Tamara Guirao Espiñeira









Mujer emberà





Las luces que surgen de repente en la selva forman parte de una conseja de animales, plantas y hombres que advierten de los peligros de aventurarse en las aldeas de cristal para huir de la monotonía y la tranquilidad de la selva.
Aquella madrugada plagada de estrellas, bajo la rutilante luz de la luna llena, como en todas, él se despertó de pronto tan sobresaltado en la noche aciaga que sentía a voces el vacío inmenso de aquella dolorosa ausencia en el lecho conyugal desocupado a medias. Ella ya no estaría nunca jamás allí con Él por mucho que Él la soñase y era increíblemente duro despertarse de repente cada maldita madrugada para tener que cerciorarse de la existencia de su vacío. El poder quedarse dormido era inmensamente difícil sin el sonido monótono, acompasado y decreciente de su respiración inconsciente. Cada noche era aún mucho más eterna que la anterior y las pagaba todas juntas la mañana del día subsiguiente porque le encontraba por fin dormido, vencido por la desesperanza y la soledad, tortuosas compañeras en el camino terrible de su alma desolada.
Algún tiempo atrás, Ella se había ido en pos del invasor hombre blanco que la engañó sutilmente con miles de promesas hechiceras y bagatelas deslumbrantes, que la invitó a conocer riberas secas colmadas de chozas gigantescas hechas de enormes piedras imposibles, que le ofreció recorrer las aldeas de cristal con pieles en los pies, a perderse sin temor y buscando la gloria en un nuevo y desconocido universo lleno de sensaciones ignoradas, y, especialmente, a alejarse de Él y de su influjo para siempre. La brujería del progreso había profanado la selva para robar la perla de las palmeras.
Así fue como Él perdió su cuerpo del color de la tierra, sus ojos del color oceánico de las hojas de las palmeras, su caudalosa risa que se desbordaba en torrentes y deshacía en añicos la calma a cualquier hora del día. Perdió también sus lágrimas que brotaban en ráfagas tan espontáneas y tan poco duraderas como las tormentas usuales de la estación del calor. Ante todo perdió su dulce compañía en las largas noches de la selva, que se hicieron aún más largas sin Ella y su ausencia inexorable lo invadió todo: el lecho, el silencio, el calor, el aire. Todo era su ausencia y no había nada más.
De vez en cuando, para volver a herirle, un eco perdido recuperaba notas melodiosas de su voz olvidada en canciones de pájaros y ramas.
Todas las noches Ella surgía en sus sueños como si no se hubiese ido realmente jamás. Una noche tras otra, Ella enseñándole una hoja caída, Ella dando leche a una cría de león junto a su madre muerta, Ella llorando porque Él se había atrevido a dejarla sola en la copa de un árbol, Ella sonriendo, Ella en sus brazos ... y ahí, soñándola en sus brazos, despertaba una y otra noche, cada noche, todas las noches... Y todas las noches el silencio lo invadía todo, y propagaba a los cuatro vientos su ausencia y el dolor que de ella nacía. Y la nada avariciosa perpetuaba el silencio que se callaba quizás más para denunciar aquella defraudante ausencia.
Pero esa noche era totalmente distinta. Las estrellas se conjuntaron en el firmamento de una manera distinta, eclipsándose por turnos equitativos unas a otras en un juego tan sumamente infantil que desconcertó de plano a los astrónomos, que miraron estupefactos las lentes de sus telescopios y se acostaron más temprano que de costumbre creyendo que estaban borrachos, que quizás llevaban demasiadas noches estudiando, que la luna llena les deslumbraba y coincidieron en que era imposible trabajar. Alguno decidió no volver a echarle unas gotas al café con leche. El río murmuraba corrientes de aguas incoloras distintas, la luna iluminaba nubes inodoras distintas, las piedras emitían brillos deslumbradores distintos y Él ya no era el Él que fue siempre, sino que era un Él distinto.
La amaba por encima de todo, eso era lo único que no había cambiado en lo distinto del ambiente que le embargaba y la amaba tanto que su cerebro había decido hacer algo distinto que soñarla: recuperarla. Él también surcaría decidido y sin temor los oscuros y prohibidos caminos que conducían a la aldea de cristal y al hombre blanco, aunque los dioses devoradores al verse así traicionados le ahogasen sin piedad ni compasión en los charcos cenagosos de la venganza.
Tenía miedo de que un sol distinto, al que nunca adoró, le acompañase en su camino y le hiciese pagar nuevos tributos de sangre para sufragar su nueva vasallía. Tenía miedo de encontrarla a Ella tan cambiada que fuese incapaz de amarla. Tenía miedo de morir y no llegar adondequiera que ella estuviese, porque seguro que la hallaría esperándole. Los pájaros se arremolinaban a su paso, advirtiéndole del peligro.
Y su miedo crecía y crecía desesperadamente, como una hiedra trepadora. Su gesto se tergiversó y sus movimientos se hicieron más torpes, como si perdiera la condición de ser humano poco a poco.
Recogió poco a poco todos sus pobres enseres y escogió lo que iba a portar en su camino. Sin embargo, era todo tan distinto que decidió irse con las manos vacías. Llevarse a sí mismo ya era carga más que suficiente. Trazó un mapa en su mente del camino posible y también de las alternativas imposibles, mas era inútil desarrollar un plano concreto cuando no sabía a donde ir, así que decidió confiar en los susurros ululantes del viento, en la orientación concesiva de las piedras y en los guiños fugaces que le remitirían honradas las estrellas desde el firmamento.
