Oscar Armando Bidabehere




















No lo sabes


"El tiempo del amor no es grande ni chico: es la percepción instantánea de todos los tiempos en uno solo, de todas las vidas en un instante"

Octavio Paz



El aromo está en flor. Dueño y señor. Semeja un pavo real, verde pálido, agitando su plumaje, orlado con guirnaldas amarillas. Es invierno. Julio. Los árboles de hojas caducas, en su muda desnudez, llevan la desolación de la intemperie sin fin. Desarraigado, atravesando vaivenes laborales donde la monotonía ha estado ausente, después del naufragio, mi cansado cuerpo ha encontrado refugio en las inmediaciones del arroyo Tapalqué, al pie de suaves elevaciones que prologan las Sierras Bayas, de donde emana una energía telúrica que imanta a quienes deambulan entre su bosque de fresnos y las estribaciones rocosas, a pesar de las heridas, que en su roja cresta, le propinan los mazazos del hombre. Me hallo transitando, quizás, la curva final, viendo crecer lo que he plantado, dándole guarida a los pájaros, lejos de cazadores furtivos, empeñados en cegar toda forma de vida. Protegidas, las canoras aves, han hecho su territorio en el escarpado lugar donde paso mis días, entre ramilletes de margaritas silvestres que le dan una tonalidad especial al terreno. Esa música secreta que empalaga el alma, cuando calandrias, benteveos, gorriones, irrumpen al clarear, demandando alimento, y revolotean en las ventanas de la galería, ante los comederos vacíos. La polifonía se repite con intermitencias y sin aviso. Es un código tácito, un idioma inteligible que espanta el tronar de las cañoneras urbanas, cruce hilarante de sirenas, bocinazos y chillidos de frenos, eco menguado por la distancia, que se disipa derrotado en el aire. Por el contrario, aquel pentagrama, de menudos corazones alterados, que vienen de la naturaleza, mitiga mis dolores y siempre me recuerdan al inefable Nicanor Parra repitiendo el ritual de la contemplación de los pájaros picoteando frente a los ventanales de su quinta. El péndulo del reloj oscila inexorable, un tic-tac que pontifica sobre la brevedad de la existencia. Hay un día escondido que me aguarda, no puedo dejarme sorprender si los plazos se agotan, hay una pulsión, como asomarme a aquella mínima historia, y aun me interrogo, ¿ las ondas sonoras se perderán en el vacío?

