Imágenes Hopper: Viajeros - Araceli Otamendi
Sentada en la cafetería de la estación de servicio frente a una taza de café se imagina protagonista de una pintura de Edward Hopper.
Lugares
solitarios, figuras solitarias, aunque no estaba sola en ese lugar, había otros
solitarios con una taza de café, algunos conversando entre sí.
Un
hombre con una inmensa joroba, seguramente formada por la gran cantidad de
cargas pesadas que llevó en su vida, hablaba con otro hombre, con el ceño tan adusto como él. Cada tanto reían,
apenas, luego su semblante se acomodaba
al gesto anterior.
Uno
de ellos se incorporó y puso el teléfono celular dentro de un compartimiento
para cargarlo.
Entró
una mujer con un perro a comprar una botella de una bebida gaseosa fría.
Otra
mujer sentada en una mesa miraba el teléfono celular completamente absorta en
la pantalla. Había pedido un café doble y una medialuna rellena.
Una
niña jugaba con un jueguito electrónico en una mesa mientras mantenía la mirada
absorta en la pantalla imitando a la madre.. Habían pedido en el mostrador un
café y una bebida gaseosa.
Era
la media tarde cuando la luz del sol decaía y el calor de la ciudad amainaba
como una tormenta que se iba retirando hacia otra parte.
En
un estante había juguetes, pelotas de colores de distintos tamaños, mates, bombillas, jarros de plástico con
imágenes de Messi y de la selección argentina, termos, souvenirs, gorros para
el sol. La noche con su oscuridad y sus
sombras aparecería pronto en ese café,
como una visita molesta, inoportuna.
En
una de las heladeras se exhibían sándwiches, tartas y otras comidas para
consumir frías o calientes. Siempre eran las mismas comidas y anheló que su día
interminable, de temperatura agobiante en la ciudad culminara ahí, comiendo una
porción de alguna de esas cosas junto con alguna bebida fría.
Miró
el libro bajado con una aplicación en el
teléfono celular: una antología poética.
Anheló
que el aparatito no sonara durante la lectura, que no llegara ninguna notificación,
ni wassap, ningún emoticón, o video insulso, que no le llegara ningún mensaje
por correo electrónico, ninguna
publicidad del supermercado anunciando las nuevas ofertas. Hubiera sido más
seguro llevar el libro impreso, no había tenido ganas de llevarlo en la mano.
Anheló
que esos momentos de luz crepuscular y de concentración no se interrumpieran
con algo banal, irrelevante, anodino.
Sí,
ahora era la figura principal de un cuadro del artista norteamericano.
Su
atención se detuvo en algo: había estacionado un camión con acoplado muy largo,
iba a cargar combustible y bajó el conductor, un hombre de pelo oscuro, cuerpo
macizo, y se dirigió hacia el local.
De
la cabina de ese mismo camión bajó también una mujer joven vestida con jeans,
una remera y zapatillas. Cargaba una enorme mochila y se alejó caminando rápido. Apenas se había despedido
del hombre que conducía el camión. ¿Sería una de las tantas personas que hacen
dedo en la ruta o esperan algún camión que vaya al mismo destino?
Las
sombras de la noche habían entrado al lugar.
¿Desde
dónde venía viajando ese hombre? ¿Quién era? ¿Quién era la mujer que lo había
acompañado hasta ese momento durante el viaje?
La
lectura le había hecho pasar el tiempo.
Vió
al hombre pagar por adelantado a la camarera y esperar de pie el pedido: una
porción de tarta, un sándwich y una bebida fresca que le entregaríian después
en una bandeja. La camarera tenía un tatuaje en el brazo izquierdo, era joven,
delgada y despachaba muy rápido los pedidos. Un hombre joven se acercó al
mostrador y mientras compraba elogió en voz baja los aros de la chica, te
quedan bien, dijo . La chica no se inmutó y siguió ocupándose de los pedidos.
Casi
sin darse cuenta estaba escribiendo mentalmente una historia, el hombre venía
de un lugar lejano, había cruzado desde otro país siguiendo esa ruta tan larga
casi como la cordillera misma, había atravesado el paso, se dirigía al sur
argentino. En otra estación de servicio, lejos de ahí, una mujer joven le había
preguntado si iba hasta Buenos Aires y podía llevarla. El hombre había dicho
que si, iba a cargar nafta y seguía viaje. La mujer hablaba mucho, había
viajado como mochilera y ya terminaban sus vacaciones. Trabajaba como vendedora
en una tienda. Había compartido el mate, la conversación y la música de la
radio mientras el hombre conducía por la ruta.
Antes
de seguir viaje hacia el sur, el hombre tuvo que detenerse en Buenos Aires.
El
hombre depositó la bandeja sobre una de las mesas y se dispuso a comer.
En
la ruta se había cruzado con un camión conducido por una mujer joven, pero eso
no le llamó la atención, se había acostumbrado a ver experimentadas
conductoras, mujeres fuertes que sabían afrontar los contratiempos que podían
presentarse en un viaje.
Se
podían tejer los argumentos, imaginar la trama, mezclar el pasado con el
presente y el futuro, hasta lo que soñaba ese hombre cuando estacionaba el
camión para dormir y esperar el amanecer para seguir viaje.
¿Y
si todo fuera un viaje? ¿O un camino? ¿El hombre soñaba con montañas de picos
nevados o con billetes de colores que iría a cobrar después del viaje?
Fue
hasta la caja y pidió otro café y algo para comer. Una familia, una mujer y
tres hijos lo esperaban.
El
hombre del camión comía casi con voracidad mientras su mirada se detenía en la
pantalla colgada del lugar.
Videos
musicales, lugares estridentes, algún espectáculo donde se bailaba. La historia
había cambiado de protagonista.
La
pintura de Hopper se había convertido en un paisaje nocturno, solitario, con
dos personas dentro de una cafetería, sentadas, indiferentes, una camarera
detrás de una caja registradora, una pantalla titilando, imágenes, afuera la
noche y una enorme máquina viajera detenida,
pronto se iría, deslizándose por alguna ruta hacia otra parte, otro lugar.
(c) Araceli Otamendi
https://revistaarchivosdelsur.blogspot.com/p/araceli-otamendi-escritora-y-periodista.html
imagen:Edward Hopper, Gasolina (fragmento)
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