas de plata.
La pequeña fue instalada en una habitación sin ningún tipo de compañía mas que un llanto sordo que la ahogaba mientras pensaba en su verdadera familia. Desde dentro se oían voces cercanas, llantos de bebés, murmullos incomprensibles… Pasaron dos días y el único contacto que había tenido con el mundo era el de una joven de pocas palabras que le traía un plato de arroz y un vaso de té cada tres o cuatro horas. La niña tomaba con resignación la comida que le proporcionaban y esperaba que de un momento a otro la sacaran de aquella reclusión.
Al tercer día vino a buscarla la señora que había entregado las monedas a su padre y tomando a Sen Yui por un mechón de su pelo la arrojó con ímpetu hacia fuera de la habitación mientras le indicaba algunas obligaciones que debería cumplir para que su vida siguiera teniendo sentido: “No intentes huir, por aquí no hay más que bosque y animales terribles que te devorarán si abandonas esta casa. Aquí ayudarás a las otras chicas mayores a limpiar y a cuidar de los pequeños, y si no lo haces te encontrarás con mis manos y estoy segura de que eso no te gustará nada.”
Sen Yui, hipnotizada ante lo que decía la impresionante mujer, movió su pequeño cuello de arriba a abajo en señal de conformidad y siguió a su dueña hasta la cocina donde tenía colocado un pequeño poyete pegado a la pila de platos para comenzar la tarea que le había sido encomendada. Allí había tres niñas, vendidas como ella, que la miraban con cara de tristeza e indiferencia, haciéndose copartícipes de la infelicidad que sumía en aquel momento a la pequeña que apenas habría cumplido los ocho años. Nadie se le arrimaba para tenderle esa mano, ese calor que tanto hubiera agradecido en aquellos momentos.
Un día se le acercó una niña cojita de dulce mirada y pocos años más que Sen Yui y, a escondidas, le habló con total seriedad:
--Esta noche saldré de la casa para entregar dos bebés y tú debes colocarte detrás de la cortina para poder escapar cuando la puerta quede entreabierta, que así la dejaré yo para que cojas la ocasión y escapes sin que nadie se dé cuenta.
--Pero hay animales salvajes en el bosque y yo tengo miedo de no poder liberarme de sus garras—respondió Sen Yui.
--Algunos hombres son animales salvajes, entran y salen de esta casa llevándose a los bebés como si fueran ganado de compra y venta. Si no huyes llegará el momento en que la dueña te entregue a ti también. Corre fuera y busca a tu familia, atraviesa el bosque si es necesario y reza para que puedas regresar a tu hogar—le insistió la pequeña cojita.
Sen Yui esperó a que llegara la noche y aprovechó la salida de su amiga para seguir las indicaciones que ésta le había dado. Se arropó en una enorme capa de lana que había encontrado en una cuna vacía y corrió bosque adentro hasta que sus piernas aguantaron. Por el camino sentía ruidos, veía sombras, escuchaba fantasmas, pero un hondo sentimiento de libertad la hacía dirigirse hacia lo más profundo del bosque.
Llegó al hueco de una cueva y allí, entre el follaje acumulado por algún animal, lanzó su cuerpo que despavorido no tardó en dormirse y sumirse en un sueño maravilloso: Aparecía una hermosa dama de cabellos castaños, como la misma tierra, y el cuerpo blanquecino, como gráciles azucenas, destacando unos labios sonrosados que apenas movía al hablar: “Soy Madre Naturaleza y tú, desde hoy, eres mi hija. Te protegeré en mi bosque pero a cambio protegerás a tus hermanos y a mí misma con tu canto cuando creas que el hombre malvado viene a dañarnos. Jugarás a ser invisible, como lo hacías con tu verdadera madre, hasta que tu cuerpo y tu fuerza te permitan arrojarte de nuevo al mundo de los seres humanos.”
Sen Yui despertó con los sentidos puestos en su nuevo hogar. ¿Había sido solo un sueño o era un sueño muy real? Lo cierto es que se sintió distinta en el momento en que rayó la primera luz que venía del exterior. Miró hacía los lados y estaba en la madriguera de algún animal, no muy lejos de ella dormía un enorme oso de corpulencia descomunal, pero no la había tocado ni la había percibido. Con mucho cuidado y sigilo abandonó la cueva y se lanzó al exterior, una vez fuera pudo comprobar que su sueño era verdadero y que su cuerpo ya no era su cuerpo, estaba cubierto por un manto de liquen de finísima textura, sus cabellos eran hilos verdosos y sus manos eran pequeños tronquitos, divididas en cinco ramas de apenas unos centímetros. No sentía frío ni miedo, y la angustia de la soledad había desaparecido de sus sentimientos, era parte de la naturaleza y su nueva madre sabría protegerla.