No lo sabes. No imaginas cuanto significó en mí. Es tiempo de revelaciones. Con sus fulguraciones, hormiguean las ideas, estoy en medio de la tierra, lejos del mar que fuera umbral de nuestro encuentro. Quizás te sorprenda esta confesión tardía. Apelo a las imágenes para enviarte señales. Años, días, horas, se han ido apilando desde entonces. Rebobino la película. Cinema Paradiso. Soy ese adolescente que camina silbando, en la fila que marcha sobre el puente del río Kwai, respirando con aire de triunfo, recorriendo los senderos de la selva y atravesando el espacio con esa melodía inolvidable. Por esos tiempos tenía asignada la retaguardia, era mi lugar. El ultimo del pelotón. Allí, en el fondo, trasuntaba mi magullada autoestima, herida desde temprana edad, por obra y gracia de la zurdera. Hubo un cimbronazo que conmovió hasta los cimientos. Un día irrumpió sin golpear la puerta, fue cuando encontré tu mirada y la vibración me arrancó del ostracismo. Ocurrió algo extraño, una ebullición difícil de describir, un placer intenso como el orgasmo, pero con alas al viento, sin orillas, que llegó para quedarse. Un terrón de azúcar disolviéndose en mi interior, recorriendo, con un ímpetu abrasador, el profuso ramaje del árbol venoso, atravesando la epidermis como flechas encendidas. La dulzura que navega dentro de uno, hasta entrar en trance, que no queremos que acabe nunca. No culpes a mis ojos. Pensé que me habías elegido, que tenía chances de recalar en tus brazos. La ilusión vivió durante las noches. Azuzado por mis obsesiones, comenzaba la cuenta regresiva para volver a verte, amanece, los minutos inician su calesita y traen raudamente las golondrinas del mediodía, la hora de ir al colegio comercial. Allí tu figura brillaría entre todas. Poco, muy poco, y mi ansiedad capitulando. Después, el atardecer languidecía sobre la Bahía Uruguay, la bóveda celeste, nubes blancas ribeteadas con trazos rosa, suaves, mientras en el callejón crepuscular, se recorta un horizonte de llamaradas, borrando las huellas de la fuga. El ocaso terminaba perpetrando el secuestro de la luz hasta la mañana siguiente. Mientras en las islas se apagaban los ecos de pájaros y pingüinos, y un pequeño lobo marino, se asomaba a la superficie, rolando en su periplo cazador. En la aridez de la estepa patagónica, la sequedad en mi garganta y las llagas de los labios mordidos, inundaron la boca con un sabor amargo. Todo terminó siendo un espejismo, el idilio que no fue. Me miré por dentro, estaba convencido que tenía una vida a plazo fijo, que el destino trágico de mi padre sentenciaba el futuro. Sollozos y memoria de unos pasos volviendo a casa, taconeo elegante, ese perfume de tabaco y colonia precediendo su andar. Una herida abierta que no termina de cerrarse. Devoraba los libros de medicina para hallar la cura. No debía hacer sufrir a nadie y menos a alguien que desataba ese tsunami de ternura y pasión. Las respuestas superaban mi entendimiento. Y ahora el amor para mitigar los padecimientos. La oclusión de los canales del placer, merced a los grilletes religiosos, atenazando el deseo, cercenaban la audacia, a tono con la época. Debate contra natura, tener relaciones prematrimoniales, sí ó no, that is the question. Castigar el cuerpo, era lo que inspiraba el mensaje de nuestros consejeros espirituales, abonados a una castidad exasperante. No obstante, llegaban los ecos del movimiento hippie, horadando los diques del sistema, y esa melodía sobre el mundo como una manzana girando en silencio y muchos aspirantes a hincarle el diente. Los interrogantes asediaban. Presa de esa lucha interior, los miedos terminaron rodeándome como un musgo asfixiante. ¿Podrás entenderlo?

Cual metáfora de fuego, tu alumbramiento fue en Abril, cuando el otoño dejaba a su paso, un manto ocre bordado con hojas dispersas. Al influjo del enigmático cráter de la Laguna azul, cercanías de Monte Aymond, o quizás de ese paraje tiznado, en Río Turbio, o tal vez bajo el velo protector de la Virgen, enclavada en los hielos milenarios, que nos prodigara la febril imaginación de Cesar Aira. La meseta arisca, que nos vio nacer, abanicada por el viento sur. Esos aires, los tuyos, los míos, los nuestros. Las obligaciones laborales de tu padre te trajeron al pueblo donde nací, Puerto Deseado. Sin eso, nunca nos hubiéramos conocido. No hay casualidades, escucho las sabias palabras de la abuela Hoffman, en un rincón mágico, entre las sierras cordobesas. No existe el destino, se hace camino al andar. La vida es una línea punteada, con sinuosidades y brumosos hervores, curvas pronunciadas, grandes pendientes y cuestas transpiradas, hasta que la salida del sol renueva su condición de semilla con sabor a futuro. Un corazón que late sincopadamente en ese derrotero singular. ¿Cómo fue tú vida?. Cuantos vuelos te encontraron cruzando la noche. ¿Hubo más luces que sombras en el firmamento?

