La claraboya - Cecilia Vetti

 




                    


Todo es un temblor de estrellas agazapadas en el cielo de una claraboya oxidada. Una caricia corrosiva y sutil ha gastado los bordes de ese mundo de hierro. Por allí pasan las nubes demasiado rápido. Otras veces se quedan quietas en un tiempo de infinitos grises, enfriando el cuarto.

También yo me enfrío, como si fuera una cama, una mesita de luz, el velador adosado a la pared. Me siento una cosa inútil que se va oxidando día a día. Alguna mañana la enfermera encontrará entre las sábanas, una figura ocre y desvaída.

Al principio, la enfermedad me cayó como el latigazo de un verdugo. Un verdugo verdaderamente cruel, sin disimulos. Sabía llamar a las cosas por su nombre, esas que siempre le suceden a los otros.

Cuando llegué a este hospital, pasé a ser un número, nada más que un número para diferenciarme. Mi rabia y mi impotencia me segaron. Ha pasado un tiempo, ahora ni siquiera puedo quejarme, el corazón todavía palpita con una fuerza memoriosa que termina aturdiéndome. Mi cerebro sabe manejar a la perfección un tiempo estéril. El cerebro me traslada a la claraboya: día, tarde, noche. El cerebro maneja sin piedad mis miedos.

La enfermera vuelve a entrar y controla el suero. Ella es eficiente y minuciosa. Su cuerpo tiene una fragancia muy personal, me acerca al mundo de lo perdido.

La miro, la estudio, recorro su cuerpo,me  quedo en el ángulo perfecto de su cuello y deseo estar allí. Ella no significa nada y sin embargo me conmueve. Quisiera decirle: esto no contagia, acérquese. Mi amigo Alfonso una vez me abrazó y todavía no se ha enfermado. Hasta puede darle un beso a esta cosa que solo irradia odio. Mejor no hablar, mejor cerrar los ojos y dejar que ella camine por el cuarto haciendo su rutina. Acaso creerá que pretendo tener una relación, acostarme con ella. No, eso sería infame, podría serle fatal. ¡Pero tampoco hay que ser tan indiferente. ¡Míreme a los ojos, solo un momento! ¿De qué color son  los suyos? Usted pasa  tan rápido que  nunca tengo tiempo de conocerlos.

Hasta hace poco yo podía correr por la playa, me gustaba vagabundear por la arena, marcar el mundo con mis pies grandes, como si quisiera apropiármelo. ¡Todo era tan mío! Nada podía arrebatármelo: música, canto, yerba, fogones, una jeringa  poblada de fantasías que corría de mano en mano. El pinchazo me llevaba en un sueño, ni siquiera puedo explicar el sentimiento que me invadía. La claraboya es un deslumbramiento para mi desasosiego-

Ahora usted llega con esa bandeja bien preparada para este insecto kafkiano: sopa, puré, pollo, manzana asada, jugo de naranja, y cinco píldoras de colores distintos, como si con esas píldoras pudiese borrar algo, borrar la mancha que me está acabando. Los colores deben correr por mi sangre para tratar de limpiarla, para tratar que la muerte se acerque más despacio.

Se han borrado tantas cosas. Por ejemplo: el color de los ojos, el sentido exacto del color. Siempre me gustó estudiar las miradas. Detrás de cada mirada está el hombre al que pertenece. Hasta los ojos vacíos de las estatuas tienen algo de vida. Debe de ser lindo ser estatua y sentir que la lluvia resbala por los ojos y se hunde en el cuello. Las estatuas no comen, se quedan quietas mirando fijamente la nada.

Ella retorna en busca de la bandeja. No me mira, habla del tiempo. La humedad de Buenos Aires que obsesiona a todos y nos hace tan melancólicos. Me alcanza un termómetro y espera un momento para tomarme el pulso. Siento un remoto pudor. Miro la claraboya que ahora es una burla de grises presagiando lluvia. Mira la temperatura y tiene un gesto de preocupación. Mi temblor deja paso a las lágrimas. Sí, me pongo estúpidamente a llorar. Lloro, dejo que las lágrimas fluyan, se deslicen, me mojen las manos. Quizás me acuerdo de las estatuas violadas por las injurias en los parques. Este grafiti que me marca quiere  lavarme el alma.

Un médico la reclama, “Nadia, puede alcanzarme la ficha del 14”. Nadia, un nombre que me sabe a Flor. Ir el llanto, solo quiere eso, compartirlo. Es como si se despejaran los sentidos y uno se sintiera más persona.

