La hermana - Araceli Otamendi



Mientras camina rumbo a Florida ¡cuánta gente a esa hora! como siempre, piensa en la
hermana. Hoy a las tres la operan, a corazón abierto. Estará pendiente de la operación.
Y mientras toma un café parado en el mostrador  de la London, piensa en la hermana.
¿Cómo sacarse esa obsesión? Juana estaba muy gorda, piensa mientras degusta el café,
está bien cargado, hoy lo pidió así, otras veces lo pide cortado.
Si no fuera por  las responsabilidades del cargo hoy hubiera faltado, no tenía ganas de ir
a la oficina, firmar, decidir, y sobre todo eso, decidir.
A veces nota que le molestan los empleados, vienen con preguntas que ni él mismo sabe
resolver. ¿Y qué sé yo? responde a veces. Y otras ¿venís con un problema? ¿y esta vez qué?
Como ahora, cuando esa chica, tan inteligente golpea la puerta y él dice ¿quién es? Y ella,
con la pollera a la rodilla y bien peinada, como lo exige la empresa, se sienta frente al escritorio
abre una carpeta y le explica. Y habla y habla, pero él realmente no la escucha. Esa chica, a
veces piensa en ella, se la ve tan formal, sin embargo, llega vestida de pantalones, distinta,
y se cambia para trabajar.
Se ve que después de la guerra, las cosas se aflojaron. Las mujeres parecen distintas, como ella.
- No puedo contestarte ahora, no sé, tengo que pensar en el proyecto, dejámelo - dice
Y la chica se retira rumbo al escritorio. A la chica  le gusta mirar las palomas que aparecen a la tarde
en la ventana. Abre paquetes de galletitas y les da migas. Las palomas de plumaje azul grisáceo,
o plateadas como peltre se acercan. Es una nota de alegría en esa oficina tan gris.
Tal vez hubiera sido mejor haber ido a la clínica, mientras operaban a Juana. Y sin saber cómo,
por momentos, aparecen como ráfagas de recuerdos, como flashes, como iluminaciones cuando
Juana, la hermana menor, siempre desplazada en esa familia jugaba con él.
Era en la casa , de Flores, donde los vecinos árabes se asomaban por la terraza y él y Juana
se asomaban también a ver qué hacían los otros. Después de todo no era tan aburrido el barrio
ni la casa. Aunque era una casa modesta. Algo a lo que él no toleraría volver. A una casa modesta.
A un barrio modesto, como donde vive su hermana. Eso sí que no. Antes muerto. Ahora sí disfrutaba
de su piso en Caballito, de la quinta en Paso del Rey. Eso sí que era vida, la quinta los fines de semana.
Ahí podía dar curso a la destreza y a la imaginación para el jardín: había plantado árboles frutales,  plantas con flores, sembrado pasto inglés y gramilla. Combinar flores de distintos colores, las azules
con las violeta,  las rojas con las amarillas y naranja,  almácigos con arbustos, siempre había que usar
 la creatividad para algo.  Y lo que más le gustaba: tender la hamaca paraguaya entre dos árboles y dormir la siesta ahí, mientras, Negra, su mujer, se dedicaba a lavar los platos, o los hijos se entretenían al borde de la pileta, cuando era verano.
Eran las doce y lo llamó a Roberto por el intercomunicador para ir a comer. Afuera, como siempre.
Se miró los zapatos, estaban lustrados, brillantes, como correspondía al cargo de un hombre con poder.
Salió dando un portazo del despacho, tenían que entender, que él hoy no podía atender a nadie, ni
responder a nadie.
A Roberto no podía decirle lo que pensaba ni lo que le pasaba ese día. Prefería hablar de otra cosa,
a Roberto lo veía sobrecargado, mucho trabajo, muchas decisiones, eso que a él no le gustaba hacer.
Pidieron un bife con ensalada sin postre y café. Hablaron de las tasas de interés, parecía que las Líbor
estaban subiendo. Y a lo mejor era eso lo que lo tenía mal a Roberto, con esa cara de preocupación.
En el restaurante, como siempre, entraba la chica a comer. Se sentaba lejos, con un libro y comía y
leía. ¿Qué pensaría ella? ¿Y a quién podía importarle lo que pensaba esa chica? Si no tenía ningún
poder. Era una empleada, nada más. A él le hubiera gustado saber qué era lo que ella leía, pero jamás
hacía ningún comentario, ni siquiera cuando él intentaba tirarle de la lengua, cuando ella le llevaba
algún proyecto y él le hablaba de cine. Ella lo escuchaba y enseguida cambiaba de tema y volvía al
del trabajo.
Las dos de la tarde y el hombre a la expectativa: dentro de una hora iban a operar a la hermana.
En los últimos años se veían poco, no se frecuentaban, salvo cuando Juana, a principio de mes
iba a la oficina y él le daba algunos pesos, porque los necesitaba.
Ahora, casi, casi, estaba arrepentido de no haber visto más a la hermana. Podía haberla invitado
alguna vez a comer afuera, al mediodía, o a la quinta, en verano. Negra y Juana no se llevaban bien,
acaso se detestaban. Pero Juana era su hermana, el único vínculo de sangre que le quedaba, y
tal vez podría haber hecho por ella algo más.
Alguien golpeaba la puerta y no tenía ganas de decir: ¡adelante! Tal vez fuera mejor sacar de uno
de los cajones del escritorio el crucigrama que venía haciendo desde hace varios días. Eso, para
no pensar.
Dentro de un rato saldría  de la oficina, tomaría un café por Florida, en algún bar donde
nadie pudiera verlo o al menos, fuera más difícil.
Tenía que caminar, tenía que pensar, y el único pensamiento volvía una y otra vez a su mente:
Juana. La vio corriendo por el patio, después por la vereda, tenía el pelo suelto y él le había
pedido que le comprara cigarrillos:
- Si se entera mamá te mato - dijo, mientras le daba algunas monedas.
Después la vio saltando a la soga, jugando rayuela en la calle con las amigas...
Ya en Florida, mirar las vidrieras rebosantes de artículos importados lo entretenían.
Le gustaría comprarse una pipa, si fumara. Pero era un hombre metódico. Tal
vez un disco nuevo, para escuchar los fines de semana. Pidió un café sin azúcar, lo bebió
y  se entretuvo mirando a las chicas que caminaban.  Poco después  entró a un negocio
de productos importados, no importa qué, para ver qué podía comprar.
Eran las tres de la tarde cuando volvió al escritorio, cerró la puerta y se sentó.
Antes, le pidió a la secretaria que no le pasara llamados, salvo si era por su hermana. ¡Qué
momentos! ¡Qué día más triste! pensaba. Su hermana en el quirófano y él, ahí, sin
poder hacer nada. Era por su cargo, por su responsabilidad. No podía tirar todo por
la borda y mandarse a mudar, hacer lo que hubiera querido. ¿Y no sería mejor pensar
en el cine, en las películas que le habían gustado más? La amante del teniente francés
era buena. O alguna con Ornella Mutti, esas sí eran buenas.
Eran las cinco de la tarde cuando la secretaria por el intercomunicador, dijo:
- Tiene un llamado, señor R.
- ¿Quién es?
- Su sobrino, el hijo de su hermana

(c) Araceli Otamendi

Ciudad Autónoma de Buenos Aires


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