Para los quince años garabatee unos versos:”tus quince años han llegado/ y como un corcel alado/ tu corazón ha volado hacia el sueño tan ansiado”. El cielo se deshoja en racimos de nieve, los árboles de la plaza San Martín se visten de novia, y los copos van tapando las grietas que obnubilan la belleza, el paisaje gris parece un prado al que nunca han profanado. Había un icono que iluminaba tus afanes, aquel americano, JFK, que vio tronchada su vida bajo las balas conspirativas, y cada veintidós de noviembre acudías al templo a orar por él. ¡Qué lejana mi figura de aquel tótem moderno! Vinieron encuentros efímeros, una vez nos sentamos en el cine, por honor y gracia de nuestra condición de mejores alumnos. Dejaste las entradas, tímidamente, una tarde en mi casa, cuando estaba ausente. No supe leer aquel gesto. Desde el escenario, una guitarra y la voz de José Feliciano que surgía suave y melancólicamente, con aquel “reloj no marques la horas…”. Tu cercanía imantaba. Sentía una atracción desafiante, y no sabía cómo enfrentarla. Turbado, pensaba, que siempre habría alguien mejor que yo, y no lo resistiría. Los abandonos me causaban pavor, ya había perdido a mi padre con solo diez años. Hubo picnics en el cañadón “Quitapenas”. La escuela primero, el centro juvenil después, fueron los escenarios de los frecuentes cruces que se prolongaban luego en reuniones juveniles movilizados por la asistencia social, en el marco de la fe. Suelos escarchados, ojos que nos interpelan, contemplándonos impávidos, figuras estiradas caprichosamente, remedando quizás el pincel de Dalí, cóncavo y convexo, bordes de una cuerda que va y viene, y un calor intenso que las derretía mientras caminábamos. Miradas sostenidas que decían más que mil palabras. Como quien muestra las cartas, pero no hay juego, si uno no quiere jugar. Todo y nada, como un puñado de arena que se me escurre entre los dedos. Debo decir que te amé, con ese cúmulo de sensaciones que nunca antes había experimentado y que nunca más volví a sentir, hasta mucho tiempo después, pero con otros años, otros caminos surcados, una música distinta, a esa primera, que te tuvo como la más bella ejecutante. Eras mi Jaqueline Du Pre. Con el violonchelo al compás de las aguas del río, susurrando, dejando su estela de espuma, al fusionarse en un abrazo con el Atlántico. En ese aroma que trae la bajamar, mezcla rara de algas y moluscos, inscripto para siempre en nuestro ADN.