Llegó el momento oportuno. Emprendió el camino cuando creyó que ya nadie le observaba y que ya nadie conocería su decisión hasta que fuera demasiado tarde. Pero dos personas lo supieron al tiempo que él plantaba el primer pie descalzo fuera de su cabaña. Ella se despertó de golpe en su suave cama de plumas, de su dura casa de piedras, de su frágil aldea de cristal y la Madre Tierra llovió otra lágrima azul porque otro hijo más se le iba al infierno de los descastados, sin que ella pudiera hacer nada por evitarlo.
Él emprendió el camino sin mirar ni una sola vez atrás y aún ni siquiera había amanecido cuando su escueta balsa tembló arrastrada por la ruidosa corriente de la ría y ante los atónitos y agigantados ojos de Él nació el mar. Devoró con la mirada aquella vasta inmensidad verde y le sonrió a los delfines.
Cuando Ella vio por primera vez el inmenso mar y sintió el bamboleo de las olas, pensó que había merecido la pena dejarlo todo de lado para conocer el resto del mundo. Creyó que todas las noches que había llorado en silencio porque se sentía muy pequeña en los brazos de Él habían servido para que ahora pudiera sentir dentro de sí el océano en toda su grandiosa inconmensurabilidad, sobre todo, si se lo comparaba con ella misma y su propia pequeñez.
A veces echaba mucho de menos cosas de las que había dejado atrás: la mano segura que encendía fuegos acogedores todas las noches, el abrazo fuerte y recio que la esperaba siempre cuando el dolor, la soledad y la muerte acechaban ahí fuera, la voz que le prometía que todo iba a ir bien y jamás se equivocaba, los besos que crepitaban veloces en llamaradas de cariño y las manos que buscaban cómplices el amanecer acompañadas. El amor cotidiano que Él derramaba.
Todo eso lo perdió cuando aceptó sin rechistar la soledad disfrazada que le traía el hombre blanco. El hombre blanco no era un hombre lujurioso que buscara los placeres de su cuerpo, sino la personificación del hambre de cariño, de saber qué hay ahí fuera, de ver el sol brillar en todos los ojos de todos los hombres, blancos o no, de toda la tierra, desde todos los barcos y chalupas, desde todos los océanos y mares, desde todas las aldeas y pueblos, desde todos los abrazos y besos, desde todas las arenas y tierras. Aunque el dolor la persiguiese incansablemente.
Ella sabía que no echaba en falta a Él ni a ningún otro. Sabía que las ansias desbocadas que la acosaban desde niña no se detenían en Él, sabía que otros serían los que ocuparan su abrazo vacante, recogerían sus lágrimas, reflejarían sus sonrisas, cerrarían los ojos en sus besos. Llegarían las noches amorosas y no dormiría sola ni el frío de la nostalgia se alojaría en sus sábanas ...
No obstante la aterrorizaba incesantemente el espectro de la soledad por las noches y le dolía cuando las gaviotas le narraban las últimas hazañas de Él en los campos del amor y de la vida. Ella, que salió a toda velocidad y con ventaja hacia la meta, había caído en la primera trampa, mientras él la adelantaba por otro sendero que no era un atajo. La sombra de la derrota planeaba sobre ella como antes los buitres carroñeros de la selva cuando estaba enferma. Recordarle o saber de Él era dolor.
Y la Madre Tierra, su madre, también le dolía. Le dolía en las entrañas con ese dolor inmenso que da la sensación de no sentirse comprendido. Así, Ella era el caballero de Olmedo, muerto a traición en el bosque por haber acudido a una cita como era su deber. Ella era Van Gogh y no había vendido aún ningún cuadro y se sumía cada día más y más en la pobreza y en la locura. Ella era Cervantes que triunfaba con el Quijote y tenía que reírse él mismo de sus versos antes de que lo hiciera Lope de Vega. Ella ya no era Ella porque ya no tenía a la madre que tenía antes ni tenía al Él que la sostenía. ¿Quién era entonces? No sabe, no contesta.
Así que en medio de la noche lloró una vez más y sintió que era el destino quien la abrazaba y decidió entonces no volver a depender de nadie.
Paradójicamente se habían cumplido en poco tiempo todas las promesas hechiceras que le había hecho el hombre blanco. Conocía al menos un millón de nuevos objetos, formas, colores, luces, aldeas, piedras, gentes, tierras, arenas, voces... pero estaba absolutamente sola y toda la gloria fastuosa que se derramaba ante su mirada sorprendida era inútil.
Quería volver a la Madre Tierra pero su madre le negaba el camino. ¿Cómo volver al lugar donde todas las puertas están cerradas y no tienes llave y has perdido la dirección del único cerrajero? Quería refugiarse en el regazo de su madre y llorar hasta expulsar todos los demonios que la asolaban. Imposible, ya no había medio de contacto con su madre, sus ondas filiales ya no tenían cobertura.
Toda esta situación removía en su cabeza rumores nacidos a causa del abandono de su padre y le hacía ver lo sola que estaba y lo solísima que se quedaría. Así que soñó tantas veces en noches repetidas con su padre que la volvía loca que la desasosegaba el temor de volverse tan loca como lo estaba él y de ser una niña eterna para toda la posteridad, y de ser tan inútil que ni siquiera sirviese para hacer daño y echarse a sí misma la culpa no arreglaba nada. Así que la culpa se sumaba de incógnito a su temor y unidos junto con el insomnio hacían tal escándalo en su apabullado cerebro que no la dejaban dormir tranquila.
