Botellas al océano del tiempo* - Eduardo Honey
Eduardo Honey |
El cuento Botellas al océano del tiempo del escritor mexicano Eduardo Honey resultó finalista en el Tercer Concurso de cuento de tema libre "20 años de la revista Archivos del Sur"
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Botellas al océano del tiempo
Cuando
las olas del frío océano arriban una tras otra bajo el manto de una densa
niebla, no puedo evitar pensar que quizás en una costa lejana estás oteando el
horizonte, con la esperanza aún tenue, de que lograré llegar.
Los muelles, tras años de embates del oleaje y tormentas, están
prácticamente destruidos. Las pocas embarcaciones cubiertas de óxido que aún
permanecen atadas y sin poder repararse, están semihundidas o volcadas. Desde
el cielo apenas llega la luz del sol, es suficiente para que difusas aves
sobrevuelen mi soledad. No sé si lanzar la botella al agua o esperar un día
donde la niebla permita ver unas decenas de metros. Desearía ver cómo flota y
baila en cada cresta, cómo poco a poco se aleja e inicia un viaje que puede
durar meses, años, posiblemente un siglo. Que llegue a esa costa remota donde
alguien la tome, la abra y lea la carta escrita por quien se ha vuelto polvo,
deseando que hayas continuado tu vida, hayas sido bendecida con la compañía de
alguien más y tu futura familia esté contigo alrededor de tu lecho en el
momento final.
Levanto mi brazo para lanzarla y, nuevamente como desde hace semanas, dudo.
Una vez que la arroje, ¿qué más me quedará?
Es medianoche y cada tanto la luz del faro ilumina la
ventana donde Ileana observa el exterior. La temperatura nocturna desciende de
súbito y, al besar los restos cálidos del día, pare lloviznas que caen por
doquier.
—¿Qué
tienes? —pregunta Ramiro quien, al no hallarla a su lado, se levantó de la
cama—. ¿Estás bien?
Ella, es
espaldas, mantiene su silencio, con el hombro derecho se apoya contra la pared
y tiene los brazos cruzados. Brevemente el faro ilumina su figura una y otra
vez.
—No lo
sé. No puedo dormir —responde sin mirar a Ramiro—. Llevo semanas despertando a
la misma hora y no puedo descansar. No te has dado cuenta o quizás si, no te
importa.
Baja los
brazos en un gesto de fastidio, se gira hacia Ramiro y su rostro muestra
molestia.
—¿En
verdad nos tenemos que ir?
—Sólo si
queremos seguir adelante. Cada vez el clima es más caluroso e impredecible. Hay
zonas en el continente que tendrán temperaturas moderadas, hay buenas tierras,
se podrá cultivar y quizás sea posible conseguir trabajo para los dos. Acá, en
la isla…
—Ya lo
sé —corta Ileana—, ya sé que la isla está devastada. Las lluvias han arrastrado
todo al océano. El racionamiento no tendrá fin, hay disturbios en la capital…
repites y repites todo lo malo que pasa. ¿En verdad no hay buenas noticias?
Ramiro
calla sin dejar de mirar a Ileana. Nunca ha querido ser ave de mal agüero,
siempre ha considerado que mejor tener los pies en la tierra. En ese momento
comprende que hay ocasiones que lo que se necesita es brindar esperanza y que
no sabe cómo hacerlo.
Al
despertar descubrí que la niebla se había despejado en gran medida así que
decidí escalar el faro. Mientras el resto del poblado yace como ruinas
desdentadas con techos que volaron al horizonte, paredes derruidas ladrillo
tras ladrillo cual lágrimas, calles inundadas por escombros escupidos por el
clima. El faro, ciego y malherido, aún se yergue.