Aquellos tiempos de dictadura, junio del ‘66, los de la morsa de colmillos afilados, mostacho abonado al rigor, que amordazaba la vida cotidiana, tiempo histórico, que por complicidades cercanas, tu padre en funciones municipales, nos puso frente a frente. Fue en un baile, cuando a un amigo común, le trasmitiste el interrogante que te inquietaba, ¿qué detenía mis pasos hacia tu encuentro? La respuesta está desbordada por el desconcierto, no hubo oídos amigos que escucharan la arritmia que me dominaba. Sin resuello, partí a la Universidad. Lo que pasó, pasó, el movimiento de la vida no se detiene, no se congela. Luego la distancia hizo su faena, debilitando las ondas, ensanchando el vacío de la ausencia. Y llegó el joven que te retrató, cautivo de tus encantos, y era mi amigo, y se amaron. Guardé mi dolor, no habría de pelear por ti, nunca gritaría mi amor. Escuchaba otras voces que auspiciaban el romance, y mi nombre no estaba en la lista. Recibí tus cartas que atesoré por mucho tiempo, mientras conocía bellas mujeres que me hicieron temblar, la hermosura de sus cuerpos deslumbraba pero no tenían el encanto de aquel comienzo, eran segundos tiempos, fugacidades eróticas, y todos mis impulsos enajenados por la idea de Revolución. El polvo se fue acumulando, despintando las pisadas, cubriendo las marcas del pasado. Volví un día al pueblo, ya no estabas. Todo me pareció distinto. Caminé las playas buscando huellas, pocos años habían pasado, el agua esmaltaba los cantos rodados, aquí y allá. Iba adivinando las armoniosas curvas de unos pies que me hablaran de ti, parecía un buscador de oro. Sentía una presencia elusiva como si en el aire flotara la doncella que soñara Juanele a la vera del río. ¿Serías tú? Entre bandadas de gaviotas cocineras, iguales, todas iguales, con su plumaje blanco y negro, hurgando en las rocas de la Cueva de los leones marinos. Y allí, cuando las olas de la pleamar penetran erosionando las grutas y recovecos, que minutos antes recorrí, dibujando fugaces castillos de cristal en la rompiente, entre cuencos cavados en la piedra, pletóricos de agua tibia y tapizados por la policromía sutil de un jardín de algas, hay un chasquido que atrae la mirada, ese vuelo grácil, la esbeltez de una paloma antártica que me recuerda tu andar inasible. Y una luz, que viene del fondo oscuro, donde se agita la vida, siempre enigmático, como si un arenque errante emitiera sus destellos mandando un pedido de auxilio. Mucho después, en otras costas, presa del desvarío de la soledad, me hice espuma para acariciar tus pies y en esa comunión trasfundir algún efluvio mágico a mi cuerpo ajado. Siempre en dictadura, ya en el servicio militar, en un paraje extraño de las sierras de Curumalan, asiento de una colonia francesa, me encaramé en un desvencijado y bamboleante tren, rumbo a la urbe tanguera, Buenos Aires, mi hermano me esperaba, y la calle Corrientes, multitud enfrascada en su anonimato, que va y viene por una arteria poblada de libros que me seducen desde siempre, y ahí, entre tantos rostros ajenos a mi mundo, que circulan frenéticamente, como una aguja en un pajar, de pronto tú, una sonrisa que me hizo temblar, hablamos, te visité, estabas acompañada, charlamos, reímos, y nada más. Las páginas corren vertiginosas, nunca más, fue la última en que estuvimos tan cerca y tan lejos. Cuatro años más, enero del ´75, cuando las mieses doradas coloreaban el paisaje de un verano tórrido en la Bahía Blanca. Vino el canje atroz, aquella tarde fatal, yo no podía por el trabajo, y le pedí que me cubriera, la tarea consistía en propaganda callejera, no había riesgos en el horizonte que presagiaran el desenlace. ¿Ingenuidad, o destino escrito? Y se abatió la cárcel, mi hermano menor fue la prenda, reemplazándome en las mazmorras, torpeza siniestra de los esbirros, enredados con el mismo apellido, obviando que cada uno es único e irrepetible, mientras arreciaban los vientos del golpe de estado que intentábamos detener. Tuve que refugiarme en el pequeño círculo que me sostenía, pero como en el bolero, permanecí en el lugar de siempre, desafiando los malos augurios, esperando el milagro, cumpliendo con el deber a pesar de los temores. Cada visita al presidio me estrangulaba el vientre y tardaba en recuperarme. Hasta hubo lugar para la perplejidad, un día descubrí, a alguien que supo ser compañero de estudios, en el rostro uniformado del carcelero, que humillaba a los familiares, esgrimiendo su impunidad. Devolvió gentilezas, mandando a mi hermano al hoyo de castigo. Semidesnudo, oscuridad total, enterrado en vida. Sierra Chica, y sus oscuros muros, impresos de sangre, sudor y lágrimas de almas en pena. Siniestra historia si las hay. Cuarenta y cuatro meses tras los barrotes, clausurando la vida, tenía apenas veinte años, y lo que siguió, a aquel treinta de agosto, cuando se abrieron los cerrojos, se prolongó en una libertad condicional, con fisgones hostigando sus movimientos, manteniendo la pesadilla. Todo parecía una ruleta rusa, y había quienes pergeñaban emboscadas a cada paso. ¿Dónde, entonces, recostarme? Cuando quienes me conocían cruzaban la vereda despavoridos como si mi aparición representara a un fugado del leprosario. Fue nuevamente allí que te convoqué con el pensamiento. ¡Vaya, vaya! Caprichos del destino. No lo sabes aun, mujer, pero te he amado, en silencio, a la distancia, en la soledad de la noche” videlista”, la dictadura feroz que convirtió en sangre coagulada, lo que era verde, el suelo que nos cobijaba. Cuando arreciaba el vendaval, se abrían las madrigueras, y la jauría olfateaba todos los rincones. Recluido en la pequeñez de mi cuarto, el sube y baja del ascensor me hacía suspirar con un temor corrosivo, el hedor de las bestias se colaba por debajo de la puerta, anunciando que quizás se acercaba la hora, y entonces quería volver presuroso a esos días sin las acechanzas del afuera, cuando vivíamos ajenos al trepidar de la balacera, buscando afanosamente un oasis en medio del desierto y que el agua fresca saciara mi sed antes de expirar. Aun por mis venas corrían sensaciones como lava volcánica. Había brasas, encendidas, entibiando la piel. Mas nunca más te vi, aun así te tenía en lo más profundo de mi mente, donde no llegaban los ladridos del afuera. ¿Me recuerdas, aun con la insignificancia de mi silueta perdida en la neblina del ayer? A los pocos años, ese amigo, que ya no era tu novio, ni tu amante, fue deglutido por la maquinaria del terror que se había apropiado de nuestra patria. Luego el silencio, pesado como el plomo, hundiendo en el olvido nuestra pequeña historia. Y vendrían otros relatos. Espejos cotidianos que van cambiando nuestra apariencia. Hubo claveles rojos y crisantemos, y cartas amarillas, fotos sepias, otoñales, que nos hacen desertar de muchas ilusiones, acunadas en horas juveniles. Vivíamos a miles de kilómetros, un océano arado por los vientos malvineros, una vastedad yerma, un foso imposible de vadear entre uno y otro. En esa soledad, de vez en cuando volvía a mecerme abrazado a tu recuerdo, hasta que el despertador, una vez más, estridente, me volvía a la realidad