En su cabeza repiqueteaban uno tras otro e incluso todos a la vez los golpes que la vida le había dado en veinte años de existencia y era tan amargos los ecos que le repìqueteaban en las sienes que casi no merecía la pena acostarse de noche y rendirse a la amargura de lo cotidiano y de lo ya sabido.
Y entonces le daba por soñar que era Ella la verdadera madre de su padre y que era Ella quien le había abandonado y que él se sentía como se sentía ahora Ella sin madre y por lo tanto Ella tenía la culpa de que su padre fuera el desastre que siempre fue. Y se despertaba llorando a lágrima viva por las noches porque estaba sola en la aldea de cristal y no estaba Él y tampoco había una Madre Tierra que afirmase el suelo cuando éste se deshacía bajo sus pies. Y padre, tener, no lo tuvo nunca. Dormitaba y se develaba en un sinfín continuo de asechanzas.
Y tenía muchísimo frío. Tenía tantísimo frío que todas las mantas, aunque fueran incluso de lana, le dejaban los pies completamente desnudos y entonces no podía conciliar el sueño. Tenía tantísimo frío que agarró un catarro que la hacía toser descontroladamente durante horas y horas. Tosía tan fuerte que los esputos eran parte de sus entrañas y sólo su madre podría curarle el frío que la devastaba, pero su madre estaba encerrada en su ira y en su orgullo.
La Madre Tierra estaba tan terminantemente cerrada que todo ese año fue Miércoles de Ceniza y los pájaros fallecían soñando que llegaba al fin la Semana Santa y con ella también arribaba al fin la primavera. Pero el cielo seguía tozudamente gris y los pájaros se derramaban de sus nidos muertos de desazón y de tristeza. A los zorros les daban tanta pena que no se los podían comer, sino que los tomaban tiernamente entre sus dientes y les enterraban en el punto más alto de la colina, para que fueran los primeros en ver el sol cuando este volviese a amanecer. Y no amanecía, ni en la selva ni en las aldeas de cristal del hombre blanco.
La Madre Tierra estaba airada porque sus hijos descastados la habían abandonado y se negaban a ver con ella el camino terco de la verdad que hacia ella convergía. Sus hijos estaban hechizados por las promesas hechiceras del hombre blanco, por unas cataratas tormentosas que nacieron en sus ojos de las palabras de las promesas hirientes. No la defendieron de las promesas del progreso y del futuro. Así que no vieron, o no quisieron ver, que tras esas palabras aduladoras llegarían hasta ellos el rencor y la guerra. La Madre Tierra se quedaría congelada en su isla segura, preparada y alerta para la defensa, sola, pero convencida de estar defendiendo con razones para ello la única verdad verdadera del espejo nítido de la vida.
A la Madre Tierra le dolían inmensamente sus hijos, pero también se dolía inmensamente de ella misma, con lo que el silencio y la mirada rencorosa eran el único intercambio personal que se dignaba a permitirse cuando llegaban a sus oídos los avatares de sus hijos traidores. La Madre Tierra era la única ofendida en la reyerta y prefería ayunar antes que comer con las causas primeras del desastre. Cuando la azuzaran los carros de combate, llovería, y así sus ruedas quedarían atascadas en baches enlodados y el enemigo no podría avanzar.
Aunque sus hijos invocaran el amor que les tuvo antes de ser distintos a ella, Madre Tierra no olvidaría las explosiones nucleares que retumbaban en su cabeza aquella tarde que asesinó el Carnaval una confusa exposición de ideas.
No hubo gritos ni ayes de dolor. Fue una batalla fría, pero sanguinolenta. Dejó úlceras y no heridas.
Él atravesó los mares en su chalupa, protegido de los vientos gracias a su camisa, y sus pies, poco habituados a vestirse, encontraron enseguida el camino en cuanto se cubrieron de pieles, y una vez en el itinerario correcto divisó a lo lejos la casa de Ella quien, al descubrirle a partir de su sombra en la ventana, echó a correr tan veloz, y más desesperada que la vez que se marchó con el hombre blanco, y Él salió disparado detrás de Ella.
Y corrieron sin parar y recorrieron centrales nucleares, y palacios presidenciales, y destruyeron armas químicas y minas antipersona en su camino y los aviones espía en vez de enviarse misiles mutuamente se intercambiaban sus respectivas posiciones en varios idiomas y sabían perfectamente que Ella corría porque no merecía la pena quedarse para siempre con un Él tan humillado que era capaz de perseguirla después de haberla dejado irse y de haber intentado cambiarla por otras ellas en rebajas e incluso en saldos y... Cuando se cansó y se dio cuenta de que tenía que pararse para tomar un poco de aire para poder seguir y de que entonces Él la alcanzaría ...optó por parase en seco, con lo que Él casi la atropella porque corría súbito impulsado por la soledad, por el deseo y por la costumbre.
Así que Ella razonó con Él por una vez en su vida, detuvo sus besos y sus abrazos con un gesto, no sonrió para no darle falsas esperanzas y le dijo: "ya no te quiero". Él escuchó esto muy entero, aunque de repente se le sobresaltaron los ojos y se fue derritiendo poco a poco, como la sombra que siempre fue.
Ella se sentó sobre una roca, se cortó las uñas y, de espaldas a los restos de Él, esperó congelada a que su madre la recogiese.


