Adán de Maríass - El condenado
El condenado
Salió de su casa sin mucho apuro.
-Tengo
todo el tiempo del mundo -se dijo.
Dio
una media vuelta por la plaza Dos de Mayo, y continuó por la avenida La Colmena.
El
maletín casi nuevo, la camisa bien planchada, la corbata de colores diversos,
el saco y el pantalón a medio camino entre el uso exagerado y el descuido.
Venía como pensándose. La noche entraba en él. Recién ayer se enteró de su
despido. Para aparentar una realidad que ya no le corresponde, decidió entrar y
salir de su casa como lo hacía antes, para que ningún vecino se diera por
advertido, siente una comprensible vergüenza. Si bien es cierto queda como un
desempleado más en la larga lista de una estadística confiable, eso no le quita
el sueño ni lo posterga, tarde o temprano tendrá que pagar los recibos por
gastos domésticos, y eso es de carácter inevitable. A no ser que por
injustificada necesidad se ponga como asaltante, dato de registro
criminalístico que no debe estar en el perfil de su honrado curriculum vitae.
Teo
caminaba como si estuvieran empujándolo, con una parsimonia que en verdad
aburre, a tres cuadras de la plaza San Martín ve una muchedumbre gritando todos
desaforadamente, ¡mátenlo! ¡mátenlo! ¡mátenlo!, vio que la muchedumbre entró
impasible por el jirón de la
Unión , lo seguían acusando, los policías no podían hacer nada
ante esta masa de gente incontenible, en ese instante hubo un ligero temblor de
tierra pero ellos siguieron avanzando, mentándole la madre, el padre y hasta
los hijos, con improperios irreproducibles, escupitajos, pedradas, lanzadas de
huevos, bofetadas.
Teo
haciendo un esfuerzo, se acercó lo más que pudo, vio como El condenado por
todos, era arrastrado, pero lo que más le llamó la atención fue ver que, de
esta masa de gente incontenible, se fueron poco a poco cansando y empezaron a
dispersarse, algunos por la avenida de la Emancipación , otros
por el jirón Huancavelica, unos entraban eufóricos a una discoteca, saltando,
riendo, aquellos los más gritones entraron a los restaurantes de comida rápida,
a esos fast-food de moda, y muchos se metieron a la cantina para saciar su
ebriedad como vulgares animales deshidratados.
Un
día antes, después del almuerzo, su jefe le dejó en su escritorio la
notificación arbitraria de despido laboral.
-Es
para que tengas una mejor digestión -le puso como sarcástica posdata-.
-Dieciocho
años en esta empresa, para que me traten de esta manera, ¡desgraciados!-pensó.
Agarró
sus cosas, sus objetos personales los puso en una caja y salió. Al salir no
miró a nadie, para qué, se preguntó, es en vano.
-Ni
siquiera di motivo.
Lo
primero que hizo al llegar a su casa aparte de dejar la caja sobre la mesa del
comedor, fue desvestirse, entrar al baño y ducharse, ese acto más que
higiénico, saludablemente catártico. Salió del baño sin ninguna prisa, puso un
poco de música lo más bajo de volumen, cerró las persianas de su dormitorio, y
se echó lentamente en la cama antigua, como dejando que el cuerpo se vaya
cayendo, hasta quedarse profundamente dormido. Despertó como a la una de la
madrugada. Se incorporó lentamente, apagó el equipo de sonido, fue directo al
comedor donde una botella de vino al lado de una copa lo esperaban, se sirvió
una buena copa, le dio la espalda al repostero, mientras pensaba y ahora
que hago con el resto de mi vida. Es invierno, y el insensato frío desarma
cualquier estado de ánimo.
Fueron
llegando a la Plaza
de Armas, calcula él como unas noventa personas, a riesgo de equivocarse,
doblaron a la izquierda por el jirón Callao, y dos cuadras más arriba alguien
los esperaba con el portón abierto, hasta que entraron todos menos él.
El
supuesto culpable no podía ni levantar la mirada, ni tampoco se quejaba,
entraron a un gran salón, cerraron la puerta y las ventanas, la oscuridad era
absoluta como si fuera de noche. Todos lo acusaban, él no atinaba a defenderse,
se mantenía callado.
-Tú
te robaste mis ovejas, a mí me lo han dicho, te han seguido hasta esta ciudad.
Otro
le dijo:
-Por
tu culpa mis padres nunca me quisieron…el día que nací me tiraron a la basura.
-A
mí me quitaste mi mujer, con el cuentazo de que eres Todopoderoso, la vecina es
chismosa pero no sabe mentir.
-¿Por
qué mis hijos fueron asesinados si salían tranquilamente de su colegio?, pensar
que rezaba con total devoción el Santo Rosario todos los días de mi vida. El
que vende periódicos, te vio deambulando por allí.
-Sabes,
perdí mucho dinero a causa de ser creyente del dinero bien ganado, con el sudor
de mi frente, ¿y qué gané? ¡nada!, los ladrones se llevaron aparte de
artefactos usados, mi colección de lápices, y hasta los zapatos viejos de mi
madre.
Y
así sucesivamente todos le echaron la culpa, de sus propias desgracias
personales. Él no dijo absolutamente nada. Continuaron golpeándolo duro, sin
piedad. Su rostro bañado en sangre y lágrimas, a ellos no le producía ninguna
conmiseración. La ciega ira marcada en sus rostros imponiendo su irracional
justicia con sus propias manos. Él cayó al piso por enésima vez, ya debilitado,
por toda la sangre perdida.
El
que tenía la voz más baja le dijo:
-Ahora
queremos saber tu nombre, ¿entiendes? ¡queremos saber tu verdadero nombre!,
porque en todos los lugares por donde vas te dejas llamar de distintas maneras,
así que vas a morir diciendo tu verdad, mira qué privilegio te vamos a dar
-rieron todos menos yo.
Se
hizo un silencio mortal, irrespirable, apenas pudo balbucear, dijo:
-Dios.
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