Un domingo - Araceli Otamendi

 



V i a un hombre robusto, todavía joven, llevaba de la mano dos nenas vestidas con calzas y buzos de color rosa. El vestía pantalones negros ajustados, camisa y moño rosa del mismo color de la ropa de las nenas,  el pelo muy corto, los vi entrar después en una iglesia evangélica. Vi a otro hombre con una nena vestida de bruja, con sombrero y una varita en la mano y ya no era Halloween.

Después vi a dos hombres, cada uno de ellos llevaba dos perros de diferentes razas con correas distintas, conversaban entre ellos.

Entré a un bar notable, hacía años que no iba ahí, había algunas personas conversando, sentadas en las mesas, adentro y afuera del bar.

Todo eso vi y de eso soy testigo.Pero no vi mucho más. Y también acerca de eso quiero testimoniar. No sé si era el cansancio o el aburrimiento, me refugié en la música y en las series de televisión. Y en las redes sociales.

¿Y qué pasó con Mick Jagger? ¿Cuántos hijos tiene? ¿Así que la ex se casó con un famoso empresario multimillonario? ¿Y Mick Jagger habrá sido invitado? ¿Así que el vestido de casamiento de la ex era de Vivien Westwood? 

El vestuario del viaje que hizo la reina, una de ellas, ¿fue diseñado por Givenchy? A cada rato aparecían en Facebook videos cortos con la vida de esas estrellas. 

De cuántas cosas se venía a enterar una, durante la pandemia, a través de las redes aunque no quisiera.

Hubiera sido mejor leer Jane Austen, DH Lawrence, tal vez a Henry James. Después de todo se hubiera entretenido mucho más que viendo un programa de televisión o viendo las redes.

Ahora, apenas se había despertado veía un pequeño toro arriba de la biblioteca. La biblioteca estaba en el cuarto, tenía a mano los libros como si fueran medicinas. Para cada enfermedad un remedio, la biblioteca era su farmacia, los libros sus medicamentos. Durante la pandemia y el aislamiento social preventivo, por el cual salía poco a la calle, se dedicó mucho a leer en redes sociales, y descuidó los libros.

El toro sobre la biblioteca era la primera vez que aparecía. Como todavía no tenía las lentes, no podía comprobar dónde había salido semejante figura.

Otra de las cosas que la inquietaba era la cara de ese tipo, medio de perfil y con boina sobre una pila de ropa mal ordenada. Nunca había sido buena para hacer orden con la ropa. Le molestaba, incluso, tener que hacerlo. Para orden y limpieza estaban los museos, donde todo tenía su espacio y su lugar.

Cuando necesitaba orden en sus pensamientos, frecuentaba algún museo, de esos donde se respiraba olor a piso encerado, con enormes dimensiones y techos altos, ahí sí que se podía pensar, aunque no hubiera nada interesante para ver o a ella tal vez no le interesara. Salía del museo como había salido alguna vez de la casa de alguien, con la sensación de salir de algún lugar al que había ido por obligación y la sensación de respirar libertad.

Amaba la libertad, caminar por la calle, detenerse a mirar las flores de los árboles, sentir el viento en la cara, sentarse en un bar y mirar a las otras personas que ahí estaban. Olvidar, por un tiempo los problemas que se presentaban sin avisar.

Porque si lo que no tiene solución no es un problema, ¿qué era entonces un problema?

Era un domingo, había salido a la mañana, a hacer unas compras, tomar un café como hacía siempre y además leía el diario. En el bar sólo estaban los viejos, los que quedaban solos mientras los jóvenes se iban de vacaciones a disfrutar el verano. Esa misma mañana, cuando estaba por sentarme en una mesa, en la vereda que todavía tenía restos de un desayuno, apareció de repente una mujer joven, muy delgada y tomó la botella de jugo de naranja, casi vacía  y un vaso y se alejó un poco para beberlo. Después dejó el vaso y la botella sobre la mesa y se fue caminando rápido hacia la avenida. También por ahí circulaban los cuidadores de ancianos y otros enfermos que quedaban al cuidado de ellos. En el edificio había un chico, también, de unos catorce años, no caminaba y la familia pasaba el verano en Punta del Este, con los demás hijos. Al chico lo veía cuando la cuidadora lo sacaba un rato a la calle, en la silla de ruedas para que tomara aire. Todos estos quedaban en el barrio, que no parecía un barrio donde la gente es solidaria y se ayuda, sino todo lo contrario. Era un conglomerado de departamentos y cada uno de los departamentos era un mundo.