El día que llovieron granizos del tamaño de balones pocos cristales
sobrevivieron. Fue cuando el faro calló su luz en definitiva, el llamado que
logré mantener vivo por meses en espera de que regresaran por los que quedaron
atrás. Luego, mientras los demás abandonaban la costa para arriesgarse al
interior de la isla, encendí en su cúspide, noche tras noche, múltiples fuegos
con la madera que recogía. Ardieron mesas, sillas, puertas, algún tejado, camas
y ropa abandonada. Durante tres meses, fuera de poco comer y mal dormir, el
ardiente ojo fue lo único que me importaba.
Llegué a soñar que si lograba quemar toda la isla lograría llegar a ti, que
supieras que seguía vivo, que los convencieras para un barco más.
El sueño terminó cuando llegaron las lluvias sin fin que mojaron el
material que pudiera arder, cuando los oleajes penetraron más y más al interior
inundando cualquier reserva de combustible y cuando la única forma de
sobrevivir al fúrico viento era estar encerrado por semanas.
Salía cada vez que amainaban las condiciones con la urgencia de conseguir
víveres antes de que el clima se acordara que aún alguien vagaba sobre el
páramo destruido bajo su voluntad.
Quizás fue piedad de un ser celestial o simple suerte. En cada salida
lograba arrastrar lo suficiente al faro para sobrevivir por semanas si lo
racionaba. También encontré anzuelos, sedales y cañas para pescar. Intenté una
y otra vez conseguir comida del mar cuando ya no había más en las despensas y
almacenes del pueblo. Llevó su tiempo pero aprendí a pescar.
El faro sería un hogar si los dos
estuviéramos juntos. Contigo a la distancia sólo es un lugar de paso, hacia ti
o hacia una vida en el más allá.
Reflexiono en esto mientras veo, por
primera vez en años, el horizonte lejano. El sol lentamente se alza de la barca
del inframundo para iniciar su viaje al extremo celeste. Las olas están
sosegadas, como si la súbita aparición solar las hubiera domado. Sopla una
ligera brisa mientras admiro el paisaje. Si este es el inicio de la primavera
del destino, ¡bienvenido!
Aunque sé que no durará.
Ramiro corre velozmente hacia su casa. Espera encontrar a
Ileana quien fue a recoger su parte del racionamiento. En cuanto llega, abre la
puerta de golpe:
—¡Ileana!
¡Ileana!
Revisa
la pequeña sala-comedor, se asoma a la cocina y la encuentra en el cuarto, aún
dormida. A un lado está un frasco de somníferos. Se sienta cuidadosamente en la
cama.
—Ileana
—la nombra suavemente y le acaricia la cabeza—, Amor, despierta.
Espera
unos segundos y repite el llamado un poco más enfáticamente sin dejar de
acariciarle la cabeza. Los ojos de Ileana se mueven de un lado para el otro, su
respiración es pausada y profunda. Ramiro decide que aún hay tiempo así que se
recuesta tras de ella y la abraza en espera de que despierte. De vez en vez la
acaricia con suavidad, casi sagradamente. Se siente pleno con ella y quisiera
que este momento quedara suspendido y eterno. Sin pasado, sin los problemas y
tensión del presente. Sin necesidad de futuro.
Por fin
Ileana reacciona poco a poco. Abre ligeramente los párpados, y los cierra al
volver a soñar. Los entreabre, se estira y bosteza. Termina por despertar al
darse cuenta que Ramiro la abraza.
—¿Qué
pasó? ¿A qué hora llegaste? —dice de forma pastosa y atropelladamente, se
voltea para contemplarlo.
—Hace un
rato.
—¡Maldición!
No fui por las raciones —intenta separarse de Ramiro para ponerse de pie.
—No
importa, ya no importa.
—Pero no
tendremos qué comer en varios días.
—No te
preocupes, créeme, ya no importa.
—¿Y qué
haremos? ¿Pescar?
—Tampoco,
mañana llegará el barco. Avisaron por radio y ya estamos apuntados para subir a
bordo.
—¿El
barco? —Ileana duda lo que oye y sus ojos se iluminan ante la posibilidad de
que sea cierto.
—Si, el
barco llegará mañana y en él nos iremos.
Ileana,
alegre como no se le ha visto en meses, besa a Ramiro y lo abraza intensamente.
