El velorio de Ramón* - Diego López

Diego López

 


El cuento El velorio de Ramón del escritor argentino Diego López resultó finalista en el Tercer Concurso de cuento de tema libre "20 años de la Revista Archivos del Sur"


El velorio de Ramón

Ramón se desplomó sobre la tierra caliente sin soltar la bolsa de arpillera. Sus compañeros advirtieron el golpe seco y alcanzaron a oír un leve quejido entre la onda de polvo que huía espantada del cuerpo. De inmediato soltaron las papas y las bolsas. Lo cargaron en la caja de la Ford del capataz, apretado entre bolsas y herramientas, y emprendieron los quince kilómetros hasta Ramos Otero.

En la sala de emergencias del pueblo, la enfermera tomaba mates para adelgazar las horas. Martes y jueves por la tarde era la única en la guardia. Era jueves. La camioneta frenó de súbito y una nube de polvo siguió de largo en el sediento camino. Los hombres descargaron el pesado cuerpo de Ramón y entraron rápidamente, casi atropellando a la enfermera. Lo acostaron en la camilla mientras la mujer los interrogaba.

 ¿Qué le pasó?

 Se desmayó nomá –contestó uno.

 ¿Qué estaba haciendo? –preguntó mientras le tomaba el pulso apresurada por el asco.

 Estaba papeando y se cayó nomá.

 ¿Así, de la nada?

Los hombres asintieron sin palabras. Por fin, la enfermera se quitó el estetoscopio y recogió el mate que había dejado sobre el escritorio. Con un brazo en jarra y el otro elevando la bombilla, dijo:

 Hay que avisarle a la familia

Los hombres la miraron sorber el mate y suspirar largamente; esperaban un diagnóstico que nunca llegaría. El primero en comprenderlo se quitó la boina y la apretó entre las manos. El segundo se persignó dos veces seguidas. El último salió a la calle y encendió un cigarrillo.

 Capaz que nos den franco –dijo, pero los otros no contestaron.

 Cuando Andrea escuchó el rugido de la Ford, les gritó a sus hijas que cerraran las ventanas para que un incendio de tierra arcillosa no invadiera la casa. Las hijas se gritaron entre sí y ninguna cumplió con lo mandado. Sin embargo, cuando la camioneta estacionó en la puerta, las cuatro salieron a recibir a las visitas.

Los hombres preguntaron por Andrea y la menor de las muchachas corrió a buscarla. Cuando la mujer apareció en la puerta mandó a las hijas adentro: aquello solo podía ser grave. Uno de los hombres codeó a su compañero, que miraba y le sonreía a la mayor de las hijas.

 ¿Qué estás haciendo? –le reprochó.

 Estoy mirando nomá.

Los tres narraron entrecortadamente lo sucedido, desde el campo hasta la sala de primeros auxilios. Ninguno le dijo explícitamente que su marido estaba muerto, pero Andrea lo supo desde que los había visto. Asimiló la noticia con profunda entereza y no se dejó vencer por el llanto; más tarde, a solas, los hombres admirarían su dignidad.

La viuda les pidió que le llevaran el cuerpo hasta la casa para velarlo como correspondía, y aunque a ninguno le agradó la idea de trasladar el cadáver, no se negaron.

 

Andrea les contó la noticia a sus hijas sin prólogo ni cautela. Ni siquiera trató de consolarlas. Las dejó trepar las cumbres más altas del llanto; cuando las lágrimas y los mocos chorreaban como ríos de lamento, mandó a las dos más jóvenes a transmitir la trágica novedad al almacenero. La mayor de las hijas fue a hacer lo mismo a la casa de su tía, y la restante fue a la parroquia, a ver al padre Ernesto. Caminaron pisando sus lágrimas por las calles del pueblo. La viuda creyó que antes de que diera inicio el velorio no habría ningún habitante en Ramos Otero sin enterarse de la desgracia. Apresurada por el reloj, se dispuso a relucir cada rincón de la casa.

 La enfermera dejó que los hombres se llevaran el cuerpo sin poner ningún impedimento. Ramón no le había agradado en vida y tampoco le agradaba difunto. Había dado aviso al comisario y con eso se creyó libre toda responsabilidad.

El cura fue el primero en llegar a la casa de la viuda. Entre oraciones y encomiendas a la Providencia, le comentó que ya había encargado el ataúd para sepultarlo en el cementerio de Ramos Otero, y que a la mañana siguiente daría una misa en su memoria. El cuerpo yacía sobre un tablón y dos caballetes; lo bendijo desde una distancia cautelosa. Parecía ansioso de concretar el ritual. En el pueblo no abundaban ocasiones para colmar la parroquia y no quería desaprovechar la inesperada oportunidad.

La hermana del muerto llegó enlutada hasta los párpados. Lloraba incansablemente sin que el rostro se le humedeciera. Ni siquiera se acercó al cadáver; se decía fácilmente impresinable. Apoyó las mejillas en las caras de sus sobrinas y su cuñada, abrazándolas por largo rato. Cuando culminó el abrazo con Andrea, le tomó ambas manos y le dijo:

 Mirá, querida. Yo sé que con Ramón discutíamos por este lugar, que fue de mi madre, ¡Dios la tenga en la gloria! –exclamó mientras se persignaba–, pero con esta tragedia nada de eso importa. Sé que mi hermano va a descansar en paz si ustedes se quedan acá. Quiero tener la conciencia tranquila, querida.