Nadie te lo ha contado, pero muchas veces te vi sonriendo y otras secar tus lágrimas. ¿No sentiste, aunque sea, la brisa de mi presencia? Una sombra fugaz cubriéndote del quemante sol del verano. Y mientras el rocío humedecía tus labios, al despuntar el amanecer, en ancas de esas gotas que conjuraban la sequedad, ¿no notaste que estaba yo?. Lo sé, es tarde, me he quedado con la fotografía.” Volver a los diecisiete,” entona la voz de Mercedes Sosa. En el desván de los recuerdos tus ojos siguen teniendo una luz especial, imborrable. A veces, cuando he vuelto la mirada atrás, te encuentro, e imagino cómo habría sido aquel comienzo sin espinas, la música de Peppino di Capri, unidos por un granito de arena, y el mar rumoroso aplaudiendo el abrazo que funda nuestros cuerpos y el beso que nos debíamos. Escucha mujer, estas ahí entre mis añoranzas más sentidas. La que con su mirada hizo entrar en erupción el volcán del amor. La primera. El antes y el después. Me inclino en la playa, estoy en Cabo Blanco, con su peñón de alucinante fascinación, la voz ronca de los lobos marinos, los vuelos rasantes de los cormoranes protegiendo a sus crías y algas como ramos de flores perpetuos diseminadas en las playas que flanquean el promontorio rocoso, reluciente con sus barbas de guano. Pongo mi oído atento en uno de esos caracoles abandonados a su suerte, siento el rumor de las olas, agitándose, clamorosas y lo llevo conmigo para repetir el ritual de escuchar esa música atrapada en el laberinto misterioso. Miro el cielo, inquisidor, ¿deberé esperar otros cien años para que el cometa Halley te traiga nuevamente? El reloj, impiadoso cancerbero, sigue andando y centrifuga el pasado.

Te he buscado moviendo las antenas desde mi cabaña de ermitaño, temiendo tropezar con tu silueta, por los caminos de la imaginación, por los cien barrios porteños, entre miles, bajando del subte, en algún banco de plaza leyendo poesía. Imaginé la escena, sentado en una mesa del Café La Paz, te vi, repasando tus notas, y me acercaba. El hombre que escribe para liberar de la prisión a sus recuerdos, y la mujer ensimismada con Lope de Vega. Como una película muda, la imagen se diluyó en la atmósfera cosmopolita de la ciudad, entre los palos borrachos de la 9 de Julio y el perfume de los jazmines. No era verdad. Pronto volví a mis cabales. No quería verte, ni que me vieras, en el ahora, en la pendiente de los años, me basta la evocación y que no se rompa el embrujo.