Nadia trae una pequeña escalera y un trapo amarillo. El amarillo siempre me pareció el color de la felicidad. He dejado de llorar y la observo.

Nadia abre la escalera, sus zapatillas blancas trepan por los escalones de metal: repasa el vidrio y lo deja brillante. El cielo sigue gris y una lluvia de polvo rojizo cae sobre la colcha. Ella baja, cierra la escalera, me mira. Ahora sé que sus ojos son pardos. ¿Quién tenía los ojos pardos? Todo lo he perdido en este lugar que me separa del mundo.

Mi cuerpo tiembla, siento como si estuviera apoyado en un colchón de espuma. Se acerca, Nadia se acerca y se sienta  junto a mí. Puedo sentir sus manos frescas sobre la frente, su aliento sobre mis miasmas. Abro los ojos, vuelvo a mirarla. Sus ojos perdidos en los míos como una caricia mansa. Suenan todos los timbres, la habitación se llena del apuro de los otros. Ella se levanta con premura. Cuando desaparece, ya empiezo a imaginar sus ojos pardos.

Sobre la claraboya se ha posado un pájaro oscuro, me mira con curiosidad. Es el primer amigo que viene a visitarme.

En mis noches de  desvelo siento que por la mañana todo podrá cambiar. La noche siempre es un pasaje al infierno. ¿Por qué yo? ¿Por qué yo?... Seguro que mamá vendrá a visitarme, lo hace todos los jueves. La pobre carga con la culpa de mi enfermedad y el abandono de un padre ausente. Qué si me dio muchos mimos, que si no me prestó mucha atención… Qué si la separación pudo ser el desencadenante de mi desenfreno. Madre, nadie tiene la obligación de amarse para siempre, algunas cosas se rompen sin que uno se dé cuenta. Hasta la vida…

Siento los leves pasos de Nadia. Hoy debe hacer un turno de veinticuatro horas. Jornada completa. Después no la veré por dos días. Trato de imaginar su vida, quisiera verla correr por el parque respirando el aire puro. Cuando sale a la calle debe de usar zapatos de tacón, parecerá más alta, sus piernas lucirán más esbeltas. Seguro se soltará el pelo que ahora está recogido  con una gorra blanca. Alguien la estará esperando.

Nadia me despertó temprano, sin el acoso de agujas ni termómetros Dice que hoy es mi cumpleaños, aunque yo no lo quiera. Dice que cumplo 22 y que antes de que los médicos comiencen su ronda va a hacerme un regalo. Niego con la cabeza, ya tengo demasiados perfumes y talcos- Miro por la claraboya para encontrar un cielo azul. Los cumpleaños son para aquellos que viven todas las horas, todos los días esperando un amanecer.

Nadia va hacia la puerta y la abre. Un perro grande y lanudo destrenza el silencio y cae sobre mí, me hunde: es Oso. Le puse ese nombre por su pelo abultado y oscuro. Empieza a lamerme en una fiesta que no tiene precio: lame mi cara,, mis brazos, mi pie que sale al aire. Puede nutrir con su saliva todos mis desasosiegos. Oso me puebla, lo acaricio, lo  abrazo. Los timbres lo asustan y esconde su cabeza debajo de la almohada. Por la claraboya entra un rayo de sol, pega en la pelambre de Oso y rebota en mí. Mi risa sacude la habitación junto a los ladridos del perro. Nos quedamos así, juntos. Ya el tiempo  no tiene importancia.

(c) Cecilia Vetti
Banfield
Provincia de Buenos Aires


Cecilia Vetti nació en el barrio de Boedo en la ciudad de Buenos Aires pero hace 60 años que vive en Banfield. Su universidad literaria fue estudiar en los talleres de Mirta Arlt y Mempo Giardinelli junto con los que después fueron famosos escritores. Pertenece a la SADE  de Lomas de Zamora. Dicta un taller Literario en el Teatro Ensamble de Banfield desde hace 12 años.
Editó los libros La soga del tiempo (Faja de Honor de la SADE 2002), Corredor de silencios, Sueño de alas azules, Acurrucada en la luz, Disfrazada de sombra, El despojo, Los botones de mi cuerpo y el libro de poesía premiado con la Faja de Honor de la SADE  2017 Entre las hojas. Su próximo libro es Caminando el después.

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