El tiempo, por fin, queda suspendido para ambos el resto del día.
Tras
tener un día despejado entendí que era mi oportunidad. Salí a las ruinas del
poblado a buscar botellas que tuve que desenterrar como si fueran topos de
cristal. Al final reuní una comunidad de varias decenas que llevé al faro.
Pocas se parecían entre sí, cuestión que sería importante. Tras experimentar
con varios materiales logré por fin aprender a sellarlas. Abrí la que nunca me
animé a lanzar. Copié una y otra vez el mensaje en las hojas de libretas que
puse a secar al sol. Ese primer día sólo logré hacer veinte botellas que arrojé
desde la cúspide del faro hacia el océano.
Descubrí dónde tengo que estar parado para evitar que se estrellen con las
rocas que están al pie del acantilado o que sean devueltas por el oleaje. Me
costó la mitad de ella aprender esta lección. Cuando lo hago de forma correcta,
puedo ver cómo la botella gira cruzando el espacio para caer en una amplia
espiral, hundirse brevemente en el mar y salir a flote. Luego contemplé cómo el
oleaje se las llevaba más y más lejos hasta perderlas de vista.
Durante los siguientes siete días dediqué mis noches a copiar la carta y
sellar más botellas, la luz de la mañana a arrojarlas al océano y ver cómo
partían, la tarde a buscar otras para llevarlas al faro.
En la octava mañana la neblina regresó invadiendo todos
los espacios, ocultando el mar y enmascarando al sol. Aún así no detuve mi
labor: arrojé botella tras botella que había fabricado por la noche. Imaginaba
su vuelo, su trayectoria y alcanzaba a escuchar cuando se sumergían en el agua.
Las tormentas y los vientos finalizaron sus vacaciones. De nuevo tuve que
regresar a la rutina de esperar los momentos que amainaran. Cada vez es más
difícil encontrar víveres e intento sobrevivir pescando aunque, por razones que
me son desconocidas, hay menos peces.
Con todo, si logro toparme con una botella más, siento que es otro día que
ha valido vivir. Regreso con ella al faro junto con los demás hallazgos y
aparto un momento por la noche, un instante donde letra a letra,
tranquilamente, vuelvo a copiar la carta aunque añado algún toque como un
dibujo, un corazón o un te amo en los márgenes.
Luego, cuando siento que el clima no rechazará mi ofrenda, subo a la punta
del faro y hago volar la botella para que inicie su viaje. Atesoro cada ocasión
porque sé que es una botella más entre las decenas o cientos que he arrojado,
que es posible que llegue a ti con mis palabras finales.
Sueño con decírtelas al oído, con volver a estar acostados y abrazados,
pero he aceptado que quizás sea vano. Durante estos años han sonado silbatos a
la distancia de ignotos barcos que no me buscaban sino sólo pasan por aquí.
Nadie más ha llegado del interior de la isla y reniego abandonar el faro ya que
desde su altura aún puedo mirar los restos del muelle donde te vi por última
vez.
Ahora sólo será voluntad del tiempo que alguna de esas botellas navegue a
tu encuentro y que, al leer el mensaje que porta en su vientre, recuerdes mi
voz.
—La fila es inmensa, ¿seguro que alcanzaremos lugar?
—pregunta Ileana quien se sostiene del brazo de Ramiro. La hilera se mueve
lentamente desde la madrugada y ya es medio día. Faltan unos veinte metros para
llegar al largo muelle que está coronado, al final, por un inmenso navío de
color blanco.
—Claro que sí: fíjate que es uno de los cruceros que
atracaban por docenas cada año y traían turistas. Deben caber, sin problema,
cinco mil personas o más. Acuérdate que aquí vivimos menos de la mitad de esa
cifra.
—¿Seguro?
—Si, y ya tenemos nuestro permiso para subir a bordo
—Ramiro saca una bolsa de su pequeña mochila—. Mira: aquí están nuestros
nombres y el folio es el trescientos. De seguro avanza lentamente porque muchas
personas traen cosas de más. La instrucción era cargar una pequeña mochila con
los enseres básicos y alguna que otra cosa personal.
