Fidel Santa Cruz














La Virgilia

La Virgilia fue aquella viejita que le llamábamos la Gila. Además de vieja, era medio ciega y su condición social miserable, la hundía en la más profunda fealdad. Hasta los más pobres, la veíamos como la comparación social y física más baja, más despectiva. “¡El que se quede es hijo de la Gila!" – Y salíamos corriendo como venados,
porque nadie quería aceptar el calificativo. Yo era gordito y chaparro y no corría tan veloz, más de alguna vez, le pegué a Pedro mi hermano, porque me ganaba en las carreras.
La Virgilia era la mujer de Juan Chacuate, aunque Chacuate tenía un nombre y apellido muy elegante. Juan Cortés. Pero nadie le llamaba ni siquiera por su nombre. Él era simplemente Chacuate. Su cara era delgada y tenía una mandíbula bastante larga y casi puntiaguda. De ahí la comparación con los chacuates. Pero había algo muy cierto, era un hombrecito que a nadie ofendía, ni siquiera con una mala mirada. Su condición física, en estatura no difería con la de muchas personas. Era chaparrito, pero delgado, enjuto y con el peso de los años. Muchos de los vecinos de igual estatura, pero tripudos. Económicamente no sobresalía, pero a nadie le debía un solo centavo. Pero había otros vecinos muy pobres, que se burlaban de él. El calificativo era simplemente humorístico, picaresco. Chacuate y la Chacuata eran matrimonio sin casamiento legal o religioso, pero de los más legítimos por su unidad y comprensión en los asuntos que tenían que ver en la interioridad del hogar. Unidos en el amor, unidos hacia los hijos, no importando la condición económica, ni social.
Se enojaba que le llamaran Chacuate. Nadie, frente a frente, le llamaba por el apodo. Algunos de manera hipócrita, hasta lo saludaban cuando lo encontraban en la calle.
-Adiós, Don Juan. – Con un saludo hipócrita, medio sonriente, con picardía.
-Adiós, Señor. – Respondía con sincera humildad el hombrecito. Pero cuando aquel se había alejado un poco, la cosa cambiaba.
-¡Adiós, Chacuate!
-¡Coma mierda, hijueputa! – Se escuchaba el sonido del machete contra las rocas, contra los árboles y bailoteándolo sobre su cabeza, pero con aquello moría la cosa.
La Virgilia tenía los ojos casi blancos, muy grandes y los mantenía muy abiertos, como queriendo mirar más allá de su nariz, por la falta de una visión aceptable. Prácticamente estaba ciega, cubiertos sus ojos por una mancha blanca como la cal derretida. Con el correr de los años se le habían caído pedazo a pedazo las pelotitas negras de sus ojos, solamente le quedaban unas diminutas partículas negras, unas venas enrojecidas y dos nubes blancas y aunque estuviera mirando para otro lado, uno sentía sus ojos con una mirada horrible que causaba miedo porque nunca se cerraban. Eran dos nubes blancas como mirando las negruras del mundo y de su destino.
La Virgilia me causaba un miedo espantoso cuando dirigía sus ojos hacia mí. No sólo le bastaba saludarme, sino que le agradaba hablar conmigo y con toda persona que encontraba por el camino. A pesar de su pobreza, de su discapacidad visual, tenía un acento en su voz de profunda dulzura y humildad. Nunca salía de su rancho y cuando lo hacía, era para ir al río a lavar la ropa sucia, lavar su cuerpo endurecido por los años, lavar sus ojos, lavar sus pies descalzos y llevar el agua limpia en su cántaro de arcilla. Cuando dirigía su mirada hacia mí, parecía que dos pedazos de cielo estaban mirándome Ella siempre tenía abiertos sus ojos y cuando hablaba con alguien, abría más y más sus ojos, movía la cabeza y sus manos como un auxilio a su escasa mirada, como buscando en las tinieblas, se abriese más su entendimiento.
Yo no sabía contar, pero sabía cuanto eran tres. No sabía cuanto eran seis, solo sabía que tenía tres y tres años, es decir, dos veces tres. Sentía mucho miedo por la Virgilia. Yo no comprendía, no podía entender que detrás de aquellos ojos había una alma muy bondadosa llena de humildad.
Rebosante de Dios. Pero a mí me causaba miedo y siempre que la encontraba en el camino del río, yo quería evadir su mirada, pero sus ojos blancos parpadeaban como mariposas, cuando platicaba con mi madre... Yo, desde luego, queriendo esconderme.

(c) Fidel Santa Cruz

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