Luces de la ciudad (un cuento de Navidad) - Araceli Otamendi




Algunos niños jugando cerca de los espejos la distrajeron. No era habitual que en un lugar así y a esa hora hubiera niños. El que más llamaba la atención era un niño rubio de pelo largo. ¿Cómo se llamaría?  El niño iba hacia el espejo, se miraba y salía corriendo, arrastraba un juguete. Y ahora, pensaba por qué estaba ahí a esa hora, podría haber estado en cualquier otra parte, tal vez en un bar de algún barrio alejado.
Casi siempre encontraba alguna muestra de arte para visitar y con ese pretexto lograba introducirse en algún cocktail y observaba. Eran pinturas que se exhibían en esos lugares con el propósito de vendérselas a los turistas. Casi todo lo que se exhibía era arte moderno,  ese arte antiplatónico y antiaristotélico que ponía al desnudo lo elemental de la existencia y  rechazaba toda forma ya adquirida. Oposición del arte al consenso de la cultura. Para eso existen el arte moderno y los artistas ¿o no era así?
Entre los turistas y los asistentes al cocktail caminaba y generalmente le servían alguna bebida de las que circulaban entre los invitados. Estas personas son felices a su manera, pensaba, viven en un clima de fiesta que es difícil de lograr a menos que se ignore la realidad. La fantasía era la realidad en esos lugares. Se percibía en el ambiente un clima de fiesta navideño más por la cantidad de adornos brillantes ubicados en distintos rincones que por algo relacionado con lo religioso o espiritual.
Un gran árbol de Navidad plateado, ubicado  en la planta baja, estaban en el segundo piso, daba un tono festivo al shopping lujoso. Recordaba algunas navidades pasadas, era entonces cuando pasado y el presente se entrelazaban. 
Había entrado ahí por azar, hubiera podido entrar en otro lado que exhibiera arte. El tema del azar a veces le daba vueltas y vueltas en su cabeza. El azar, la suerte ¿las cartas estaban echadas? Libre albedrío, el destino humano. Tantos y tantos pensamientos. Había que decidirse por alguno ¿o ya lo había  decidido y tantas vueltas no hacían más que distraerla, tal vez de otras cosas? Cosas más profundas, más elementales, más importantes.
El ruido de los autos a veces era infernal. El gato se había quedado acurrucado  en el sillón cerca de la ventana ¿por cuánto tiempo?
Eran casi las seis de la tarde cuando decidió salir de la casa aunque no era lo habitual, siempre había preferido  la mañana. La mañana, un inicio, la promesa del día entero por transcurrir. Eran los momentos en que no había que hacer balance, para eso estaba la noche. Pero ¿hacía balance o lo olvidaba? Había que sopesar tantas cosas, pensamientos, acciones, deseos, rencores ¿todavía albergaba algunos? ¿alguna pasión triste? Sin respuesta, pensaba mientras anotaba  mentalmente. Las vidrieras lujosas de los negocios empezaban a iluminarse y entonces el paisaje de la ciudad cambiaba. Se detenía en alguna vidriera sofisticada y miraba cada detalle con el propósito de imaginar quién podría comprar algo así y ese era el inicio  para imaginar una vida. Eran vestidos o abrigos o algún detalle que nunca usaría. Le parecía tan inútil para ella. Las apariencias tenían importancia para entrar a algunos lugares como ese, se disponía  ahora a cruzar la puerta. La muestra se inauguraba esa tarde, había que subir dos pisos.
La mayoría de las mujeres y de los hombres que estaban ahí parecían  parejas de un  segundo o tercer matrimonio, se notaba por el cuerpo estilizado de ellas, el aspecto parecido al de las modelos, comparado con el aspecto que lucían  los hombres, de más edad,  exitosos pero cansados ¿Alguna vez se daría vuelta esto? pensaba. Entre las participantes del cocktail  había algunas con vestidos más sofisticados. ¿Dónde vivirían? ¿cómo serían sus casas? ¿sería todo pura apariencia? ¿cuánto costaba tener una vida así? Tomaba notas mentalmente pero tenía la libreta de apuntes y la lapicera bien guardadas en la cartera.
Los utilizaba cuando iba a algún bar de barrio y se sentaba en un lugar alejado de la puerta y cerca de una ventana para escribir. En esos lugares a nadie le importaba, ni siquiera al dueño del bar, lo que estaba haciendo. Con tomar sólo un café podía escribir durante horas.
El niño rubio corría con un auto de juguete hasta uno de los espejos y ella lo seguía con la mirada. ¿Con quién estaría ese niño? ¿por qué lo habrían traído a ese cocktail? Habia otros niños también y suponía que además de la inauguración de una muestra de arte se trataba de un encuentro familiar o de empresa o las dos cosas.
Ahora el niño rubio corría dando vueltas cerca de una escalera, próxima   al lugar  donde se encontraba  sentada. ¿Cuándo aparecería la madre o el padre? El tono  de las voces había ido subiendo seguramente por los tragos que ya se habían tomado, a lo que se añadía el sonido  de las copas entrechocándose y las que se abandonaban en las bandejas metálicas. Las camareras iban y venían con más copas y empezaba a preguntarse cuánto duraría el cocktail. Ya había terminado de tomar el jugo y simplemente miraba el reloj.  En eso vio aparecer a un hombre vestido con un traje oscuro, camisa blanca con moño en lugar de corbata y una guitarra. El hombre del moño desenfundó la guitarra y empezó a tocar una canción melódica y a cantar. Lo acompañaba otro músico, en un teclado. El sonido se iba amplificando.
Minutos después un hombre flaco vestido de papá Noel, con un traje rojo y una larguísima barba blanca, llevaba una bolsa al hombro, bajaba por una escalera.
El niño rubio corría y daba vueltas en círculo. Se detuvo. ¿Había visto también él  al papá Noel, cómo descendía hacia la planta baja? El niño tenía las mejillas rojas y el pelo húmedo. Había calculado  su edad en unos dos años y medio, tal vez tres. El hombre del moño y la guitarra seguía entonando canciones, algunas melódicas y también más movidas. El niño corrió y se mezcló entre la gente. Lo había perdido de vista.
Segundos después vio algo como una ráfaga y en esa fracción de segundo ella se incorporó y corrió también. Veía  como el pelo rubio del niño iba casi por delante de él. Lo vio como se abalanzaba hacia la escalera,  la mitad del cuerpo del   niño estaba sobre la baranda, la cabeza inclinada mirando hacia abajo, buscando seguramente a papá Noel. Precipitadamente tiró de la remera del niño  hacia atrás sujetándolo  y atrayéndolo hacia sí.  Los gritos  se escuchaban de lejos y enseguida  apareció un hombre detrás de ella, tomó al niño de la mano, la miró a los ojos y ella le sostuvo la mirada apenas unos segundos, el hombre no dijo nada y zamarreó al niño, veía cómo lo llevaba casi arrastándolo y lo gritaba. El niño lloraba.  Era un hombre relativamente joven, unos treinta y cinco, tal vez unos cuarenta años ¿el padre?
Ella  miró el reloj y salió del edificio, caminaba despacio. Era de noche cuando salió de ahí y empezaba a soplar el viento, movía las hojas de los árboles. La mejor hora para salir es la mañana, se dijo mientras caminaba mirando las luces de la ciudad.

© Araceli Otamendi
Ciudad Autónoma de Buenos Aires 

Diciembre de 2019





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