(c) Tamara Guirao Espiñeira






Rennes, Francia






Mujer Emberá resultó finalista en el Concurso Contra toda violencia hacia la mujer


Tamara Guirao Espiñeira nació en A Coruña, España en 1978. Actualmente vive en Rennes, Francia.

En 1997 y en 1999 gana los 2º premios de poesía y narrativa de la R.U. Monte da Condesa. En 1999 gana el 1º premio de poesía del C.M. Fonseca.
Entre 1997 y 2002 funda y colabora con los colectivos poéticos Ollo y Pozo de Ideas, organizando recitales y contribuyendo a varias publicaciones como “A Xanela” y “O Correo Galego”.
Entre 2000 y 2002 dirige el grupo de teatro “Enxebre” con piezas propias.
Entre 2002 y 2007 atraviesa una crisis que la aleja de la escritura. En 2007
nace el blog “Nos pasos” recomendado por “Poemas del Alma” y hoy extinto. En este año gana el 2º premio en el certamen Derechos Ciudadanos en Galicia 2006, promovido por el Mpdc con el trabajo La protección de datos en Galicia: la deslocalización del telemarketing.
Entre 2007 y 2009 colabora esporádicamente con otros blogs y publicaciones electrónicas como Kebrantaversos, Fernando Sarria, El Pais, Poesias.es, La Vanguardia, Microrrelatos sobre Abogados, Relatos del Andurrial, Girapoema, etc…


Miembro del grupo “Los condenados” desde 2009 y “Les adhésifs” desde 2010, publica recientemente el blog “Generación Tortuga” (generaciontortuga.blogspot.com).
Finalista en el Certamen “Cuentos Infantiles” de Ediciones Fergutson en 2010 y en el “VIII Concurso Anual de Poesía de La Librería Mediática y Tvlecturas” en 2011.


imagen: Nicolás García Uriburu - de la nota Nicolás García Uriburu en la colección Fortabat-

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