Y yo tenía el mío, con mí Pinscher enana. Mientras le diera agua y comida y la sacara a dar una vuelta, ella no me molestaba.

Los que me molestaban eran los otros, con sus chismes, con esas ganas de hablar mal de los demás. Como esa mujer, Marta, que vivía en el sexto b, y que ni bien llegué a vivir aquí me invitó a tomar un café en el bar de enfrente y me ofreció contarme la vida íntima de los habitantes del edificio: yo sé todo, de cada uno de ellos, los amantes, la orientación sexual, te puedo contar si querés, dijo, haciéndome un guiño. Ofrecimiento que rechacé enseguida porque nunca me gustaron los chismes. De las personas reales, se entiende. Ella de joven había sido instrumentadora quirúrgica, y también después cuidadora de enfermos y ancianos. Ahora casi no podía caminar, tenía la espalda deformada, y se ayudaba con muletas o con un andador. Un médico era el padre del único hijo que había tenido, el que algunas veces venía a verla. Y al que el padre nunca quiso reconocer. Me compré el departamento con mi trabajo, decía pero ahora me las tengo que arreglar como puedo. A partir de ese momento, sólo cruzamos un saludo en la calle, o en el supermercado chino,pero nunca más un café compartido.

Será por eso que me alejé de la vida social de ese lugar y sólo compartí charlas intrascendentes con los dueños de otros perros en la calle.

¿De qué raza es? Pastor australiano, caniche toy, labrador, pomerania. La mia es una Pinscher enana repetía yo a quien quisiera saberlo. Se parece al chihuahua pero no es. El único vecino solidario ahí era Jorge, el coiffer que trabajaba a domicilio, ganaba mucho dinero gracias a su profesión y siempre decía: si necesita algo avíseme. Tenía una gata de diecinueve años que era como la hija y a la que de vez en cuando escuchaba maullar a través de la puerta.

Cuando oscurecía era indispensable salir a la calle a tomar un café en algún bar, o comer un pedazo de pizza. El crepúsculo me afectaba desde que tengo recuerdos, desde que aprendí a manejar y supe que a esa hora ocurre una desconexión de los sentidos, la hora de la angustia dicen que es en los niños porque lloran mucho, sin motivo. esa hora, y volvía a casa ya de noche, para que no me afectara el crepúsculo.

Esa noche, después de volver de la calle, estaba exhausta, había caminado mucho, por Plaza Francia, la feria de artesanos, la vuelta por el museo, tantas cuadras había caminado que me dormí y no escuché a la madrugada los gritos de la mujer ni los insultos del hombre, y no supe nada hasta el día siguiente, cuando leí en el diario:

Una mujer asesinada

el hombre la había asesinado en plena calle, de madrugada, todo fue por una joya, discutieron, eran pareja desde hacía rato, parece, eso dice la noticia. Ella era una vecina, del barrio, tal vez la crucé algunas veces en la playa de estacionamiento, o en la verdulería, no sé. El charco de sangre estaba ahí en la calle, todavía no lo habían lavado, a la noche salió con él, los vidrios del negocio, de la peluquería estaban rotos, porque primero la aplastó contra el vidrio, dicen, y él era un violento que la mató. Por celos, seguramente, o por la joya, que ni siquiera se sabe si él se la había regalado. O tal vez estaba drogado o había tomado mucho alcohol.

La peluquería hoy está cerrada y nadie tiene ganas de hablar, me crucé con Marta en la planta baja pero sólo intercambiamos un saludo, no sé nada más, nada más puedo testimoniar.

 

© Araceli Otamendi

Cuento de la serie Cuentos policiales, de la autora

https://revistaarchivosdelsur.blogspot.com/p/araceli-otamendi-escritora-y-periodista.html

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