La Coqui - Cecilia Vetti
A la Coqui la
fuimos a buscar una tarde de invierno. Hacía mucho frío. La abuela Eusebia me
apretaba la mano con fuerza y su anillo se incrustaba en mis dedos. Su
protección era un sufrimiento insoportable.
La Coqui era
hija del tío Mauricio, hermano menor de la abuela. Como hermana mayor siempre
lo había protegido. Era el más buen mozo de sus hermanos, y también el más
zonzo. Cualquiera lo podía engatusar entre sus piernas, decía mi abuela. Mauricio
estaba muy enfermo, según mi abuela le quedaba poco tiempo. ¡Todo por culpa del
cigarrillo! “Está condenado”, repetía ella.
Me quedé pensando por qué estaría condenado a
una pena tan grande. Quizás era culpa del dios de los cigarrillos... no sé. Mi
abuela decía que un monstruo le estaba destruyendo el hígado… ¡Manías de vieja!
Mi papá la
retaba, porque esas no eran cosas de decir. A mi mamá no le importaba, nunca
escuchaba a la abuela, siempre se hacía la distraída. Decía que mi abuela era
una vieja más mala que el dolor. También lo pensaba yo, cuando tenía que
aguantarme el anillo incrustado en mis dedos.
Tío Mauricio
tenía cinco hijos, el mayor de catorce años y la más pequeña, de tres. Según la
abuela, la madre era atrasada porque le había faltado oxígeno al nacer. Hasta
recibía a los hijos sin ayuda. De puro ingenua, nomás. Era hija de una vecina
del barrio. Tan bonita que el pobre Mauricio ni siquiera notó que era…
Sus hijos eran los chicos más lindos que pude conocer. Ella no
había envejecido. A través de sus cabellos roñosos se le podían encontrar dos
ojos grandes como esmeraldas perdidas.
Su hijo mayor,
Alberto, era alto y delgado, con los rasgos de la cara perfectos. La abuela
decía que ya podía levantar bolsas en el puerto. Él trataba de vender golosinas
en la puerta de la iglesia y ayudaba al monaguillo a vender las ofrendas: ramos
de novia, placas de bronce y otras cosas. A la segunda, la llamaban Rubia, así
nomás. Nunca me enteré de su verdadero nombre. Ahora su cabeza era una mezcla
de oscuridad y abandono. Con sus doce años: ayudaba en las tareas de la casa,
hacía las compras y cuidaba a tío Mauricio. El Rubén, tenía once años y era un
chico pícaro y mal hablado. La cara pecosa, el pelo casi pelirrojo y los mismos
ojos de la madre. Coquí tenía diez años. Sentada en una silla de madera,
trataba de rascarse la cabeza con disimulo. Ni siquiera le habían avisado que
la veníamos a buscar. Tenía la cabeza entre las piernas y trataba de no mirar a
la abuela.
La menor era
Merche, tan chiquita que parecía de chocolate y en cualquier momento podía
derretirse. Jugaba con su chupete, perseguida por unas moscas busconas. Mi
abuela trataba de espantarlas con un trapo y saltaba con su cuerpo robusto.
Vivían en el
barrio de Pompeya, cerca del puente, en una calle de tierra. Era una casa
antigua, propiedad del padre de mi abuela. Le hizo un legado al hijo menor. Era
el que más la necesitaba. Mi abuela decía que ella para nada quería heredar una
cueva.
La casa de la
puerta verde, con los herrajes oxidados y la pintura descascarada. Las ventanas
marcaban las huellas de manos de niños e infortunio. Casi no podía verse la
calle. En realidad, no se perdían nada. Las casas de los alrededores eran tan
pobres y abandonadas como esa.
La mujer de mi
tío nos recibió con una sonrisa y besó a mi abuela con gran efusividad. Mi
abuela se limpió la cara de inmediato. Después se quedó sentada en un sillón
antiguo que parecía no pertenecer a ese lugar. “Heredado de mi madre”, aclaró
la abuela. Ahora, la mujer miraba desde lejos a tío Mauricio, como temiendo
acercarse.
Mi abuela sacó
de su bolso un termo con sopa caliente y trató de que Mauricio la tomara, pero
este se negó con energía. No podía tragar. Miraba a la abuela desde un mundo
lejano e irreconocible.
La rubia dijo
que por la mañana vino el doctor de la salita y le dio una inyección. Dijo que
el padre toda la noche estuvo gritando y la madre se tapaba la cabeza para no
oírlo. Dijo que el mayor fue en busca
del doctor a la madrugada. Una salita de emergencias les servía de ayuda.
La abuela trató
de explicarle a la madre que se iba a llevar a la Coqui, porque en esa casa
eran demasiados. La nena debía ir al colegio. Ella aceptó con la cabeza, sin
mirarla.