Andrea se lo agradeció, poniendo la mejor cara posible. Los familiares de su marido hacía tiempo que no le inspiraban cariño alguno. Más de una vez la habían visto con marcas en la cara y el cuello, y jamás habían manifestado preocupación o interés; lo que hiciera Ramón con su mujer les parecía un asunto en el que no debían entrometerse.

El almacenero llegó poco después de las tres de la tarde, esquivando el sol que astillaba las pieles desnudas. Con un pañuelo se quitaba el sudor del rostro que enseguida volvía a mojarse. Apoyó una mano en el hombro de la viuda y le habló sin soltarla de los ojos, haciendo breves pausas para tomar aliento. Había decidido anular la deuda de Ramón en el almacén y olvidar las peleas que el difunto provocaba en las noches de truco, cuando el vino y las cartas apostaban el respeto entre los hombres. Cada vez que dudaba cómo continuar el discurso, ofrecía sus condolencias. Vació la jarra de agua fresca que una de las hijas de la viuda le acercó. Después dijo que tenía gente en el almacén; dio sus condolencias por última vez y se marchó.

El patrón llegó perseguido por el crepúsculo. En la caja de la camioneta iban nueve peones y, del lado del acompañante, el capataz. Todos presentaron, uno por uno, sus condolencias a la viuda, abrazaron libidinosamente a las hijas y miraron por última vez al muerto. Rodeado por los peones, el patrón le entregó un sobre limpio a Andrea. Le prometió que nada les faltaría; había arreglado con el almacenero las deudas de Ramón y le aseguró que podría llevar todo lo que precisara, que él pagaría la cuenta cada mes, y hasta se comprometió a prestarle uno de sus departamentos para las muchachas, si alguna quería irse a estudiar a Balcarce. La viuda agradeció sentidamente, llamándolo “patrón”, como había aprendido de su marido. Después los hombres tomaron un trago de caña, saludaron a los vecinos y se marcharon. Al día siguiente tendrían que madrugar; la cosecha continuaba, y cada uno debía esforzarse un poco más para compensar las manos faltantes.

Los perros lloraban sus agudas tristezas, que se confundían con la de las hijas y perfumaban amargamente la velada. Un murmullo recorría el patio, entre los mosquitos y el humo de la bosta que quemaban los viejos, mientras el mate caminaba entre los dedos de los que no preferían la caña o algún resto de coñac.

Andrea pudo quedar a solas con su marido un largo rato. Le repasaba el rostro con un trapo húmedo antes de que llegara el cajón que el cura había prometido. Desde la ventana, la oscuridad los miraba en secreto. La tranquilidad era absurda; hacía años que no sentía tanta paz. Pensaba que su alivio era un pecado con el que se acostumbraría a vivir. Mientras pulía cuidadosamente la nariz, sacando los últimos rescoldos de polvo, Ramón desnudó sus ojos violentos. Al mismo tiempo abrió la boca reseca y aspiró hondamente. Andrea se espantó; de repente estaba contra la pared, sin saber cómo, mirando al hombre que había velado toda la tarde. Los dedos entumecidos comenzaron a moverse, los labios partidos temblaron, los párpados duros se estiraron hasta las cejas y un tibio quejido se suicidó en los oídos de la mujer. Ella no lo había llorado aún y quizás nunca lo hubiera hecho, pero la angustia le nació de golpe.

En mitad de su desesperación, entendió que la nueva vida que le proponía el destino requería un sacrificio. Con el trapo húmedo llenó la boca de Ramón. Se colocó justo encima de su cabeza y la cubrió con todo su vientre, mientras se arrojaba sobre el cuerpo y le retenía las manos que se resistían inútilmente. Crujieron los caballetes y el tablón pero sin quebrarse, como si apretaran desde abajo. El peso de la viuda era una fuerza indomable para el resucitado. Ella comenzó a llorar con sollozos hondos, ajenos, como si de verdad lo hubiese querido, y dejó que todo su lamento lo aplastara hasta el último suspiro.

El cura llegó con el ataúd prometido. Estaba por entrar en el comedor para anunciarse ante la viuda cuando un vecino lo detuvo.

 No entre ahora, padre. Déjela sola un rato más, que recién empieza a llorarlo.

© Diego López

Chacabuco

Provincia de Buenos Aires

Acerca del autor

Diego López

Nacido en Rufino, provincia de Santa Fe, en noviembre de 1996. Actualmente radicado en la Ciudad de Chacabuco. De profesión Técnico Agropecuario. También es Psicólogo Social y actor del Equipo teatral Chacabuco.

Formó parte de varias antologías, entre ellas Dejando huellas III, producida por ADECH (Asociación de escritores chacabuquenses), entidad en la cual se desempeña como secretario.

El género que aborda es el cuento breve y la novela. Actualmente trabaja en la preparación de su primer libro de cuentos, con obras premiadas en concursos literarios de filiales de SADE y otros entes culturales.

 

 

 

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