Ramiro quiere parecer animado, también se le hace extraño
que en tantas horas no hayan subido a bordo. La fila avanza otros cinco metros
y se vuelve a detener.
—Tengo hambre —Ileana se queja y con un abrazo se cuelga
del cuello de Ramiro.
—Igual yo, aguanta por favor, aguanta —le contesta y la
sostiene con sus brazos por un largo tiempo. De nuevo la cola avanza otros
cinco metros.
Ramiro se suelta de Ileana cuando escucha un ruido que
llega por detrás, por el camino donde el resto de los vecinos del pueblo están
formados. Voltea para ver qué es, qué sucede. Tarda unos segundos en reconocer
el sonido: es el galope de varios caballos. El trotar incrementa su volumen al
igual que una nube de polvo que se ve a lo lejos. Minutos después, tiene que
hacerse a un costado del camino porque diez caballos pasan al galope y entran
al muelle. Alcanza a ver que portan uniformes del ejército y llevan armas
largas.
Algunas
personas formadas sobre el muelle, ante lo súbito de la irrupción se hacen para
atrás y caen al agua. Un coro de imprecaciones se alcanza a escuchar. Ramiro
observa que desmontan en cuanto llegan a la escalera que permite entrar al
navío. Algunos de los soldados, empujando, suben por ella y se pierden en el
interior. Otros discuten con los encargados de mantener el orden en la fila.
Aún se escuchan voces molestas que, poco a poco, se
disuelven ante la curiosidad del que estará sucediendo. La fila no avanza por
una hora más. Los soldados vuelven a aparecer y descienden por la escalera que
se vació al costado de la embarcación. Comentan algo con los que quedaron abajo
y con los encargados del abordaje. Ocho suben a sus monturas y galopan de
regreso. Al llegar a la entrada del muelle bajan de la montura. Uno de ellos
toma el altavoz que cuelgan de su hombro y dice:
—Nos haremos cargo del abordaje. Los que están en el
muelle subirán de prisa dejando atrás cualquier maleta o mochila que estorben.
Por favor, déjenlas a su lado derecho. Primero serán las mujeres y niños que
tengan permiso de abordar, téngalo en la mano para mostrarlo en cuanto se les
solicite. Estén listos por favor.
Uno de los soldados empieza a revisar a los que están
frente a Ileana y Ramiro. Con gestos y empujones ocasionales, hacen que las
mujeres y niños avancen de prisa al muelle.
Cuando el soldado llega con Ileana pide de inmediato los
papeles. Ramiro, sin dudar, le muestra el permiso y sus identificaciones. El
soldado asiente e indica que ella puede subir.
—Amor, ¿qué hago? —Ileana pregunta con inquietud.
—Camina rápido por el muelle y embarca. Ahora que
subieron los que teníamos enfrente quedaré a tres lugares de alcanzarte.
Ileana alcanza a darle un rápido beso a Ramiro antes de
que el soldado insista que se mueva. Mientras trota los pocos metros rumbo al
muelle ella no deja de decirle adiós con la mano. Ramiro avanza los metros
restantes y queda formado atrás de dos vecinos con los que pocas veces hablaba.
No deja de mirar cómo Ileana acelera el paso conforme llega al buque. Atrás la
siguen más mujeres de cualquier edad cargando bebés o llevando de la mano uno o
varios niños. Todas se apresuran a llegar al navío.
Ileana, al llegar al portón de entrada, se voltea y manda
un último beso antes de decir adiós con la mano y entra.
Ramiro está tranquilo, sabe que pronto la alcanzará.
Voltea para observar cómo siguen llegando las demás mujeres y niños. Entonces
percibe que los soldados regresan a todo correr.
—¡Ya vienen! —grita uno de ellos.