La abuela
calentó agua en la hornalla de la cocina y fue llenando un tacho de latón. Bañó a la más chica, y por último, arrastró
con fuerza a la Coqui y fue desnudándola sin piedad. Coqui trataba de taparse y
sus hermanos se reían. Los secó a las dos con la misma toalla y luego la colgó
en la soga del patio.
Por los costados
del cuarto corría una especie de zanja con agua maloliente. Los chicos saltaban
la zanja y reían. Yo también salté…
Tomamos el
tranvía, la Coquí apretaba mi mano y se mordía los labios. Al sentarse, se
apoyó en la ventanilla y cerró los ojos queriendo dormirse.
Todos los de la
casa la recibieron con alegría. La Coqui era una casi huérfana a la que había
que mimar.
-¡Primero hay
que despiojarla! –afirmó la abuela. Sentó a la nena en una silla baja, justo al
lado del brasero. En mi casa, el brasero siempre estaba prendido en un costado
de la galería, con la pava latiendo, por si alguno quería cebarse un mate. La
abuela lo tomaba a toda hora, con unos palos verdes nadando en agua hervida.
Con una tijera del tamaño del miedo, comenzó a
cortarle el pelo. Nunca estudió para peluquera, pero se daba maña. La Coquí
encogía los hombros y tiritaba. No podía parar el temblor de sus piernas.
Mi mamá le
acercó el peine fino y después se alejó sin decir nada. Los cabellos rojizos
caían desperdigados por el patio. Miles, centenares de piojos sanguinarios cayeron
de su cabeza.
– ¡Es para no
creerlo!– repetía la abuela –Ya casi le habían agujereado el cuero cabelludo
–protestó con desprecio. – ¡Esa retardada del demonio!...
Ahora el temblor
de la Coqui sabía a llanto y a rencor.
Mi madre buscó
una pollera que me quedaba chica y un pullover marrón. También zapatos y unas
medias amarillas.
Cuando ella se
miró en el espejo no pudo reconocerse. Encontró a un muchachito muy parecido a
su hermano mayor. Se alisó la frente con un suspiro tan hondo que todavía me
duele. Nunca volví a ver una cara tan bella y tan desconsolada… Nunca… Sus ojos,
grandes y profundos parecían los de un gato furioso. ¡Tan verdes y
resplandecientes!
– ¡El pelo
crece! –dijo la abuela a modo de disculpa, mientras se cebaba un mate.
Mi mamá le
colocó una hebilla en forma de corazón que hacía juego con su pelo rojizo.
La abuela
explicó que las monjas la iban a educar muy bien, como lo hacían conmigo… ¡Dios
libre y guarde!...
Al día siguiente
comenzó las clases. Mamá guardaba uno de esos horribles guardapolvos grises con
un escudo de la Virgen de la Misericordia. Parecíamos dos presas caminando
detrás de la abuela. Entramos al patio
del colegio, y allí nos separamos. Mientras, la abuela trataba de conseguir una
beca para la pobre chica con un padre moribundo.
Al volver de la
escuela, no hizo ningún comentario. Me di cuenta que algunas compañeras
comentaban su corte de pelo. La abracé queriendo reconfortarla… La abracé…
La Coqui hablaba
poco y comía menos. Mi padre y mi hermano la mimaban con caramelos y
chocolates. Ella los comía sin disfrute, pero no dejaba de agradecérselos con
un beso rápido.
Yo solía leerle
cuentos por las noches, hasta que se quedaba dormida.
Por la
madrugada, podía escucharla rezar una especie de letanía que nunca modificaba.
Nombraba a todos sus hermanos, uno por uno, y después a su mamá. Tío Mauricio
ya había quedado en el olvido. ¡No te quedes sentada mamá, parecés una muñeca
grande y eso no me gusta!… murmuraba.
La vida siguió
unos meses recorriendo los pasos de esa prima caída del cielo a la que no
lograba alegrar. Ni siquiera un lápiz regalado por la maestra, pudo vencer su
indiferencia. Y eso que la maestra nunca regalaba lápices.
La abuela todos
los días iba a cuidar al tío Mauricio. Murió en agosto, una tarde de lluvia. Tan gris como lo había sido su
vida.
A la Coqui le
había crecido un poco el pelo. Estaba más alta y delgada. Cuando la abuela le dijo que el
padre había muerto, la miró en silencio. Su silencio era pesado, como una
coraza para resguardarse de la ausencia. Entró en nuestro cuarto y con la misma
tijera que daba miedo, cortó en tiras el guardapolvo gris. Luego tiró las tiras,
una a una, al brasero. El patio se llenó de humo. Un olor a guardapolvo gris
ganó las paredes y los cuartos.
Mamá tuvo que
contener a la abuela… “¡Cría cuervos!”, gritaba. Decidieron en familia, que la Coqui debía visitar a la
madre.
La abuela le
compró un abrigo rojo y un gorro de lana blanco. El abrigo le quedaba un poco grande.