No lo escucharás entre quienes te rodean, mujer, pero te he amado, como quizás nunca lo han hecho, sin haber rozado tu cuerpo, sentido tus manos sobre mi rostro, ni besado tus labios, una quimera inalcanzable. No lo sabes, ni lo has percibido, fue solo eso, un amor que se perdió, aterido por el frío, víctima de las sangrías de un afuera turbulento, que torció el curso de las aguas, abriendo surcos impensados, cambiando destinos, tronchando sueños. En la penumbra, también, las vacilaciones de un hombre, hacia una mujer, de cabellos ensortijados, mirada inquieta y cautivante, y una sonrisa inolvidable, con fragancia a menta y chocolate. Fuiste mi lumbre cuando soplaban vientos de fronda, hasta que las aguas se aquietaron en la ría y pude otear el horizonte, sin sobresaltos, desde el muelle de Ramón. En esa planicie que refleja un cielo de nubes onduladas, voluptuosas, con curvas de mujer, donde quizás, en otras latitudes, se inspire el gran Botero para dejar su marca en las calles de Oviedo, tuve una mujer amada, que no eras tú, hijos, nieto, otras sensaciones inescindibles del placer y la alegría. Llegó el momento de hablar, para que la espesura del tiempo no se devore aquel escenario, donde dirimen los trebejos, la partida trunca que nos reunió. Esgrimistas lanzando estocadas que no llegan a destino. Quizás, en algún recodo de los años, lo intuyo, con las luciérnagas titilando en la oscuridad, desmintiendo las hosquedad del mundo, juguetean las piezas de un final abierto, tú, la dama enhiesta, mariposa de luz, espejismo inabordable, y aquí, el alfil negro, caballero enmascarado, haciendo la diagonal, que conquiste la fortaleza.

(c)Oscar Armando Bidabehere

Olavarría

Provincia de Buenos Aires

Acerca del autor:

Oscar Armando Bidabehere, Puerto Deseado (1950), Santa Cruz, ha sido publicado en la Antología 2009 “El decir Textual” de Editorial de los Cuatro vientos, Tercer premio en categoría cuento con el titulo “Vuelo Crepuscular”. En 2005 resultó premiado en el concurso organizado por la Asociación residentes deseadenses de Capital Federal con el cuento “De cómo la Derecha devino en izquierda”, por un jurado presidido por la escritora Sylvia Iparraguirre. Sus relatos han sido publicados por Revista cultural Almiar – (España)-, “La vida en tres días” y en Editorial Ayesha .Aparece en los Cuadernos Culturales de la Patagonia: “Cada quince de julio…” y otros, en la Antología de poemas, cuentos y relatos breves de Ediciones El orden con “Lagrimas de Sal” y frecuentemente en el periódico El Orden, decano de la prensa santacruceña: últimamente, “Hombres de Hierro” en el centenario del ferrocarril año 2009 y también en el Proyecto Biblioteca patagónica con su relato “La vuelta al mundo en quince horas”. Inscripto en el realismo, se declara admirador de la literatura de Viñas y Onetti , voraz lector de Raul Gonzalez Tuñón, Juarroz, Gelman, Prévert y sigue la lista. En la actualidad reside en la ciudad de Olavarria, Provincia. De Buenos Aires

Comentarios

Magalí ha dicho que…
Desborde inquietante de sensaciones que inevitablemente me llevan a revivir cada uno de los momentos que narrás. Gracias!!!
Magalí
Anónimo ha dicho que…
Me recuerda "verano del 42", con un sentido del espacio y el tiempo que le da veracidad.
El amor !! sabra ella cuanto la amaste?
Gracias! segui por este rumbo!
El capitan
Fabian Fur ha dicho que…
En su relato he logrado ver la manifestación de una luna que expresa sus sentimientos eternos sobre la marea de un océano de palabras entre exquisitas y dolientes. Por momentos parece un flujo de sensaciones atemporales, en otros, la melancolía de una pasión estimulada por una rigurosa y necesaria cronología.

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