El que
está a cargo hace sonar un silbato que carga en el cuello y monta su caballo
para ocupar el centro de la entrada del muelle. Ordena a sus demás elementos
que dejen pasar a las últimas mujeres y niños, luego nadie más.
Ramiro,
sorprendido, trata de decirle que él tiene turno, que si puede abordar cuando
uno de los soldados lo encañona para ordenarle que retroceda. Ramiro levanta
las manos mientras escucha un griterío que se acerca. Una nueva nube de polvo
acompaña las disímbolas voces que preceden a una multitud de personas de
cualquier edad y condición que corren por el camino deshaciendo la fila.
Algunos pobladores son atropellados y otros se unen a ella.
Los
soldados están pertrechados en la entrada del muelle apuntando a la horda que
se acerca. El que lo encañonó no deja de mirar de reojo a Ramiro.. Las sirenas
del barco suenan mientras los soldados que quedaron de guardia sueltan sus
amarras y dejan caer la escalera que está a un costado.
Los
soldados empiezan a disparar, Ramiro se tira al suelo y rueda para dejarse caer
al agua. Intentará nadar y alcanzar el buque que parte.
No lo
logra.
Cada año el clima se sosiega un poco más. Hace cuarenta
años los bancos de niebla no paraban de llegar. Ahora las estaciones se
anuncian en fechas disímbolas pero acuden a su cita y la neblina sólo llega de
visita en el invierno.
Hoy es
un día soleado. Un niño juega a huir de las olas cuando ve un objeto que reluce
con el sol mientras va y viene con el oleaje. Animado va por él y lo atrapa
tras algunos intentos.
—¡Mamá!
¡Mamá! ¡Mira lo que encontré! —grita mientras corre con su tesoro al encuentro
de sus padres quienes están sentados bajo una palmera unos metros más adelante.
—¿Qué
hallaste, bebé? —responde la mujer con ternura mientras toma la botella que
llega el niño—. Oye, mira lo que Ramirito encontró —comenta al hombre recostado
a su lado mientras le pasa el objeto.
—Déjame
verla, ¡es otra más! Mamá se pondrá muy contenta: es la décima que llega desde
que nos conocimos —le dice a la mujer y le da un largo beso.
—¿Seguirá
vivo? —interrumpe ella.
—¿Mi
padre? Quizás si, nunca lo sabremos —responde el hombre mientras se pone de pie
y camina hacia una vivienda construida donde termina la playa. En el porche una
anciana se encuentra sentada sobre una mecedora oteando el horizonte.
Emocionada, recibe la botella ya abierta por su hijo y,
con ojos llorosos lee la carta que no ha dejado de recibir una y otra vez.
Confía que no dejen de llegar.
Eduardo Honey
(México, 1969) Ing. en sistemas. Autor de Códex Obsidiana, Cósmicos
espejos humeantes, Cronofauna, Séptima Puerta y Firmamentos ocaso. Participante
desde los 90s en talleres literarios bajo la guía de diversos escritores.
Publica constantemente en plaquettes, revistas físicas, virtuales e internet.
Textos suyos fueron primer lugar (Premio Mendiola categoría poesía 2022, Teresa
Magazine 2020, Nyctelios 6ª. Ed. 2020), segundo lugar (bokker Awards 2021),
tercer lugar (Bailando con Elena Garro 2023, 1er. Concurso de Relatos de Terror
“Del susto al gusto” 2022) o finalistas (“Caperucita Feroz” 6ª. Ed 2022 en
libro de cuentos, XVIII Certamen Internacional de Microcuento Fantástico
miNatura 2020 y 2021, 1er. Concurso de Cuento Breve Plétora Editorial 2020,
Mención de Honor del Jurado, Quequén 2020, Supraversum 2021, Novum 2021, VIII
Concurso Internacional de Microrrelatos "Jorge Juan" 2021, Madrid Sky
2021, II Concurso Literario "Relatos legendarios" 2021). Ha sido
seleccionado para participar en diversas antologías. Co-coordina el taller
literario Gran Colisionador de Textos Especulativos. Pertenece a la generación
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