“Los chicos crecen tan pronto”… Mi mamá le regaló una gastada cartera azul y el
portafolio de la escuela con los útiles escolares. La Coqui guardó sus cosas y
también un jabón perfumado, el lápiz regalado por la maestra y un paquete de
chocolates.
Nos animamos a
caminar separadas de la abuela. La pobre venía cargada con una pesada bolsa:
ropa, tallas, alimentos. Mi padre siempre contribuía para comprarlos. Sobre
todo, para no sentirla protestar… eso creo.
Otra vez el
tranvía y la iglesia de Pompeya. Caminar esas diez interminables cuadras de
barro para llegar a la casa. El barro se arrimaba a los hogares, haciéndolos
parecer más grises.
La puerta estaba
entreabierta. Entramos al cuarto. Todo estaba igual, pero sin el tío Mauricio. Tan
muerto en su antigua muerte.
La Coqui se sacó
el tapado y el gorro. Los chicos, al ver a la Coqui gritaban y reían de su pelo
corto. La madre, acostada en la cama grande, estaba como refugiada en su mundo.
Un hombro le sobresalía de la blusa. Parecía más alto que el otro. Su cara
pálida se hundía en una boca ahuecada, como si silbara. Solo sus ojos que miraban con asombro, tenían una belleza verde
y mansa. La Coqui la abrazó, y se quedó
un largo momento junto a ella. Uno de
esos momentos que siempre saben a vida. Caminó unos pasos, se paró justo en
medio del cuarto y gritó: ¡Qué linda es mi casita!... Ante mi asombro,… eso
gritó.
El mayor preparó
el mate y se lo ofreció a la abuela, quien había traído un paquete de
galletitas dulces. Las repartió entre todos, sin dejar de lado a Etelvina. Supe
que la mujer tenía nombre: Etelvina
La abuela
murmuraba: “Una vecina del barrio, muy bonita, quien había seducido al pobre
Mauricio. Su hermano menor, tan hermoso que parecía un dios. ¡Mala hembra!
¡Mala cabeza!... No se cansaba de repetirlo. De enamorado que estaba, ni
siquiera se dio cuenta de que era tarada. El pobre se ocupaba de todo. ¡Cómo no
iba a enfermarse!”
Calentó agua
para bañar a la más pequeña. La Coqui se adelantó y la tomó en sus brazos,
comenzó a desvestir a su hermana despacio, con la ternura de una niña madre. La
colocó en el tachón de agua tibia, sacó de su cartera el jabón perfumado y
comenzó a lavarla. La pequeña golpeaba con sus manitos el agua y nos salpicaba
sin reparo, mientras el piso de cemento se iba humedeciendo.
Mi abuela juntó
un atado de ropa sucia y comenzó a lavarla en la pileta del patio. Última
compra del tío Mauricio. La colgó en una cuerda larga sostenida por dos clavos.
Último trabajo del tío Mauricio.
Las campanas de
la iglesia alborotaban el aire como pájaros de acero. Cuando la abuela volvió a
entrar, miró a Etelvina y dijo: ¡Hay que despiojarla! Coquí sacó de su cartera
un peine fino y buscó una palangana y comenzó a peinarla. La madre la dejaba
hacer, mientras nubes de piojos rojizos caían por su saco oscuro.
Casi sin
quererlo comencé a rascarme, casi sin quererlo. Yo estaba libre de culpa. La
abuela me despiojaba todos los sábados.
Salté la zanja y
caí en el recuerdo: de abuelas crueles, pero constantes y cuidadosas. Tampoco
nadie les había enseñado la virtud del afecto. Mostraban el cariño así:
cuidándonos, despiojándonos, lavando ropa en la pileta del patio, con las manos
frías y agrietadas. ¡Mi abuela!
Ella no besó a
nadie al despedirse hasta el día siguiente. Al salir de la casa del tío
Mauricio, acarició la puerta verde y volvió a apretarme la mano diciendo como
para sí: ¡Ella pertenece a este lugar!... ¡Es su casa!...
(c) Cecilia Vetti
Banfield
Provincia de Buenos Aires
Cecilia Vettti nació en el barrio de Boedo en la ciudad de Buenos Aires pero hace 60
años que vive en Banfield. Su universidad literaria fue estudiar en los
talleres de Mirta Arlt y Mempo Giardinelli junto con los que después fueron
famosos escritores. Pertenece a la SAade de Lomas de Zamora. Dicta un taller
Literario en el Teatro Ensamble de Banfield desde hace 12 años.
Editó los libros La soga del tiempo (Faja de Honor de la SADE 2002), Corredor de silencios, Sueño de alas azules, Acurrucada en la luz, Disfrazada de sombra, El despojo, Los botones de mi cuerpo y el libro de poesía premiado con la Faja de Honor de la SADE 2017 Entre las hojas. Su próximo libro es Caminando el después.
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