Sen Yui se fue familiarizando con el bosque, bebía extendiendo sus pies, que alargados en forma de raíces se acercaban a la orilla de los riachuelos; manaba de la sabia que tomaba de los árboles, clavando con delicadeza sus finos dedos de madera sobre los tallos y los troncos hasta encontrar la fuente del alimento. Así iba creciendo en conocimientos y su cuerpo mostraba una apariencia cada vez más humana, pero sin perder el disfraz del que le había dotado Madre Naturaleza.
Cumplía su parte del trato y ahuyentaba a los hombres que con propósitos malvados acudían a dar caza a los animales sagrados, a talar los árboles que acababan de germinar o a incendiar con despropósito el bosque encantado. Sen Yui les lanzaba su canto, mágico como el de las sirenas, de manera que los adormecía en un dulce letargo del que no salían hasta bien entrada la noche y, cuando despertaban, huían despavoridos ante la posibilidad de ser devorados por los osos y lobos, que acudían a las sombra de la niebla bajo la luz de la luna.
Pero un día, antes de comenzar su canto, se quedó contemplando a un joven, que arrimado al riachuelo pescaba algunas piezas y las metía en un pequeño cesto de mimbre con un manto a cuadros. Aún seguía recordando de vez en cuando los momentos más felices con su familia y aunque en el bosque había encontrado el amparo de Madre Naturaleza y de todos los seres vivos con los que compartían su nueva vida, algo en el fondo de su alma la llevaba a la nostalgia de un tiempo pasado en el entorno de los seres humanos. Observaba al chico desde lo lejos, sabía que algo lo unía a ese joven, pero su nueva apariencia le impidió acercarse. Con todo, lo acompañó hasta su salida del bosque y veló por su seguridad como si volviera a correr detrás de su hermano pequeño.
Aquella noche Sen Yui volvió a la cueva y se arropó de la misma manera que lo había hecho años atrás, colocó su cuerpo entre las hojas secas y apagó su mente esperando la llegada del nuevo día. Pero aquella noche iba a ser distinta, aquella noche volvió a soñar con Madre Naturaleza y en su sueño ella le volvió a hablar de su existencia: “Has vivido con nosotros todos estos años y has sido una más entre tus nuevos hermanos, has cuidado de ellos y has encantado a los hombres injustos para aliviar su ira y su odio contra el bosque; has aprendido a vivir por ti sola, a oler y a sentir el peligro. Ya ha llegado la hora de quitarte mi manto verde y cubrir tu cuerpo con la delicada piel aterciopelada con la que naciste. Tomarás a tu hermano de la mano y él te conducirá de nuevo a tu hogar; regresarás a tu casa y consolarás a tu madre de tu larga ausencia.”
A la mañana siguiente se levantó con la misma apariencia con la que se había acostado y sintió pena de no verse reflejada una mujer en el espejo del río. Pero la felicidad retornó al ver como se acercaba a la ribera el joven pescador del día anterior y, contorneando su cuerpo, se arrimaba cada vez más al amparo de la sombra que ella le daba. Ya pegado a su tronco lo miró con la misma alegría que el día en que lo vio nacer. El joven se apoyó sobre ella, sintió un movimiento brusco sobre su espalda y, sin salir de su asombro, contempló la más asombrosa de las transformaciones: una capa de verdor caía sobre sus pies, un rostro anaranjado sonreía y brillaba bajo el sol de la mañana, una forma humana se iba dibujando delante de sus ojos, aquel árbol se había convertido en una mujer. Su calor comenzó a traspasar el cuerpo de la hermosa joven quien, ante la mirada impresionada del pescador, le susurró algunas palabras serenas mientras le cogía de la mano: “Regresamos a casa, hermano.”
Sen Yui se cubrió de nuevo con el manto a cuadros, el mismo que la había protegido de pequeña, y ahora, segura, acompañada de su hermano salió sin miedo del bosque para regresar a la vida con los seres humanos.







(c)Patrocinio Navarro Rodríguez



Mairena del Alcor



Sevilla



España






La pequeña Sen Yui resultó finalista en el Concurso contra toda violencia hacia la mujer

Acerca de la autora






Patrocinio Navarro Rodríguez:






Nacida en Mairena del Alcor , Sevilla, España, ejerce de profesora de Lengua Castellana y Literatura en el IES Los Alcores de la misma localidad. Aficionada a la lectura y a la escritura, ha escrito varios cuentos y relatos cortos, es ganadora del Certamen de narrativa corta de la ciudad de Arahal 2010, con la obra Los sueños son palabras y tiene en proyecto de publicación una novela infantil.

imagen: Eduardo Serna

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